5 El Señor dice:
“Maldito aquel que aparta de mí su corazón,
que pone su confianza en los hombres
y en ellos busca apoyo.
6 Será como la zarza del desierto,
que nunca recibe cuidados:
que crece entre las piedras,
en tierras de sal, donde nadie vive.
Jeremías 17, 5-6
Maldito el que pone su confianza en los hombres. Un artículo de Gonzalo J. Cabrera
El profeta hace una clara advertencia respecto del destino que espera a quienes ponen su esperanza en lo mundano: la maldición del Señor, y con ella, la retirada de la ayuda Divina.
Esa confianza en los hombres puede darse como consecuencia de tres actitudes: una primera, evidente, que es el rechazo explícito de Dios. Aquí encontramos el neo-pelagianismo moderno, puramente pagano, pretendidamente científico y racionalista que, poniendo a la criatura en el lugar del Creador, la idolatra. Equivale a quien mira el dedo que señala, en lugar de mirar hacia el lugar a donde señala. Es tomar los medios por fines, pretender que la causa segunda se convierta en causa primera.
En segundo lugar, puede hacerse por negación implícita de Dios, es decir, por pura mundanidad espiritual, por tibieza, hasta por ateísmo práctico. En realidad, este segundo punto se acerca mucho al primero, porque de poco sirve no negar a Dios en el plano especulativo, si se hace en el terreno práctico, en el de las obras. Además, el ateísmo práctico rápidamente se convierte en paganismo, como observamos, por desgracia, en tantas familias, otrora tibias, en las que, con el andar del tiempo no queda un atisbo de fe.
Por último, la confianza que censura Dios a través del profeta se puede manifestar, incluso, bajo la capa de piedad. Hace poco, leí a un reputado médico católico (sobre un tema científico que ahora no viene al caso), decir que “cree firmemente que es el mismo Dios quien inspira los avances de la Medicina a través de las personas y de las mismas leyes de la naturaleza”.
Ante esto, hay varias cosas que decir: la primera, que hay una apariencia de piedad y de verdad en esta frase. Pero, como veremos, es sólo eso: apariencia; la segunda, que existe un error teológico de fondo, muy difundido en determinados ambientes, y que consiste en hacer teología de las realidades materiales puramente naturales, en definitiva, sobrenaturalizar lo creado (que es creado, y caído desde el tiempo del pecado original). Cierto es que, a menudo, se habla de la Teología del Derecho, de la política, incluso del trabajo, pero que, en este caso, se trata de disciplinas, ciencias, conceptos, no de realidades concretas y tangibles. Por el contrario, esas realidades materiales, como puedan ser los avances de la medicina, son producto de la naturaleza caída del hombre, porque son realizadas por quien adolece de dicha naturaleza lapsa. Puede hablarse, entonces, de Teología de la medicina, pero no de teología de los avances médicos.
Eso nos debe hacer desconfiar, como dice el profeta, de la obra del hombre. Santo Tomás decía en La Monarquía que los tiranos a menudo son castigo de Dios a los pueblos pecadores. Lo que castizamente se ha denominado “a perro flaco, todo son pulgas”, puede bien aplicarse aquí. A mayor alejamiento de Dios, menos debe esperarse del hombre en todos los ámbitos. La ciencia también necesita redención.
En tercer lugar, el avance o progreso material no es nada positivo per se. El avance es relativo respecto del fin que se persigue, de modo que un avance dirigido al abismo es realmente un retroceso. La posibilidad de pecar corresponde al hombre, y Dios no quiere positivamente el pecado, pero lo permite en ocasiones, en aras a un bien mayor. Por eso, no debe tomarse todo lo que nos trae el mundo, como si fuese voluntad divina activa, cuando simplemente puede ser una voluntad divina permisiva, es decir, un mal tolerado por Dios. Y el mal, como mal debe tratarse. Insisto: sobrenaturalizar la acción del hombre al margen de la Gracia, es un error, y de los graves, a menudo conocido como providencialismo. En fin, poner la confianza en los hombres sin redimir es poner la confianza en la masa de perdición en que se convirtió la descendencia de Adán.
En cuarto lugar, de lo anterior se sigue que las acciones humanas, por más que tengan apariencia de bien, no son “inspiradas” por Dios. De hecho, cualquier pecado es, para quien lo comete, una apariencia de bien. El Doctor Angélico afirma que nadie busca el mal por sí mismo, sino porque cree, erradamente, que es un bien. La inspiración divina es de orden sobrenatural, luego no puede inspirar al científico ni a ningún otro hombre en tareas del orden terreno. Cierto es que Dios opera a través de las causas segundas, y que su recto uso es adecuado a la voluntad de Dios, pues todo lo que hizo Dios era bueno, pero hay mucha diferencia entre esto y decir que Dios inspira los avances científicos. Dios, como primer motor, es causa eficiente de todo lo creado, pero el mal uso de la Creación es responsabilidad exclusiva del hombre, y secuela de la primera caída.
A todo esto, se nos puede objetar que, quien así razona, no está apartando de Dios su corazón, de modo que no es incompatible confiar en el hombre y estar unido a Dios por la Gracia. Esta objeción puede responderse en el sentido de que está colocando las fuerzas humanas en un lugar que no le corresponde, error ocasionado por una mala teología acerca del pecado original, ya que como nos recuerda el P. Royo Marín, siguiendo a Santo Tomás, el pecado original nos priva totalmente de los dones sobrenaturales y preternaturales, y nos disminuye parcialmente nuestras fuerzas naturales con relación a la práctica de la virtud. Es decir, podemos realizar algunos actos buenos desde la perspectiva puramente natural (por ejemplo, el amor natural de una madre hacia su hijo), pero tenemos las potencias del alma mermadas para la perfección. De ahí la necesidad de la Redención. Pero, si las sociedades en general, los hombres en particular, y los científicos de forma particularísima, han rechazado la Gracia de Dios, es de esperar que, en sus obras abunde el vicio sobre la virtud, de modo que hasta lo que aparentemente se presenta como bien, es en realidad, un medio para envilecer aún más al hombre. Porque a esa merma de la inclinación a la virtud propia del pecado original, se suma la que se produce por el hábito vicioso engendrado por el pecado.
Maldito el que pone su confianza en los hombres. No se trata de desprecio ni rechazo a la obra humana, ni a lo bueno que pueda haber en ella. Se trata de poner en su justa medida la limitación humana originada por su condición de criatura, limitación acentuada por la herida original.
Gonzalo J. Cabrera
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