«La realidad es siempre interpretada. Y la primera interpretación consiste en nombrarla». Julián Marías. Breve Tratado de la Ilusión.
En su Breve Tratado de la Ilusión, Julián Marías comentó acerca del sentido positivo que la palabra ilusión ha cobrado en español a partir del siglo XIX; sentido positivo que no desplazó al negativo, sino que fue responsable por la ambigüedad tanto de la palabra como de la experiencia misma de la ilusión. Por eso Julián Marías escribió que el sentido positivo nunca se desprendió del anterior negativo: «lo que nos ilusiona puede resultar ilusorio; el objeto de la ilusión puede fallar; a la ilusión la acecha la posibilidad de la desilusión». La ilusión es una experiencia sujeta al engaño.
En una clase dedicada a Pepita Jiménez – novela que comentaré en este artículo –, Julián Marías dijo que Juan Valera no empleó el sentido positivo de la palabra ilusión en sus novelas; cuando la palabra aparece en su prosa tiene únicamente el sentido anterior, como se puede percibir leyendo Las Ilusiones del Doctor Faustino. Es interesante que – y este dato también le debo a Julián Marías – cuando Valera publicó sus novelas el sentido positivo de la ilusión ya tenía plena vigencia en España. Claro que Valera lo sabía y tengo la impresión – después de haber leído Pepita Jiménez y Las Ilusiones del Doctor Faustino – de que puso en evidencia la ambigüedad que acompaña a la experiencia ilusoria (e ilusionante).
En las cartas escritas por don Luis de Vargas a su tío el deán, en Pepita Jiménez, vemos al personaje ilusionado por la vocación sacerdotal: quería ser misionero y se esforzaba auténticamente por amar a Dios sobre todas las cosas; no creo que tenía una idea vaga de Dios, un ídolo hecho a su medida, sino que realmente intentaba quererlo. Supongo que la palabra querer, empleada a Dios, escandalizaría un poco el seminarista que encontramos en las páginas de Pepita Jiménez. Mi comentario no es irónico. Don Luis, que presumía conocer la miseria humana, cojeaba de una pata.
Cuando encuentra a Pepita, don Luis se pone a describirla con suma atención: los ojos, las manos, los labios, las expresiones y las ropas de esa mujer, tan presentes en las cartas dirigidas al deán, son intentos de interpretarla, de saber quién es Pepita, de encontrar las motivaciones y anhelos revelados en las características exteriores. El lector – como el deán, lo sabemos más tarde – se da cuenta de que Pepita, una vez dentro de la vida de don Luis, se vuelve su ilusión. Pero don Luis no se da cuenta de ello; por lo menos no al principio. Cuando por fin lo percibe, ve en Pepita una amenaza; intenta aferrarse a la vocación sacerdotal para huir de ella, por creer percibir en la mujer una tentación u obstáculo. La vocación sacerdotal de don Luis fue una ilusión en los dos sentidos de la palabra: antes de conocer a Pepita, estaba ilusionado; después de conocerla, se volvió iluso.
¿Eso quiere decir que mentía sobre la vocación sacerdotal? Creo que no. Vuelvo a Julián Marías: «La ilusión significa anticipación. Afecta primariamente a los proyectos y, naturalmente, a sus términos». La ilusión abarca lo que se sabe de la realidad y, como la vocación (que es la ilusión concretada en un proyecto personal), está circunstanciada. Don Luis amaba lo que conocía: el seminario, su tío, los buenos libros que había leído y la posibilidad de una vida dedicada al servicio de Dios. Sabía – porque había leído – que los otros amores son menores y solo tienen sentido cuando participan en el amor divino. Todo esto, lo visto y lo imaginado, contribuyeron a su proyecto biográfico.
Pero la vocación, salvo en algunos pocos casos (pienso en el de mi confesor, para poner otro ejemplo sacerdotal), se va conociendo gradualmente sobre la marcha de la vida. Es una ilusión que gana fuerza a medida que se van deshaciendo las falsas ilusiones (como las del Doctor Faustino). Pepita no fue piedra de tropiezo en el camino de don Luis, sino ocasión de conocer el amor que había imaginado y despreciado sin saber a ciencia cierta qué era. Cuando Pepita se convirtió en su ilusión, don Luis tuvo miedo y se volvió hacia su pretensa vocación (que ya carecía de fuerza) como un iluso.
Don Luis primero no se dio cuenta de que amaba a Pepita; después no quiso admitirlo; y por fin tuvo miedo y quiso engañarse. Prefirió volverse un iluso, alimentar un proyecto que ya no le correspondía, antes que entregarse a la ilusión que tenía delante de los ojos. Cuando por fin el autor da voz a Pepita, descubrimos que ella veía las cosas más claras que don Luis; las veía tan claras que rechazó la propuesta de un falso amor platónico con palabras que nos revelan los ingredientes de una auténtica ilusión positiva:
Yo ni siquiera concibo a usted sin usted. Para mí es usted su boca, sus ojos, sus negros cabellos, que deseo acariciar con mis manos; su dulce voz y el regalado acento de sus palabras, que hieren y encantan materialmente mis oídos; toda su forma corporal, en suma, que me enamora y seduce, y al través de la cual, y sólo al través de la cual se me muestra el espíritu invisible, vago y lleno de misterios.
Gracias a esa declaración de Pepita sabemos que ella miraba a don Luis igual que él la miraba a ella. Si don Luis justificó – interpretó – sus miradas a Pepita de otra manera, si las imaginó después como una tentación, si intentó esquivarse en un proyecto que ya no tenía sentido para él, Pepita lo convirtió a él en su ilusión. No se puede tener ilusión por un trozo de carne que habla y camina, como tampoco se la puede tener por un espíritu descarnado (una caricatura, vamos); solo se puede tener ilusión por una persona, proyectarse (diría Julián Marías) hacia ella entera. Fue lo que hizo Pepita – sabemos por sus palabras – desde el inicio y, tras alguna resistencia, fue lo que hizo también don Luis al fin.
El sentido positivo de la ilusión lo vemos entero en Pepita, mientras que la ambigüedad, la dificultad de comprender e interpretar la experiencia y saber a qué atenerse, la vemos en don Luis desde sus primeras cartas. No se puede vivir fuera de los acontecimientos concretos y comandarlos abstractamente (la negación de la realidad es un intento de comando); la vocación bien o mal lograda depende de las pequeñeces de la vida. De esas mismas pequeñeces depende la ilusión, por medio de la cual anticipamos quienes queremos ser. La diferencia entre el ilusionado y el iluso – que pueden parecer tan parecidos vistos de lejos – está en su conocimiento y aceptación de la realidad, de las pequeñeces. Mientras se aferraba a la vocación que, aunque buena, ya no sería la suya, don Luis cojeaba más y más de la misma pata. Al deshacer la antigua ilusión, al verla reconstruirse con más firmeza en Pepita, don Luis dejó de cojear; se volvió más ilusionado.
Gilmar Siqueira
Puedes leer toda la serie de artículos: Gilmar Siqueira MR
Te recomendamos el canal de Gilmar: Gilmar Siqueira profesor
*Se prohíbe la reproducción de todo contenido de esta revista, salvo que se cite la fuente de procedencia y se nos enlace.
NO SE MARCHE SIN RECORRER NUESTRA WEB
Marchandoreligión no se hace responsable ni puede ser hecha responsable de:
- Los contenidos de cualquier tipo de sus articulistas y colaboradores y de sus posibles efectos o consecuencias. Su publicación en esta revista no supone que www.marchandoreligion.es se identifique necesariamente con tales contenidos.
- La responsabilidad del contenido de los artículos, colaboraciones, textos y escritos publicados en esta web es exclusivamente de su respectivo autor