Nuestro compañero Miguel Toledano, refuerza los artículos de Christian Velásquez. Desde nuestra página y como bien hacen ellos, fomentaremos siempre el verdadero Catolicismo, el que practicaban nuestros padres.
«A vueltas con el fariseísmo tradicionalista»: Un artículo de Miguel Toledano
Por fortuna, desde septiembre a esta parte son muchas ya, y de gran calidad por lo que se refiere a mis colegas, las líneas dadas a la imprenta digital utilizando las ondas de esta página de internet. Entre las más certeras figuran habitualmente las de Christian Velásquez y de ellas, los dos respectivos artículos dedicados a un sucedáneo de la Tradición de la Iglesia, a saber, “Fariseísmo tradicionalista”, de 24 de enero de 2019, y “El escándalo del fariseísmo”, de 14 de febrero de este mismo año.
Si la semana pasada tratábamos de Santo Tomás, campeón indiscutible de nuestra doctrina tradicional y por tanto fuente de la humana alegría del conocimiento, hoy me parece igualmente importante fijarnos en una deformación patética de dicha Tradición, partiendo para ello de los dos ensayos citados, aunque esta labor resulte más ingrata pero al mismo tiempo también más cuaresmal.
Tengo entendido que ambos textos, de enero y febrero, no han sido recibidos con igual unanimidad de asentimiento por nuestros lectores. Vaya por delante, pues, en éste de marzo mi alineamiento con las tesis del autor, toda vez que como seguidamente demostraré, las características del fariseo tradicionalista -corrupción del cristiano fiel a la Tradición de la Iglesia- señaladas por el filósofo de Viña del Mar corresponden por diámetro a la ausencia práctica de las virtudes cristianas.
Evidentemente, dichas características no son exhaustivas, pues se puede caer en la ideología farisaica sin necesidad de cumplir todos y cada uno de los rasgos descritos por el profesor de la Universidad Católica de Valparaíso; pero, lógicamente también, hay grados de contaminación en el fariseísmo y más sectario cabe ser cuantos más requisitos se dén, pudiendo en casos constatarse todos ellos, como le ocurría a la pobre niña Regan MacNeil, por lo que se refiere a las manifestaciones de posesión demoníaca, en la famosa película de William Friedkin.
Comencemos por la Fe: en realidad, el fariseo tradicionalista no comparte la Fe cristiana.
Se presenta ante los demás como guardián de la Fe -“guarda la Fe”, dice Christian-, pero de hecho lo que guarda no es la Fe católica, sino más bien “una especie de catolicismo pacato, puritanismo religioso” que es un subproducto de la Fe. La religiosidad del fariseo tradicionalista se reduce a una piedad impostada, un apego “a ritos y fórmulas de oración que son la base mediante la cual se presentan ante los demás como personas religiosas y piadosas”. Mas esos ritos no proceden de una Fe auténtica y profunda, enseñada por la Iglesia desde siempre y con toda su riqueza espiritual, si resultan gestos vacíos a los que aquélla queda reducida. Permítanme una licencia personal: Gracias a nuestras abuelas, muchos de nosotros hemos recibido desde niños y mantenido, gracias a Dios, los dones de la oración, muy especialmente el Rosario, pero esto no constituye un término de comparación, una checklist de cumplimiento o un escalafón en el ejército católico; por más que el mundo hispánico cuente con bravos centuriones e innumerables cirineos. Otro ejemplo: Asistir a un retiro es una práctica muy saludable para el alma; sin embargo, resultaría penoso convertirlo en una condición para determinar la calidad del fiel. Yo me he encontrado con algún asistente a la Misa gregoriana para quien el tono en la gama de los verdes de la casulla del sacerdote no era “tradicional”; esto es ridículo y supone reducir la profundidad de los símbolos de la Liturgia a un simple gesto, como el de un mono que toca el platillo.
El fariseísmo tradicionalista aniquila igualmente la Esperanza de gran parte del rebaño cristiano.
Las vidas de los que no pertenecen a la secta farisaica “nunca podrán acceder a los premios eternos del cielo”, sentencia el profesor Velásquez. Quienes no siguen el tradicionalismo están perdidos; “perdidos y descarriados”, nos dice Christian. Puede incluso haber jóvenes, chicos que se reúnen en una fiesta, chicas en bañador, para quienes ya sea demasiado tarde. Se trata de personas vulgares, que no merecen pertenecer al selecto club de nuestra capillita; así, los robots del tradicionalismo de celofán vienen a juntarse al gnosticismo pagano, a la cábala y a las fraternidades iniciáticas de los rosacruces. Muy otro es el mensaje católico: “Cristo no vino a condenar, sino a salvar”; pro multis, expresa el sacerdote cada día en la Misa; Dios desea que muchos se salven, no sólo los pocos secuaces de los fariseos de turno. Por el contrario, éstos “aparecen como sepulcros blanqueados que no comen ni dejan comer, se privan de la salvación ni dejan que otros se salven”. Para los acólitos de la farsa, porque farsantes son quienes les encandilan, la salvación está circunscrita a nosotros, los que portamos esta etiqueta, como ha dicho Sonia Vázquez en otro magistral artículo al efecto publicado en Marchando Religión. La Tradición de la Iglesia queda así reducida a una etiqueta de pertenencia, peor que si fuera el carnet acreditativo de un socio del Real Madrid (al menos, el Real Madrid es una institución en cierto modo seria todavía).
Pero seguramente el rasgo que con más claridad distingue al fariseo tradicionalista es su falta de Caridad.
“Una doctrina sin caridad es una doctrina muerta”, dice el joven maestro de la cátedra católica porteña. En efecto, el fariseo tradicionalista se precia precisamente de la doctrina; mas, ¿cómo vamos a ser fieles a la Tradición de la Iglesia si no practicamos la virtud teologal de la Caridad? La lealtad al mensaje cristiano empieza con la Caridad; de nada sirven los encajes si no hay amor. El fariseo tradicionalista omite alérgico “palabras que transmitan el amor misericordioso de Dios”. ¡Escándalo!, brama, porque “para este tipo de personas todo es escandaloso, se escandalizan a cada rato de los demás”. ¡Fuera!, sentencia. ¡No eres bienvenido!, añade. Cálices barrocos, altares neogóticos, candelabros brillantes, todo palidece si no hay amor. Recuperar el tesoro de dos mil años de Evangelio es una Causa óptima y santa, pero las “dos señales del Cristianismo son la caridad y la misericordia”, como recuerda Christian. Si éstas escasean, hay, parafraseando al inolvidable tribuno Rafael Gambra Ciudad, mimetismo y no Tradición más que de nombre.
Entre las virtudes cardinales, la actitud del tradi-diminutivo con el que, de forma más o menos despectiva, suele conocerse al sectario tradicionalista- típicamente falta a la Prudencia. Efectivamente, la imprudencia de su comportamiento termina provocando que pocos católicos le sigan y que apenas gentiles se conviertan. El catolicismo universalista queda así limitado a un “pequeño mundo”, un club marginal; llegan muchas veces, dice el autor, a “aislarse del resto de la sociedad formando verdaderos ghettos”. Amistades excluidas, endogamia en el matrimonio, fijación por el homeschooling, exclusión de la medicina contemporánea, asemejan a veces a estos miembros de Tradilandia más a una comunidad amish de Pensilvania o al secretismo de las logias masónicas que a la proclamación urbi et orbi de la alegría del Evangelio. “Esa posición, en vez de convertir, aleja de la religión de Dios, a causa de las inconsecuencias en las que cae a rato el fariseo tradicionalista”. Sin darse cuenta, el sectario harta a casi todos con sus manías y sus contradicciones. Y si se tratase de los empeños de un loco, la cosa quedaría ahí; mas aquí jugamos con la salvación de las almas y esta conducta “priva a muchos pecadores de acercarse a la verdadera religión a causa del mal ejemplo que algunos dan al presentarse como católicos impecables”. Luego la responsabilidad del sedicente católico que cae en esta deriva es grave, gravísima si se trata de un sacerdote, pues en lugar de acercar las almas al Cielo quizás logremos alejarlas para siempre del mensaje redentor de Cristo. “Sus malas obras los desacreditan”; pero, para algunos miembros del pueblo de Dios, también la Iglesia puede quedar dramáticamente desacreditada en el camino. La intolerancia del fariseo contrasta con el olvido voluntario de todos sus pecados “que comete en la oscuridad de la noche cuando nadie los juzga ni nadie los ve”. He conocido recientemente un caso, extremo por lo disparatado y que por decoro no puede detallarse más aquí, en el que se daba práctica aplicación a la categoría nocturna descrita por Christian, esto es, el mismo eclesiástico que señala con dedo acusador “se guarda de manifestar sus pestilentes pecados ante los demás”.
“La doctrina católica clama siempre justicia”, recuerda el Prof. Velásquez. Mas el fariseo tradicionalista es a menudo arbitrario, como lo era Enrique Himmler cuando sostenía que judíos son aquéllos que nosotros determinamos que lo son. Al modo de los talibanes islámicos, el fariseo tradicionalista exculpará lo que haga falta -lo que haga falta- en orden a lo que él determina un bien mayor, sea su propio interés, el de su secta, el de su ideología, el de su prestigio o… el de su dinero. Además de injusticia, incurre aquí el fariseo en contradicción, pues no tendrá reparo, como es de razón, en evitar el recurso al mal menor, pero por otro lado elegirá éste, sin mayor problema, cuando le interese: Si es preciso mentir, se miente; si es preciso cambiar, se cambia; si es preciso defraudar al fisco, se defrauda; si es preciso matar, se mata. La Justicia será, incluso, percibida como algo izquierdoso, peligroso para la supervivencia y crecimiento de su secta; en su lugar, adoptará a menudo una ideología conservadora e incluso neocapitalista, como si ello correspondiese a la doctrina católica que no estudió, al menos no con aprovechamiento, en el seminario. Entre otras muchas cosas, habrá olvidado aquella lección de Santo Tomás de Aquino cuando nos explicaba el sentido de la Pasión de Nuestro Señor: con la autoridad divina que le correspondía, ordenó a sus seguidores mantenerse en la pobreza; las razones del Aquinate es preciso recordar si se quiere ser fiel a la Tradición, no sólo cuando interesa a la pose o a nuestro bolsillo.
Revelando nuevamente contradicción, el fariseo tradicionalista cae a su vez en el extremo opuesto de la excesiva judicialización.
Estos “adalides de la tradición”, como dice el profesor chileno con sorna, juzgan “a quien se les cruza por el camino, determinando a título personal quién es santo y quién es pecador”. Su manera de actuar, naturalmente, procede de la soberbia, porque “es más fácil juzgar a otros que juzgarse a sí mismos”, siguiendo siempre al autor de los dos artículos comentados. Esta estrategia es una forma de intimidación, opuesta a la virtud de la Fortaleza, la cual implica nuestra confianza en la providencia divina y mansedumbre en el trato al prójimo. El gurú tradicionalista necesita revestirse de títulos o de colores eclesiásticos a cual más caprichoso, no para dar gloria a Dios, sino para situarse por encima de lo que le corresponde. Con el ejercicio obsesivo de su potestad ejecutiva no consigue ganar el corazón de la grey, minando por el contrario su propia autoridad moral y haciendo peligrar ante los hombres la de Aquél a quien representa putativamente. El orden que pretende imponer no es la maravillosa armonía ideada por Dios para su Creación, que debemos contribuir a restaurar cada día, sino un artefacto dotado de una jerarquía artificial que teme en cualquier momento el estallido de una conspiración paranoica. Justifica su abuso de poder con la amenaza larvada de una revolución permanente; busca conservar las normas de la burguesía liberal, no construir el orden social en el que estrictamente no cree, poseedor como es de una ignorancia supina de la metafísica católica y de la representación política. Confunde la ciudad cristiana con la Monarquía absoluta, los cuerpos intermedios con los zapatos de hebilla, la dignidad con la afectación. Fuerte con el débil y débil con el fuerte, el fariseo tradicionalista a veces disimulará; y simulará obediencia a la autoridad competente mientras ésta escuche y vea, pero no más. Como dice bien el escolar a quien estamos siguiendo en esta ocasión, “conserva algún tipo de disciplina eclesiástica”: Si aparece el Ordinario del lugar, más vale cambiar la sotana por el clériman que sólo en privado se tacha de protestantizante, pero para mostrar el poder del chamán sobre sus adeptos sirve un traje talar de quita y pon.
Finalmente, ¿quid de la Templanza? Veamos los términos que propina el fariseo tradicionalista a quienes no le siguen: “sucios, cochinos, miserables, pecadores, malditos, herejes, oprobiosos”. Estas lindezas en el trato al prójimo contrastan con la concepción de sí mismos, “santos por antonomasia, perfectos y casi impecables”. El fariseo “vocifera” y vociferando desvirtúa con sus actos el mensaje evangélico, que se torna formal, frío, odioso y hasta absurdo. “Es muy fácil posarse desde el pedestal de nuestra propia persona, siendo complaciente con nosotros mismos y drástico con todos los demás”; el pedestal le es conveniente, el tono drástico imprescindible; la temperanza no existe, relegada al desván de los tiempos preconciliares que dice añorar. La agresividad domina en el talante; los modales son desiguales, porque no hay nobleza de corazón sino sólo de arribismo hacia el elenco de las Grandezas y de las condecoraciones. El cristiano fiel a la Tradición es transparente, actúa de cara, no tiene nada que ocultar, defiende lo que cree y es respetado por ello; el fariseo tradicionalista espía, actúa secretamente, finge en su mediocridad, calcula las conveniencias, controla apenas sus complejos que le hacen estallar, sospecha de todos y acaba sólo o casi, amado de nadie, respetado de nadie y, lo que posiblemente más le perturbe, temido de nadie. Tanto aspaviento para tanta esterilidad. Tanto hábito para tan poco monje.
En conclusión, el perfil descrito por el Prof. Velásquez se aleja de forma impresionante de las virtudes propias del cristiano; luego, sólo por apariencia cabe ver ahí fidelidad verdadera a la Tradición de la Iglesia; ergo es apropiado hablar, en ese caso, de fariseísmo tradicionalista, q.e.d.
Este artículo está dedicado a mi esposa, Ana Andrés Barahona, y a mi hija de dieciocho años, Ana Toledano Andrés, que participan con la gran familia de Marchando Religión de la devoción por el Sacramento. PlebsTualaetabitur in Te.
Miguel Toledano Lanza
Tercer Domingo de Cuaresma
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