Tercera aparición: La Virgen habla por primera vez, un artículo de Rosa Jordana
El 17 de febrero, Miércoles de Ceniza, Madame Jeanne-Marie Milhet, mujer decidida y enérgica donde las haya, llegó al Cachot justo cuando Louise estaba riñendo a Bernadette por enésima vez. ¿Motivo? La insistencia de la niña en volver a Massabielle. Jeanne-Marie pertenecía, por matrimonio, al bien estante grupo de familias influyentes de la comunidad lourdesa. Luise trabajaba para ella como lavandera en los días que se hacía la colada, evento que sobrepasaba al servicio habitual.
Así que Madame Milhet llegó resuelta a llevarse a Bernadette a la Gruta. Necesitaba saber, de primera mano, lo que pasaba allí. De manera que se empleó a fondo en convencer a Louise, con todo tipo de argumentos, si bien la razón más poderosa que esgrimió fue que había más peligro para Louise en combatir su piadoso deseo, que en complacerla.
Louise, que de ninguna manera se podía permitir perder ese trabajo -no diario, pero trabajo-, entendió que debía ceder. Eso sí, la señora le aseguró que protegería a la niña. De manera que, para evitar que se uniera más gente, se decidió ir a Massabielle el domingo siguiente, antes del alba.
Una vez superado el principal obstáculo, Jeanne-Marie Milhet -quién, a pesar de sus arrojos, sentía cierto temor a encontrarse sola con la niña- fue a visitar a Antoinette Peyret. Estaba convencida que esta joven costurera, en su calidad de congregante de las Hijas de María, le asistiría. Antoinette, no se negó, no en vano Madame Milhet era, junto a Madame Palhaison, su mejor clienta. Pero es que, además, Antoinette era de los que creían que Bernadette veía el alma de Elisa Latapie, su joven amiga muerta tres meses antes; así que esta era la ocasión de confirmarlo. Y, para ello, como digna hija del alguacil de Lourdes, propuso llevar papel, tintero y una pluma para pedir a la visión que escribiera su nombre y tener así una prueba fehaciente de la veracidad y la naturaleza del hecho. Y también consideró que era mejor ir al día siguiente puesto que, si era el alma de su amiga, podía necesitar urgentemente oraciones.
Madame Milhet tuvo que volver al Cachot a informar del cambio de día.
El jueves, 18 de febrero, primero de Cuaresma, Jeanne-Marie Milhet, Antoiette Peyret y Bernadette asistieron juntas a la Misa de las seis de la madrugada. Al salir, emprendieron el camino hacia Massabielle. Madame Milhet llevaba su cirio, bendecido el día de la Candelaria, Antoinette llevaba los útiles de escritorio (que ya se han citado), prestados por su padre; y Bernadette caminaba transportada por la felicidad con que era atraída hacia la Gruta. Aún no había amanecido. Llegadas a la cima de Chioulet, Bernadette emprendió la carrera con una agilidad inédita en ella antes de estos sucesos. La pobre Madame Milhet decidió deslizarse por la pendiente con grandes dificultades y Antoniette observó que tendría trabajo con el vestido que su clienta estaba haciendo jirones.
Cuando ambas llegaron ante la Gruta, Bernadette estaba ya de rodillas, rezando y con la vista clavada en la hornacina.
Madame Milhet encendió el cirio y lo colocó entre dos piedras. Se arrodillaron ellas también, una a cada lado de la niña, y recitaron a tres voces el Rosario, Bernadette más lentamente, hasta terminarlo. Fue entonces cuando la niña exclamó “¡Ella viene!” e inició sus saludos. La “señorita”, con su bella sonrisa, le hizo un signo para que se acercase: “Me hizo señal con el dedo” testificó Bernadette y continuó “y yo temblaba de felicidad, tan pronto rezando, como sonriendo”. Ese día no mostró ningún signo de éxtasis. Sus dos acompañantes no veían nada, pero no dudaban de que la niña lo hiciera. Entonces, Antoinette le entregó el papel, la tinta y la pluma con la siguiente consigna: “Dile que escriba si necesita misas u otras cosas y dile que escriba su nombre”. Bernadette emprendió el camino para acercarse al nicho superior y, de pronto se detuvo, extendió los brazos e hizo detenerse a las dos acompañantes que la seguían, lo que las paralizó. ¿Qué había ocurrido? Bernadette explicó, después, que la “petito damisello” había retrocedido en la hornacina por lo que temió que la presencia de sus dos acompañantes hiciera precipitar su marcha.
Ella siguió sola hasta llegar lo más arriba posible. De puntillas, acercó todo lo que llevaba a la “señorita” y le dijo “¿Tendría la bondad de escribirme su nombre y lo que desea?” A estas palabras la “bella señorita” se rio y… ¡habló por primera vez!
Lo que tengo que decir no es necesario escribirlo.
Era una voz tan dulce, tan llena de bondad…
Madame Milhet, desconcertada por haberse visto frenada por la niña, le dijo: “Pregúntale si nuestra compañía le place”. Bernadette lo hizo y las dos acompañantes entendieron que tenían una conversación, pero no oían hablar a Bernadette. Esperaron la respuesta, en silencio.
La “bella señorita” le dijo a la niña:
¿Quiere hacerme la bondad de venir aquí durante quince días?
a lo que Bernadette contestó: “Si, vendré”. Entonces, de forma grave y seria, la visión le dijo a la niña
No le prometo hacerla feliz en este mundo, sino en el otro.
Y desapareció, primero Ella y luego la luz.
Madame Milhet y Antoniette inquirieron a la niña enseguida. Ella les dijo que, si les había hecho parar, había sido por miedo a que la “señorita blanca” se fuera, y a la pregunta sobre su compañía, les explicó: “Ella me ha dicho que vuestra compañía no le era desagradable. Ella me ha dicho también, y en “patois” de Lourdes, que podéis volver no sólo conmigo sino con otros y que ella quiere ver mucha gente aquí”. Siguieron preguntándole por el contenido de la conversación y ella se la describió; “¿Por qué quiere que vengas?”, “No lo sé”; “¿Le has preguntado su nombre?”, “Si, pero ella ha bajado la cabeza, sonriendo, y no me ha respondido. Ella os ha mirado largamente y ha sonreído hacia vosotras”. E insistió, dirigiéndose a Antoinette, “La ha mirado largamente”.
La aparición había durado una media hora.
De retorno al Cachot, Bernadette no pensaba en otra cosa que en “la bella señorita”, en su voz y en todo lo que le había dicho. Se sorprendió de que la llamara de usted. No estaba acostumbrada a que le pidieran las cosas y mucho menos con esa dulzura y respeto. Por su parte Antoinette estaba decepcionada porque no había podido confirmar su teoría y, paradójicamente, no reparaba en exceso en la mirada que, según Bernadette, le había dirigido la “señorita” y que sería de gran ayuda para ella en el futuro. Y Madame Milhet, que había intuido que estaba ante algo importante, le daba vueltas a la cabeza sobre cómo volver allí de forma discreta los próximos quince días. De manera que resolvió informar a su marido (que no pedirle permiso) de que debían llevarse a Bernadette a su casa.
Al llegar al Cachot las dos acompañantes agradecieron a Louise y a François el haber permitido ir a la Gruta a su hija. Y les felicitaron por la maravilla de hija que tenían.
Estas palabras hicieron reflexionar a Louise y consiguieron que sus miedos se relajaran, sólo hasta esa media mañana, en que trabajó haciendo la colada en casa de Fanny Nicolau, la institutriz. Esta la volvió a asustar diciéndole que, si seguía así, el señor Comisario se vería obligado a intervenir. Volvió al Cachot, donde Bernadette seguía meditando lo ocurrido. Los jueves, los niños no tenían escuela. Y en esos momentos volvió Madame Milhet, resuelta a llevarse a Bernadette a su casa. Louise pensó en la amenaza de la institutriz y decidió ir a consultarlo con su marido que estaba trabajando en casa de Monsieur Cazénave. Decidieron concederle el permiso, y Bernadette se fue a casa de los Milhet. Pero no estaba a gusto. Añoraba a los suyos y los lujos, la abundancia de comida y la mansión tan grande la intimidaban. Dos días más tarde estaría de nuevo en su casa, gracias a la decisión de su tía Bernarde que reprochó vivamente a Louise y a François el haber dejado a su hija mayor bajo la custodia de alguien que no era de la familia. “Bernadette qu’ey a nouste” (“Bernadette es de los nuestros”).
Era la voz de tía Bernarda, la voz del sentido común de los Casterot. Louise se avergonzó y sólo pudo justificarse por el temor que ella y su marido sentían a que el señor Comisario interviniera, el mismo que encerró una semana a François por una denuncia falsa. Ellos habían pensado que no se atrevería con Madame Milhet. Bernadette volvió, feliz, al Cachot, con los suyos. Pero eso ocurriría dos días después de su marcha.
De momento, aún tenían que pasar muchas cosas.
Volvamos al jueves 18 de febrero. Lourdes y Tarbes alternaban sus mercados de los jueves. Ese día se celebró en Lourdes. Era un mercado de mucho renombre por lo que respecta al volumen de transacciones en caballos, mulas, vacas y ovejas. Acudía gente de los llanos de la Bigorra, del Béarn, de los sietes valles cercanos a Lourdes y hasta de Aragón. Y en ese ambiente, el relato de las apariciones se extendió como la pólvora. En el taller de costura de Antoinette Peyret no se hablaba de otra cosa y se difundía la convicción de que no se trataba de nada diabólico, ni de un alma del purgatorio. Madame Milhet se paseaba por la plaza del Mercadal hablando aquí y allá. Las niñas eran interpeladas. Antoine Nicolau era la estrella como testigo presencial de la segunda aparición y molinero reputado… Y de uno a otro… llegó la noticia a la redacción de “Le Lavedan” (semanario de Lourdes que aparecía precisamente los jueves y que de manera excepcional llegó a lanzar ediciones extraordinarias en otros días de la semana) que, como pueden ustedes imaginar, acabó publicando de todo menos cualquier cosa que se pudiera parecer a la verdad.
Ya tendremos ocasión de retomar el tema de cuál fue el trato de la prensa ante estos acontecimientos.
Ese día mucha gente visitó la Gruta de Massabielle. Eran curiosos y también gente piadosa que se llevaban puntas de ramas, hojas del rosal silvestre… Mucha gente de Lourdes, al observar que los visitantes se tomaban tanto interés en este asunto, sintió una repentina simpatía por Bernadette. Por otra parte, las congregantes responsables de las Hijas de María, informadas por Antoinette Peyret, iniciaron un estudio comparativo con las apariciones de la Salette que, según parece, concluyó constatando que allí la Virgen había llorado por la Humanidad y eso… ¡tenía su importancia! No consta que se profundizara más… Pero al cabo de unos días, más de cien niñas de las Hijas de María acompañarían a Bernadette en cada aparición y se las dejaba poner siempre en los puestos más cercanos a ella.
A veces, repasando las reacciones de la gente de Lourdes, uno tiene la tentación de sonreír, por su torpeza, osadía y audacia.
Me refiero, naturalmente, a las que no tenían ni un ápice de maldad, pero sí ansias de protagonismo, de cierta presunción en las opiniones y de demostración de una sabiduría que en nada servía para entender lo que Bernadette les estaba diciendo. Por eso no es de extrañar que la Santísima Virgen sonriera a menudo ante ciertas ocurrencias y que sólo Bernadette, que no juzgaba nada ni a nadie y que actuaba con la mayor sencillez que se pueda imaginar, pudiera sonreír con Ella, aunque no supiera el por qué. Jamás intentó interpretar lo que la “señorita” le decía. No tuvo nunca problema en contestar con un “no lo sé”. Y los primeros que entendieron fueron los que se acercaron a los hechos con el corazón. Desde luego, ni lo sucedido hasta ese día ni, sobre todo, lo que iba a suceder en adelante, se podía entender si no se miraba con absoluta humildad, consciencia de la insignificancia del saber humano, y convicción de no ser nada ante el poder del Cielo.
Por supuesto, conforme las apariciones siguieron, la difusión aumentó y, con ella, la variedad en las reacciones. Ya no hablaremos sólo de una respuesta ingenua y benevolente. Habrá burlas, maledicencias, calumnias, distanciamientos eruditos… Bernadette jamás se inmutó ni pretendió defenderse o persuadir a nadie.
Y, al final, su humilde espontaneidad convenció a muchos. Incluso a reticentes. Pero ya hablaremos.
Rosa Jordana
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- El siglo de María
- Bernadette Soubirous, ¿quién es?
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