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Auge y caída del Jansenismo (I)

En un artículo anterior hemos tratado marginalmente del jansenismo. Resulta interesante realizar una breve historia de este movimiento, cuyos efectos se dejan notar incluso hoy en día en determinadas áreas de la geografía católica; para ello, seguiremos la obra “El Cristo de los brazos estrechos”, escrita en 1957 por el académico francés Daniel-Rops y de la que no me consta exista traducción a nuestra lengua.

Auge y caída del Jansenismo (I). Un artículo de Miguel Toledano

La corriente nació en Flandes en 1621, concretamente en la universidad de Lovaina. El padre Cornelio Jansen, presidente del Colegio de los Holandeses, recibe la visita de Juan Duvergier, abad de San Cirano en el valle del Loira. El neerlandés quiere compartir con su gran amigo y protector un propósito académico que le asalta desde hace prácticamente dos años, cuando el primero tuvo una ocurrencia en forma de revelación intelectual acerca de la gracia santificante. Ambos emprenden, en consecuencia, una febril actividad de estudio de san Agustín para progresar individualmente en la cuestión.

Nombrado obispo gracias a Felipe IV, Jansenio tuvo tiempo de concluir su obra antes de morir en 1638. Duvergier se ocuparía de expandirla. Para ello, ya en 1635 se había fijado en la abadía de Port-Royal, un monasterio de monjas bernardas a las puertas de París que había sido recientemente reformado después de un largo período de relajación.

Duvergier se había convertido en director espiritual de Port-Royal, lo que le permitiría poner en práctica su tesis, supuestamente inspirada por Dios, de que “desde hace quinientos o seiscientos años no había Iglesia”. Según él, había que volver a la Iglesia primitiva. ¿No les suena esta cantinela reproducida en nuestra época, con ocasión del Concilio Vaticano II?

El mismo Richelieu, originalmente benévolo hacia él, empezó a preocuparse de que el jansenista llegase a representar un problema de la misma talla que los hugonotes, por lo que fue apresado por orden del rey en 1638.

Desde la cárcel, Duvergier organizó la publicación de “Augustinus”, la magna obra de Jansenio, en 1640. El proyecto estaba prohibido por la Iglesia, que no consideraba oportuna la discusión pública de una materia que venía siendo objeto de discusión entre jesuitas y dominicos desde hacía tiempo y que los mismos especialistas romanos no habían sido capaces de transar definitivamente. Pero al director espiritual de Port-Royal no le importaba la obediencia, convencido como estaba de que la doctrina descubierta por su amigo servía para superar la aparente contradicción intelectual. De hecho, insistía en que ya Jansenio pensaba que su descubrimiento representaba al verdadero cristianismo, ajeno a la autoridad romana.

También en esta actitud levantisca contra Roma se aprecian similitudes con nuestra época. Hay un gen antirromano al norte de los Alpes que parece resurgir, de vez en cuando, a lo largo de la historia; como si los herederos de los bárbaros quisieran rememorar, a través de la religión, la decapitación del legado Varo en el bosque de Teutoburgo en tiempos de Octavio Augusto.

Dispuesto por tanto a desoír los reproches pontificios, los secuaces de Jansenio y Duvergier acudieron secretamente a las imprentas de Lovaina, primero, y luego de París y Ruan, en Normandía. Los jesuitas protestaron a Roma, pero los sesudos argumentos semi-protestantes fueron un gran éxito de lectura. Según su difusor, se trataba de la única interpretación fiel de san Agustín, aunque fuese contraria a la autoridad vaticana.

Auge y caída del Jansenismo (I)MR
Cristo en la posición característica del jansenismo

La nueva teología sobre la gracia santificante, que en síntesis consistía en pretender que sólo a algunos les es otorgada por Dios (contra la primera carta de san Pablo a Timoteo), tuvo su traducción práctica en la vida monástica; Duvergier ya había trasladado a Port-Royal un rigorismo extremo, propio de los cristianos auténticos.

Esta tesis de que sólo a algunos les es otorgada por Dios la gracia santificante se percibe todavía hoy en el comportamiento -a veces rayano en lo patológico- por parte de determinados clérigos y laicos del mundo francófono. Aquéllos que no son elegidos, que no son suficientemente puros, no han de ser bienvenidos en las sedicentes comunidades católicas, que por consiguiente han de rechazarlos. Esta deriva caprichosa comenzó con el francés Duvergier.

Dos sectas diferentes estaban especialmente satisfechas del nacimiento de esta tercera. De una parte, los protestantes de los Países Bajos tras su rebelión contra España, que veían un eficaz incordio para Madrid y la Compañía de Jesús. No en vano, el acrónimo “CORNELIUS JANSENIUS” podía transformarse espectacularmente en “CALVINUS SENSUS IN ORE”, el sentido de Calvino en la boca, inmejorable modo de propagar la fe reformada.

Por otro lado se alborozaban también los galicanos franceses; éstos venían defendiendo que las llaves de san Pedro no correspondían únicamente al papa, sino asimismo al colegio apostólico. Hoy vemos semejantes ecos en la famosa sinodalidad post-conciliar. En consecuencia con la postura galicana, los obispos de cada nación podían separarse de las posiciones de la sede petrina. ¿Les suena?

Y existe una visión sucesiva de la filfa galicana, en la que todos los sacerdotes de a pie, el clero “presbiteriano” como lo llamaba Jansenio, eran también depositarios de la gracia de estado pontifical. Hay una facción protestante, abundante en los Estados Unidos, que hoy porta aquel nombre; pero también el auge del término “Pueblo de Dios”, durante y después del segundo de los Concilios Vaticanos, trae lodos de aquellos barros. El galicanismo sería un potente aliado como binomio entre ambas sectas.

El padre Duvergier se creía con su jansenismo verdaderamente en posesión de la Verdad, hasta el punto de burlarse de san Vicente de Paul, tildándole de ignorante. En efecto, el abad de San Cirano y director espiritual de Port-Royal llegó a afirmar, de sí mismo, que no tenía “menos espíritu de príncipe que los mayores potentados del mundo”.

El 1 de agosto de 1641 se produjo el primer decreto de condena formal por parte de la Santa Sede contra el “Augustinus”, prohibiendo expresamente su lectura. No sería, ni mucho menos, el último de los escarmientos romanos a las tesis de Jansenio y Duvergier. Apenas medio año después, el 6 de marzo de 1642, el papa Urbano VIII publicó la bula “In eminenti”, en la que declaraba herético el jansenismo.

Cinco años pasó recluido en el castillo de Vincennes el segundo gran hombre de dicho movimiento, quedando liberado en 1643. Aunque había sido tratado con gran corrección por parte de los subalternos de Richelieu, la cárcel hizo de él un héroe. Tras la desaparición del temible valido de Luis XIII, su sucesor en el ministerio, el cardenal Mazarino, prefirió ser conciliador y aceptó su salida de prisión.

A los pocos meses fallecería, no obstante, el padre Duvergier. Con ello quedaba clausurada la primera etapa del jansenismo, que podemos llamar del nacimiento de esta herejía; como los lectores de Marchando Religión tendrán ocasión de leer, la secta sucedió con mucho a la muerte de sus dos fundadores.

(Continuará)

Miguel Toledano

Domingo tercero después de Pentecostés, 2021

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Author: Miguel Toledano
Miguel Toledano Lanza es natural de Toledo. Recibió su primera Comunión en el Colegio Nuestra Señora de las Maravillas y la Confirmación en ICADE. De cosmovisión carlista, está casado y es padre de una hija. Es abogado y economista de profesión. Ha desempeñado distintas funciones en el mundo jurídico y empresarial. Ha publicado más de cien artículos en Marchando Religión. Es fiel asistente a la Misa tradicional desde marzo de 2000. Actualmente reside en Bruselas. Es miembro fundador de la Unión de Juristas Católicos de Bélgica.