La idea de evangelización puede parecer extraña en el cuerpo del pensamiento y los valores contemporáneos. El papa Francisco se suma a esta perplejidad cuando habla, en repetidas ocasiones, contra el proselitismo. ¿A qué causas obedece esta disonancia? Intento dar unas cuantas ideas que puedan servir para aclarar -o al menos, plantear en sus justos términos- este complejo problema.
En la ideología liberal-democrática, hegemónica en nuestro mundo occidental, es fundamental el concepto de pluralismo. La Constitución española actual lo recoge el pluralismo político como uno de los “valores superiores de su ordenamiento jurídico” (art. 1.1.). Se acepta como natural y necesaria la diversidad de opciones políticas, morales y religiosas. El pluralismo puede derivar, bajando por una pendiente deslizante, en relativismo: todas las opciones, por el hecho de, existir, son equivalentes, respetables y válidas. Y de ahí puede caerse en el nihilismo: todas las opciones son válidas, pero ninguna es verdadera del todo; de hecho, siguiendo la consecuencia lógica de lo anterior, no existe la verdad. Sólo mi existencia y, en última instancia mi voluntad, constituye el fundamento de la realidad. Esta dinámica que conduce del pluralismo al relativismo y, de éste, al nihilismo, ¿es inevitable y fatal? Quizá sea muy atrevido afirmar esto, pero los síntomas que vemos últimamente en nuestro cuerpo social nos hacen vislumbrar que los pasos van en esta dirección.
Esta, ideología, tan difundida y normalizada, se aplica al terreno religioso y deja sentado que la fe es un asunto individual y que la fe o la increencia de los demás es algo que les incumbe exclusivamente a ellos. Esto, más que un error, supone una mala interpretación de conceptos tan usados como democracia, respeto o tolerancia. La aceptación de la pluralidad no implica la negación de las ideas de bien o verdad. Un ejemplo: podemos aceptar diversas opciones morales, pero no significa que no sea real la diferencia entre el bien y el mal. La ideología democrática, más que un sistema de valores, establece un espacio y unas reglas de juego para que los distintos valores convivan y se articulen en la vida social. Por eso es tan complicado hablar de “valores democráticos”, cosa que, por otro lado, se hace con frecuencia.
Esta torcida interpretación, que nos sitúa en una postmodernidad que se muestra alérgica a cualquier certeza, a cualquier idea fuerte (la teoría del “pensamiento débil” de Gianni Vattimo) ha debilitado la idea de que la fe, no sólo se define rectamente (aspecto dogmático, la verdad) y se asume íntimamente (aspecto vivencial, existencial, las virtudes teologales), sino que se difunde, se expande hacia los demás (lo que llamamos evangelización).
Sentado que esta actitud no es coactiva a la libertad de los demás ni invasiva de su intimidad, también hay que decir que es legítimo y coherente que la fe tienda a expandirse.
Primero, porque el hombre es un ser abierto al otro (a lo radicalmente “otro” en la experiencia religiosa) y así está constituido antropológicamente. La Filosofía y la Antropología actual han desarrollado mucho esta idea. Una realidad tan radical y abarcadora como la fe, no puede permanecer en los límites de lo individual.
Y una segunda razón: el mensaje nuclear de la fe cristiana es “buena noticia” (Evangelio); un mensaje positivo, salvífico, alegre (lo que no es contrario de serio). Si lo triste, por su propia naturaleza, tiende al repliegue sobre sí mismo, a la cerrazón, la alegría tiende a la expansión, a la comunicación.
Tomás Salas
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