Esta semana Gilmar, nos trae nuevamente a Pereda y hoy nos propone su obra la Montálvez y el personaje de Verónica. En esta novela Pereda nos enseña que la imagen de nuestra conciencia puede tomar carne en una persona que amamos
«La Montálvez», un artículo de Gilmar Siqueira
La vista del polvo.
“¡Que engaños tan enormes los de la vista humana cuando no se levanta del polvo de la tierra!”.
José María de Pereda
Dijo Maurice Baring en más de una ocasión que hay acontecimientos en nuestras vidas tan raros que si un novelista decidiera contarlos en sus obras sus lectores no lo creerían. Y bien sabemos, el lector y yo, que eso es verdad. También algo rara, si se me permite la ligereza, es la tragedia de Verónica, la Marquesa de Montálvez, narrada por José María de Pereda en su novela La Montálvez. Nacida de un casamiento entre un marqués y una mujer muy rica pero no del mismo linaje que su marido, la niña Verónica no fue amada por sus padres, quienes esperaban un varón que heredase los títulos.
Con esto y todo, Verónica tenía una personalidad especial que, mejor cultivada, daría también mejores frutos. Algunos años después de su nacimiento sus padres tuvieron el hijo tan deseado; pero el pobre era enfermizo y murió cuando Verónica contaba más o menos 18 años y ya había regresado del colegio francés al que la habían mandado para presentarla en sociedad. Pues resulta que entonces, siendo hija única, su madre le dio algo más de atención: no es que la amara entonces, sino que la veía bonita y quería darle el mismo destino que tuvo ella, es decir, la única posibilidad de vida que conocía. Verónica hasta se enamoró de un hombre, Pepe Guzmán, pero como toda la gente que vivía alrededor de ella también él creía que el casamiento era la “muerte” del amor. Así que, a instancias de su madre y tras la muerte del marqués, se casó Verónica con un rico banquero. Mientras tanto Pepe Guzmán seguía siendo su “amigo” y, algunos meses después de la boda, vino al mundo una niña que no era hija del banquero. Se llamaba Luz.
Hay que decir que Verónica, a su manera, aborrecía la vida que le había tocado vivir.
El narrador de la novela dijo que, para contar la historia de La Montálvez, se basaba en los Apuntes que ella había dejado; apuntes algo desapasionados pero sinceros al fin y al cabo. Conocía toda la extensión de su miseria y la despreciaba, a la vez que sabía que sus inclinaciones la llevaban a vivir así. Pero, con el nacimiento de Luz, algo cambió:
Desde que la vio en el mundo, desde que la tuvo en sus brazos, su primer pensamiento fue el que asaltaría a un infeliz menesteroso metido hasta la cintura en una charca infecta, y a quien le cayera de pronto entre las manos el pan de toda su vida, en un tesoro envuelto en armiños: “Señor, ¿en dónde pondré yo esto para que ni se corrompa ni se me manche?”
Entonces empezó la lucha de Verónica para no dejar que el fango en que vivía ella manchara a su preciosa Luz. Hay que decir que le salió bien su intento durante muchos años y que, además de amor, le dio a la niña una educación que, a la vez que la protegía, la hacía madurar de modo a aborrecer una vida como la que llevaban a su alrededor. Claro que por entonces ella no imaginaba que su misma madre vivía todavía como antes (ya “libre” por la viudez). Porque hay que decir, como confesó la misma Verónica, que, lejos de su hija, dio rienda suelta a sus peores inclinaciones. No lo digo aquí para condenarla, antes más bien digo que el recuerdo de su hija le traía siempre remordimientos.
En esta novela Pereda nos enseña que la imagen de nuestra conciencia puede tomar carne en una persona que amamos.
Tales son los lazos que nos ligan a los seres amados que, si nos hacemos daño, también lo hacemos a ellos; y al mismo tiempo nos duele cuando vemos que caminan ellos por un sendero sin regreso. Como no hay tal cosa como un individuo abstracto e aislado de todo y de todos, la vida que seguía viviendo Verónica en algún momento dañaría a su bella Luz. Y así sucedió ironicamente después de Verónica haber abandonado al mundo que la divertía, pero no la llenaba. No diré cuando ni como llegaron al conocimiento de Luz detalles de la vida de su madre – y de la suya propia – que la horrizaron; dejaré que el lector los descubra en las páginas de Pereda, y que así también pueda descubrir a Luz. Pero estamparé aquí dos escenas que quizás nos impidan de juzgar a Verónica con demasiada dureza.
La primera es cuando ella está delante de Luz, mientras que la pobre muchacha le preguntaba si todo aquello que se decía era verdad:
Un ciego impulso de mi amor de madre me arrastró hacia Luz con los brazos extendidos; pero otro impulso más fuerte de la conciencia me detuvo allí… No me atrevía a abrazarla, porque abrazarla era poner en contacto su inmaculada pureza con las escorias inmundas que imaginaba ver yo salir a borbotones de mi pecho.
Verá el lector que tenga la curiosidad de leer La Montálvez que Verónica es siempre sincera y muchas veces impiedosa consigo misma. En estas pocas líneas que acabamos de citar podemos percibir cómo en realidad se veía ella ante su hija: como una mujer inmunda. También en esta escena se percibe la tortura de la culpa, la que hace que nos creamos indignos del perdón. Pero el amor de madre hacía con que Verónica necesitase el perdón de su hija, y así la vemos recibir un frió beso de Luz algunas páginas más adelante:
Pero así y todo, me pareció aquel beso un regalo celestial; hízome la impresión de un rocío benéfico en la sequedad de mis amarguras; y dejándome llevar de los impulsos del corazón, tomé la cara de Luz entre mis manos y se la cubrí de besos y de lágrimas. No pensé ya en que pudiera mancharla el rastro de mis liviandades. El llanto de mis remordimientos lo lavaría todo; y, además, yo necesitaba aquello para vivir.
No se creía digna, pero necesitaba. En estas dos escenas, lector, tenemos delante de nosotros los rasgos más profundos de la personalidad de Verónica y la diferencia entre la culpa que tortura sin esperanza y el arrepentimiento del que se humilla a pesar de su indignidad. Y no diré concretamente en qué consistió la tragedia de La Montálvez ni qué pasó tras haber recibido el perdón de su hija. Quedémonos, de momento, con las últimas palabras de sus propios Apuntes:
A ese fin [arrastrar a la cruz] y obra son los impulsos de un alma atormentada y contrita estos apuntes que escribo para lanzarlos al mundo. No creería nunca bastante barrida de gusanos la conciencia, sin entregar los escándalos de mi vida a la abominación de todas las mujeres honradas.
Porque la culpable Verónica, como el Stavroguin de Dostoyevski delante del Obispo Tíjon, necesitaba también la humillación del escupitajo ajeno sobre su ya magullada conciencia. Yo no sé qué pensará el lector, especialmente después de conocer a Verónica por las páginas del maestro Pereda, pero me acuerdo de la frase que Julien Green puso en la boca de su personaje Wilfrid: yo tendría que ser un santo para juzgar, pero los santos no juzgan. Con esto quiero decir que, delante de una tragedia, solo cabe el silencio.
Gilmar Siqueira
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