Las mujeres y su función en la Santa Misa-MR

¿Por qué las mujeres no pueden tomar parte en las funciones propiamente sacerdotales de la santa Misa?

Desde los inicios mismos de la Iglesia, el sacerdocio ha sido conferido, como encargo y función, exclusivamente a los varones. Y esta tradición ininterrumpida, vigente tanto en las iglesias ortodoxas de oriente como en la Iglesia latina de occidente, ha sido siempre defendida como algo esencial, hasta el punto de que el sacerdocio femenino fue descartado por la enseñanza de Juan Pablo II en tales términos que se considera que su pronunciamiento al respecto tiene tanto el carácter de definitivo como de propiamente infalible.

Esta tradición jamás ha significado un menosprecio, en absolutamente ningún sentido, de la mujer en la Iglesia. Para comprobarlo basta ver el estatuto de que en la Iglesia goza la Virgen María, Madre de Dios: ella es considerada la más perfecta de todas las creaturas, ya sea espirituales (los ángeles) como materiales, y está puesta por encima de todas ellas: ella está más arriba que toda la creación entera, de modo que algunos teólogos han podido decir que la Virgen roza, como no lo hace ninguna otra creatura, los límites de lo infinito. La veneración que se le ha tributado siempre es, por consiguiente, de un tipo diferente y superior a la que se tributa a cualquier otro ser, humano o angélico, y se denomina “hiperdulía”, “hiper veneración”. Nada de esto sería posible si el cristianismo considerara a la mujer como algo inferior, al modo como lo hace, por ejemplo, el islam.

Lo anterior bastó, durante veinte siglos, para desechar por improcedentes las críticas que se pudieron haber hecho a la reserva del sacerdocio a los varones (ni siquiera la Virgen santísima, con ser quien es, fue sacerdote ni podría serlo). Pero en el mundo contemporáneo, con su inédita revolución sexual, los conceptos claros han terminado profundamente confundidos, y se plantea por muchos, incluídos muchos cristianos (protestantes y aun católicos), que el “negar el sacerdocio” a las mujeres es una intolerable e injustificada discriminación que debe ser urgente y radicalmente corregida. Además, argumentan algunos, la reserva del sacerdocio a los varones corresponde a la cultura del mundo en que surgió históricamente la Iglesia, ese mundo judeo-greco-romano en que se consideraba a las mujeres como seres inferiores, destinadas a estar sometidas al hombre, como se puede comprobar con el estudio del derecho romano, por ejemplo. Por lo tanto, continúa el planeamiento, ahora que la cultura moderna ha liberado a las mujeres de concepciones tan primitivas y atrasadas, no debiera existir obstáculo para el sacerdocio femenino: los obstáculos culturales, que son los únicos obstáculos concebibles, han desaparecido.

Pero los partidarios del sacerdocio femenino esgrimen también otros argumentos, que tienen fundamentos en la concepción misma de lo que es el ser humano y su sexualidad. En efecto, hoy muchos modernos piensan que la diferenciación sexual en la especie humana es resultado de simples prejuicios culturales que todavía subsisten, anacrónicamente, a pesar de los avances del feminismo radical: todo depende de cómo se cría socialmente al varón y a la mujer, de los papeles que la sociedad les atribuye; la biología no tiene aquí nada que ver: el sexo no es biológico, sino que es cultural. Para aclarar esto, diferencian el “sexo” (biológico, no importante) y el “género” (cultural, resultado de la obra humana, y decisivamente importante). La descristianización del mundo actual, por otra parte, hace que pierda toda importancia el designio de Dios Creador sobre el ser humano: el que El los haya creado “varón y mujer”, no es más que un concepto cultural del pueblo judío; esa afirmación bíblica no tiene apoyo alguno en la realidad que permita fundamentar la diferenciación entre varón y hembra.

En esta respuesta saldremos al paso de los partidarios del sacerdocio femenino echando mano de una argumentación racional y con fundamento en la antropología. Para ello usaremos algunas ideas de Ignacio Falgueras, escritor español, que ha abordado el tema.

Plantea Falgueras que “La distinción hombre-mujer no es una distinción esencial dentro del orden de lo humano, pero tampoco es una mera diferencia biológica, es decir, restringida a un área parcial de nuestro ser que no afecta a lo propiamente humano del hombre: todo cuanto hacemos los seres humanos está afectado por dicha distinción de una u otra manera. Por ello, si se quiere hablar con exactitud, ha de afirmarse que la distinción hombre-mujer es una propiedad de la naturaleza humana que deriva de su condición biológica, pero que impregna todo lo humano, y tiene un sentido humano”.

Ahora bien, aunque la distinción no es esencial, sí es funcional: en esencia, varón y mujer son, ambos, personas y, en cuanto tales, iguales en dignidad, derechos y deberes. Pero la función de cada uno en el vivir humano y en lo primero y fundamental que ello conlleva, es decir, el habitar el mundo, es esencialmente diferente. En otros términos, ser humanos es algo que comparten absolutamente y del mismo modo el varón y la mujer; pero, en lo que se refiere al modo cómo el ser humano habita el mundo y lo “humaniza”, la función de uno y otra son diferentes, no equivalentes ni intercambiables. Y esto introduce en los planteamientos vulgarmente feministas que hoy corren una distinción fundamental, cuyo desconocimiento por ellos embrolla inextricablemente el tema: desde el punto de vista de su esencia como personas, varón y mujer son iguales; desde el punto de vista de su función en la existencia humana, son diferentes. Y esta diferencia está preñadísima de consecuencias.

Falgueras lleva a cabo su análisis remitiéndose a ciertos hechos incontrovertibles. El primero es que el ser humano no habita el mundo como lo hace el animal, que se guarece en el hábitat y se somete y adapta a él. “La ley de la vida meramente biológica es la adaptación”: adaptación genética y morfológica, como se advierte en ciertas especies, como el oso hormiguero, que es un caso clarísimo, aunque la misma adaptación, en diversos grados, se da en todos los demás animales.

El hombre, en cambio, no vive así: él es capaz, al revés de los animales, de adaptar el entorno o medioambiente a sí mismo y a sus necesidades en una gran medida. Por ello domina el mundo físico y es su dueño y señor, dentro de los límites que la propia naturaleza de éste señala: “… a la especial relación que guarda el hombre con el mundo lo llamo habitación. Habitar en el mundo quiere decir: tener el mundo a disposición como medio para los propios fines”. Ahora bien, esta falta de adaptación genética al entorno, propia de la especie humana, significa “que el mundo no es de suyo habitable para el hombre y que, por tanto, antes de habitarlo ha de ser hecho habitable” por él.

Esta diferencia entre el hombre y los animales “permite discernir dos dimensiones en la operatividad humana: hacer habitable el mundo y someterlo”, y esta distinción es el eje del planteamiento que hace Falgueras.

En efecto, el trabajo humano, la acción humana en el mundo tiene dos funciones: primero, someter el mundo y, una vez sometido, hacerlo habitable. Someter es una acción directamente dominante; hacerlo habitable es sólo indirectamente dominante. Someter y morar en el mundo; guardarlo (protegerlo) y cultivarlo; hacerlo habitable y perfeccionarlo: estos son los fines que integran el habitar humano en el mundo.

Habiendo expuesto lo anterior en forma muy sumaria, ya podemos avanzar en el tema. En efecto, “la función moradora y de guarda corresponde a lo femenino, mientras que la función de sometimiento y cultivo corresponde a lo masculino del ser humano. En otras palabras: lo femenino es hacer habitable el mundo; lo masculino, someterlo”. O sea, podríamos decir que el hombre, en la tarea necesaria para que el ser humano pueda morar en el mundo, construye la obra gruesa, echando mano para ello de la tecnología y la organización del esfuerzo común, y la mujer hace que esa obra gruesa sea cálida y habitable, la hace hogar, dándole la cualidad propiamente humana que la mera obra gruesa no tiene (los ingleses dicen “home is where mother is”; al cabo, el seno materno es la primera morada o habitáculo para el ser humano; la biología prueba tener, en todo esto, una fundamental importancia).

Lo que hemos planteado hasta aquí es importante para comprender que la diferencia entre varón y mujer, o entre lo masculino (predominante en el varón) y lo femenino (predominante en la mujer), no es un mero “constructo cultural” y, por tanto, histórico y relativo a tiempos y lugares. Existe, sí, una diferencia clarísima, pero no en lo esencial, sino en lo funcional. Hay igualdad en la esencia, pero no en la función. Y dejar esto firmemente establecido es absolutamente necesario, frente a ese confuso aluvión “igualitarista” que parece resumir el movimiento entero de la ideología contemporánea de Occidente.

Con lo dicho, podemos ahora explorar un poco más tanto la diferencia biológica, a la que el mundo moderno quiere despojar de toda importancia, como el simbolismo profundo que a ella va intrínsecamente asociado.

Porque, en efecto, como hemos visto, hay en la función masculina un modo de vincularse con el mundo que evidencia una actividad más agresiva y directamente “dominante”: lo propio de ella es someter el mundo, vencer los obstáculos de geografía, de clima, etc., poniendo en movimiento medios, maquinarias, instrumentos y organizaciones. En cambio, en la función femenina advertimos una actitud cuantitativa y cualitativamente menos agresiva, que más que acometer con vistas al sometimiento, atrae y acoge.

Se puede relacionar esto con el nivel biológico que, en el ser humano, no es jamás puramente tal, es decir, puramente animal, sino que está íntimamente humanizado. Así, la función masculina en la reproducción de la especie tiene un carácter eminentemente activo: el hombre da el principio fecundante (el espermatozoide); la mujer lo recibe (específicamente en el óvulo). La fecundación es resultado de la lucha de lo masculino por llegar a lo femenino y cumplir su función. La mujer, en este sentido, como es claro, no fecunda sino que es fecundada: el espermatozoide emprende un viaje; el óvulo permanece en su lugar y lo recibe. El hombre engendra (da); la mujer concibe (recibe).

No hay necesidad de entrar en más detalles y derivaciones para comprender que, de por sí, el varón “simboliza” el principio activo en la realidad humana, y la mujer, el “pasivo”, sin que ninguno de ellos sea superior al otro sino, por el contrario, complementarios. Este simbolismo es la clave de toda la discusión que nos interesa.

Porque, si extendemos a la órbita religiosa estos simbolismos que penden de la división sexual (funcional) en el ser humano, lo cual es posible porque el sexo está humanizado y la humanidad, sexualizada, podemos entender que es el varón el que puede de modo propio simbolizar a Dios, quien como Creador y Redentor es siempre Activo en relación con una humanidad caída y debilitada, incapaz por sí misma de remontar al lugar desde el cual cayó, en tanto que la mujer de por sí simboliza a la humanidad sobre la cual Dios actúa de un modo activo e indispensable.

Esta idea es absolutamente esencial en el cristianismo. Dios crea, la humanidad es creada; Dios salva, la humanidad es salvada; Dios es el novio, la humanidad, la novia; Cristo es el esposo, la Iglesia, la esposa.

Sin duda existen religiones en que se carece de estas nociones y que conciben, en cambio, una “divinidad femenina”, una “diosa madre”. Pero, para nuestros efectos, que no son entrar en un análisis comparado de las religiones, ellas simplemente no son cristianismo: es imposible entender éste sino del modo como ya hemos dicho; no es que si creyera en Dios como una “Ella” el cristianismo dejaría de ser religión, sino que dejaría de ser cristianismo. Es imposible pensar que es cristiana una oración como “Madre nuestra, que estás en los cielos, santificado sea tu nombre”, etc. Es inconcebible imaginar a la Iglesia como el novio que engendra y a Dios como la novia que concibe, a la humanidad como quien activamente redime y a Dios como quien es pasivamente redimido. Nada de ello tendría sentido alguno para un cristiano.

Podemos concluír, de este modo, que la imposibilidad de que la mujer tenga en la liturgia de la Iglesia el papel sacerdotal, que prolonga en el tiempo la capitalidad, la función de ser cabeza, de Cristo, Varón y Dios. No puede tener ese papel sacerdotal ni en plenitud ni en alguna forma derivada, como la de lectora, o acólita, o “ministra de la comunión”, etc., porque tales formas derivadas están íntimamente asociadas al sacerdocio. Si la mujer no puede en absoluto ser sacerdote, no puede ser tampoco “un poco sacerdote”, porque no se puede ser “un poco varón” o “un poco mujer” en el orden del simbolismo que estamos analizando.

Así, pues, la exclusión de las mujeres del sacerdocio es algo que surge no solamente de una Tradición supuestamente periclitada –y, además, antojadiza o “culturalmente relativa”- ni surge tampoco del rechazo a “asumir los cambios” propios del mundo contemporáneo, sino de una profunda, de una esencial diferenciación de funciones que opera en lo más íntimo del ser humano, independientemente de épocas, lugares o culturas, y que posee un claro y profundo aspecto simbólico. Además, como se sabe, no es menos digna como ser humano la mujer por cumplir la función de hacer habitable el mundo que le corresponde en la “división humana del trabajo”, ni el hombre es más digno por asumir la que a él le cabe de someterlo. Es simplemente que, primero, estas funciones son esencialmente diferentes; segundo, no son prescindibles ni secundarias o triviales y, tercero, no son en absoluto intercambiables, por lo que su simbolismo tampoco lo es. Y tampoco es menos digna la mujer en la Iglesia por no poder ser sacerdote, de lo cual el ejemplo más impactante es, como decíamos, el de la Santísima Virgen: no quita nada a su suprema dignidad el no poder ser sacerdote por ser mujer.

Si los tiempos actuales fueran de tal naturaleza que apelar simplemente a la Tradición, por la cual Dios nos revela lo que tiene que decirnos, fuera suficiente, la discusión contemporánea sobre el “derecho” de la mujer a simbolizar lo que no puede simbolizar no se habría dado. Pero, creemos que remitirnos a una argumentación como la que aquí hemos presentado refuerza, desde una perspectiva puramente humana y racional, lo que la Iglesia ha enseñado siempre.

Augusto Merino

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Author: Augusto Merino