El iconoclasta de la liturgia (IV). Los ornamentos Litúrgicos-MR

El iconoclasta de la liturgia (IV). Los ornamentos Litúrgicos

El número anterior de esta serie revisó la degradación del altar sacrificial en mesa pseudo-protestante. Igual tendencia de devastación litúrgica -por utilizar la conocida expresión de Benedicto XVI- se observa, desde la reforma que siguió al Concilio Vaticano II, en relación con los ornamentos que usan los ministros de la Iglesia en sus actos celebratorios.

Si verdaderamente animaba en los modernistas conciliares un ánimo de volver a los principios del cristianismo, no se entiende la eliminación y/o metamorfosis de los vestidos católicos, que nunca habían dejado de inspirarse en la belleza y nobleza de los hombres de Grecia y Roma, con el fin de dedicar a Dios -superado el error del politeísmo- el mayor esplendor permitido, en cada caso, por las circunstancias.

En su carta encíclica sobre la sagrada liturgia Mediator Dei, de 1947, el venerable papa Pío XII había afirmado que “los ornamentos se encaminan a que la majestad del altísimo sacrificio de la Misa sea exaltada, y a que las mentes de los fieles, por medio de dichos signos externos de religión y de piedad, se muevan a la contemplación de los altísimos misterios que se esconden en dicho sacrificio” (número 124).

Ante el silencio de los documentos conciliares sobre los ornamentos, la Instrucción General del Misal Romano, publicada en la Pascua de 1969, mantuvo la necesidad de conservar la belleza y la nobleza de las vestiduras. Sin embargo, precisó que tal belleza y nobleza no ha de buscarse “en la abundancia de los adornos sobreañadidos” sino en el material que se emplea y en su forma. Es decir, que tras el Concilio Vaticano II, se supone que los materiales de los ornamentos y su forma deberían ser bellos y nobles, lo que a menudo no ocurre en nuestros días.

Por otra parte, no se entiende por qué los adornos no han de ser abundantes o por qué ello no ha de expresar belleza o nobleza. ¿Alguien piensa no ser bellos o nobles los adornos, sin duda sobreabundantes, de las vestimentas de una Esperanza Macarena sevillana, o en general de las cofradías de nuestra Semana Santa, o de las celebraciones del Corpus Christi en Toledo?

La Iglesia y sus fieles, a diferencia de puritanos y calvinistas, han sobreañadido tradicionalmente sus adornos, para expresar místicamente y encarnar la devoción hacia las verdades de la Fe, sin menoscabo de la gravedad de ésta. No cabe mayor belleza ni mayor nobleza que la dirigida de forma explícita al esplendor de las virtudes cristianas.

Por otra parte, es de lamentar que el número 343 de la Instrucción General permitiera, para la confección de las vestiduras sagradas, “fibras naturales propias de cada lugar, y además algunas fibras artificiales que sean conformes con la dignidad de la acción sagrada y de la persona”, previa conformidad de las conferencias episcopales.

Se observa aquí una contradicción interna de la propia Instrucción. ¿No habíamos quedado en que la belleza y nobleza de los ornamentos había que buscarla en el material que se emplea? Entonces, ¿cómo se justifica que se empleen fibras naturales de menor nobleza o belleza que las tradicionales y hasta fibras artificiales? ¿Acaso las fibras naturales tradicionales no están disponibles en todo lugar, en nuestro mundo globalizado? ¿Y qué decir de la plebeyez y fealdad de las artificiales?

Pasando ya de las consideraciones generales a las particulares, el lector de Marchando Religión ha de saber que ocho eran los ornamentos tradicionales: amito, alba, cíngulo, manípulo, estola, casulla, dalmática y capa pluvial. Por el contrario, tras la Instrucción General del Misal Romano, quedan generalmente reducidos a cinco, pues habitualmente se prescinde de manípulo, amito y cíngulo.

Vamos a empezar por el que más explícitamente fue suprimido, el manípulo. La instrucción Tres Abhinc Annos, de 1967, ya había preparado el terreno para su eliminación dos años antes de la Instrucción General, afirmando en su número 25 que no era obligatorio. Así, de forma progresiva, el camino se allanaba para, directamente, silenciar completamente su existencia secular en la triste Instrucción General de 1969.

Es una pena, porque el manípulo, que portaba el sacerdote en el antebrazo izquierdo, hacía presentes las ataduras por las inocentes muñecas de Nuestro Señor, al ser azotado durante la Pasión – el centro de nuestra Fe.

Místicamente, de acuerdo con las enseñanzas de la Santa Madre Iglesia, también recordaba las obras buenas, en imitación de las de Cristo a lo largo de Su vida y que iban a conducirle al Calvario, culmen de todas ellas y que se repite en cada Misa, cuando quien actúa en la persona del Hijo de Dios renueva el supremo sacrificio portando el manípulo.

Para los amantes del origen primitivo del ornamento, se trataba de un trozo de lienzo o pañuelo que llevaban los cónsules y que agitaban en el aire para señalar el principio o fin de algún acto, así como para enjugar el sudor y las lágrimas.

Precisamente al principio de la Misa besaba el sacerdote la Cruz situada en el centro del manípulo, pronunciando la siguiente oración: “Merezca llevar el manípulo de las lágrimas y el dolor, para recibir exultante la recompensa del trabajo”.

La portación del manípulo para secar sudor y lágrimas manifiesta el llanto y trabajo de la vida presente, al cual le está prometida la alegre recompensa de la visión beatifica de Dios. Todo ello desapareció, en la mayor parte de las celebraciones litúrgicas de la Iglesia, con Tres Abhinc Annos y con la Instrucción General del Misal Romano de 1969.

En cuanto al amito, representaba el yelmo que protege al soldado de Cristo contra las acometidas del diablo. A ello se refería el sacerdote cuando, antes de comenzar la celebración, lo ponía sobre su cabeza y pedía al Señor que impusiera sobre ella “el casco de la salvación para expulsar los ataques diabólicos”. Eliminada tal oración, el sacerdote queda expuesto a las terribles acometidas del príncipe del mal.

Antiguamente, el amito era una pieza de tela, a guisa de bufanda, con que hombres y mujeres cubrían el cuello por razones de higiene y de salud, ampliada por la religión cristiana a la higiene y a la salud espiritual. Por eso también enseñaba la Iglesia tradicional que el amito significaba la conveniencia de que el ministro del altar fuese parco y comedido en palabras, como es propio del silencio tan característico de la Misa tridentina. Pero esa parquedad y comedimiento puede predicarse, por extensión, a los fieles, de tal manera que se centren principalmente en la adoración de Dios y, en general, en la evitación de los pecados que un exceso de charlatanería lleva aparejados, empezando por el orgullo y la mentira.

La Instrucción General propiamente no lo defenestra, pero reduce su empleo a los casos en los que el alba no cubre el vestido común alrededor del cuello, con lo que en la práctica determina su caída en desuso, como reconoce la Enciclopedia Católica.

Hasta esta incomprensible decisión por Pablo VI y sus sucesores, el amito católico ha sido una pieza que se ata en torno al cuello y descansa sobre los hombros y la espalda del celebrante. Al asociarse los fieles al mismo, místicamente nos inspiraba para la defensa contra los enemigos de nuestras almas.

En el centro del amito se encontraba, como en el manípulo, la Cruz. En una entrega anterior de esta serie ya hemos comentado la alergia que, al parecer, produce el símbolo del cristiano a los promotores de la reforma litúrgica y su dispensación con cuentagotas a los pobres fieles que no son conscientes de las innumerables carencias de dicha reforma. La Cruz en el centro del amito también lo relacionaba con el lienzo que cubrió el rostro de Jesús durante su Pasión, besado por todos los sacerdotes del orbe católico hasta que este ornamento fue arrumbado por los bárbaros reformadores.

Finalmente, el cíngulo queda oculto por el abandono de las casullas tridentinas o planetas e incluso de las góticas en pro de piezas de tela de gran holgura, con una simple abertura en el centro, que cubren todo el cuerpo encima del alba, consideradas propias de un mayor primitivismo.

El cíngulo es símbolo de la castidad que refrena los desórdenes de la carne. La autorización formal de prescindir de él, que instaura la Instrucción General, está por consiguiente acorde con el permisivismo sexual de nuestro tiempo.

En la Misa tradicional, el sacerdote se reviste con el cíngulo obligatoriamente y pronuncia la siguiente oración: “Ceñidme con el cíngulo de la fe y mi abdomen con el poder de la castidad y extinguid su disposición a la lujuria, para que siempre permanezca en mí el vigor de la completa castidad”.

Al poder ser de idéntico color que la casulla, permitía reforzar la referencia al tiempo litúrgico. Asimismo, se vinculaba a la Pasión de Nuestro Señor, por asociación a las cuerdas con que fue atado en el huerto. Por el contrario, su desprecio puede asimilarse a los problemas que en las ultimas décadas asolan a la Iglesia como consecuencia de los extendidos casos de homosexualidad y deshonestidad entre el clero.

Miguel Toledano

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Author: Miguel Toledano
Miguel Toledano Lanza es natural de Toledo. Recibió su primera Comunión en el Colegio Nuestra Señora de las Maravillas y la Confirmación en ICADE. De cosmovisión carlista, está casado y es padre de una hija. Es abogado y economista de profesión. Ha desempeñado distintas funciones en el mundo jurídico y empresarial. Ha publicado más de cien artículos en Marchando Religión. Es fiel asistente a la Misa tradicional desde marzo de 2000. Actualmente reside en Bruselas. Es miembro fundador de la Unión de Juristas Católicos de Bélgica.