Continuamos con la segunda parte de este artículo propuesto por D. Vicente hace unas semanas, la esperanza mesiánica en el Antiguo Testamento, recuerden visitar nuestra sección de Historia de la Iglesia
La esperanza mesiánica en el Antiguo Testamento (2), un artículo del Rev. D. Vicente Ramón Escandell
A lo largo del Antiguo Testamento y, especialmente, a partir del hundimiento del Reino de Israel y de Judá, se va vislumbrando la esperanza en una intervención directa de Dios que pusiera fin al estado de postración espiritual y material del pueblo judío. Esta esperanzan se cifró en la figura del Mesías, el Ungido, que habría de instaurar un reino nuevo, espiritual y material, que situara de nuevo a Israel en la gloria y el poder pasados.
Esta esperanza estaba encarnada para algunos en una figura humana y divina, en la que convergieran las características del rey, sacerdote o profeta, pero desvinculado de las personas y dinastías que las habían encarnado. Sin embargo, otras corrientes situaban esta esperanza mesiánica en una figura exclusivamente celestial, divina, que descendiera de lo alto y que ejercería una doble función: interceder por el Pueblo ante Dios y hacer llegar al Pueblo las misericordias del Señor.
1. La Cristología ascendente y descendente
Para comprender la importancia de esta segunda línea mediadora, hay que tener presenta que en los Evangelio se nos presenta una doble visión de la misión soteriológica de Cristo.
Por una parte, nos encontramos en los escritos neotestamentarios, y especialmente, en los Evangelios sinópticos, una visión ascendente del misterio de Cristo. La existencia de Cristo parte de la tierra y se dirige hacia la eternidad, de ahí, la elección de los misterios de su infancia (Mateo y Lucas) o el inicio de su vida pública (Marcos), como punto de partida de la misión de Jesús. Por otra parte, en el Evangelio según san Juan y en los escritos paulinos, en concreto, en los himnos cristológicos de Efesios y Colosenses, nos encontramos con una visión descendente del misterio de Cristo, es decir, el punto de partida es la eternidad y de ella desciende el Dios hecho hombre para llevar a cabo la obra salvadora del Padre.
En ambas cristológicas encontramos elementos de la esperanza mesiánica veterotestamentaria terrena y celestial, que, lejos de oponerse se complementan. El misterio del Verbo encarnado parte de su preexistencia, desciende en su Encarnación y retorna al lugar del que había salido. Esta dinámica, este “éxodo” está bien expresado a lo largo del Evangelio según san Juan, en el que se hace hincapié, teniendo en cuenta las aportaciones de los evangelistas anteriores, en ese retorno al Hijo a la eternidad, que san Juan nos presenta como un “éxodo” de la realidad terrena a la celestial. En esa dinámica, Jesús encarna las esperanzas mesiánicas puestas en un mediador terreno y celestial, de ahí, como veremos más adelante, el uso frecuente del término “Hijo del hombre”, figura misteriosa que aparece en el Libro de Daniel, y en la que se conjugan a la perfección la humanidad del descendiente de David con el carácter sobrenatural del Mesías escatológico.
Sin embargo, a pesar de que la Iglesia ha tenido siempre clara la complementariedad de la cristología ascendente y descendente, ha habido tendencias a separarlas y acentuar, o bien, el carácter descendente o ascendente del misterio de Cristo. Así aquellos que negaban la divinidad de Cristo, se situaban dentro de la primera, mientras los que negaban su humanidad en la segunda. En el primero, entrarían los grupos judeocristianos que, como los ebionitas, negaban la divinidad de Cristo con la intención de salvaguardar el monoteísmo judío, y afirmaban que Jesús fue un hombre adoptado por Dios; mientras que en el segundo, entrarían los gnósticos que, como Marción, afirmaban que Cristo fue un ser celestial que, en su misión terrena, adopto la apariencia humana. En este último caso, es necesario tener en cuenta que, según el dualismo gnóstico, el Dios invisible no podía estar en contacto con la materia, considerada mala y obra del demiurgo, que Marcion identificaba con el Dios del Antiguo Testamento; de esta manera, se rechaza la realidad humana de Cristo, que sólo es hombre en apariencia, una especie de espíritu con apariencia humana.
En síntesis, la comprensión correcta del misterio de Cristo exige de la dinámica descendente – ascendente, en la que se dan cita todas las esperanzas mesiánicas del Antiguo Testamento: como hombre, Jesús es el hijo de David y el Profeta de Israel; como Dios es el mediador celeste por excelencia, el Sacerdote Eterno según el rito de Melquisedec y la Sabiduría eterna.
2. Mediadores celeste: ángel de Yahveh, Sabiduría de Dios e Hijo del hombre
La esperanza mesiánica fue una realidad permanentemente presente en la fe del Pueblo de Israel desde su primer momento. La historia vacilante del Pueblo de Dios, sus continuas infidelidades y fracasos, animaron siempre el alma de los fieles a esperar en Dios, que manifestaba su voluntad a través de sus Leyes y sus enviados.
Esta esperanza se manifestó, en un primer momento, en aquellas mediaciones terrenales con las que Dios había dotado al pueblo desde su constitución: profetas, sacerdotes y reyes constituyeron los principales referentes en distintas etapas de la historia israelita, y en ellos depósito el pueblo su esperanza. Pero el progresivo fracaso de estos intermediarios, unido a un cada vez más profundo conocimiento del designio salvífico de Dios, hizo que se pasara de la esperanza terrena a la celestial. En este sentido, algunos textos de la Escritura apuntan a una proyección celestial de estas figuras humanas: el rey es contemplado como “hijo de Dios” o se le aplica el término Elohim (“Dios”), que también aparece relacionado con Moisés, los jefes del pueblo y los jueces. El sentir del pueblo empieza a contemplar la función real, sacerdotal y profética como partícipe de una intima y misteriosa cercanía con Dios, que hará más eficaz su función salvífica, que históricamente se ha manifestado imperfecta. Sin embargo, y al contrario que en los pueblos cercanos, el dirigente israelita no es una encarnación de la divinidad ni una divinidad, algo que si que encontramos en el Egipto faraónico, donde el Faraón es un dios viviente; la conciencia de la unicidad de Dios hace que la comprensión del poder en Israel se aleje de las pretensiones divinizantes del dirigente de los pueblos circundantes.
Dejando al margen esta proyección celeste de los mediadores terrestres, en la Sagrada Escritura encontramos una corriente descendiente de mediadores celestes, metahistoricos y trascendentes en los que se cifra la esperanza salvífica de Israel. Estos son: el Ángel de Yahveh, la Sabiduría de Dios y el Hijo del hombre.
a) El Ángel de Yahveh
Existe a lo largo del Antiguo Testamento una rica y variada tipología de ángeles, de seres espirituales que, de un modo u otro, interactúan con los hombres y ejercen la misión de mensajeros de la voluntad de Dios. Así los encontramos anunciando el nacimiento de Sansón o anunciando a Gedeón su elección como caudillo de Israel; también los encontramos ejecutando las órdenes de Dios, como en el caso de la destrucción de Sodoma y Gomorra, o liderando los ejércitos de Israel como en el caso de Josué en los inicios de la conquista de la Tierra Prometida. Su presencia también es prolífica en la literatura apocalíptica, como Daniel, o en relatos moralizantes como en el de Tobías, donde aparece la figura del arcángel Rafael como protector del joven Tobit.
En el Judaísmo, especialmente a partir de la época del Segundo Templo, los ángeles adquieren un papel protector y mediador cada vez más predominante, hasta el punto de que estos se convierten en los únicos intermediarios entre Dios y el hombre. Dentro de la angelología judía, destacan sobre todos los ángeles los llamados “ángeles de la presencia”, cuyos nombres son: Miguel, Gabriel, Rafael y Uriel, este último perteneciente a la tradición extrabiblica, como también Azrael, encargado de llevar a las almas al otro mundo. Por su parte, la tradición rabínica incluyo dentro de la jerarquía angélica los llamados “ángeles del ministerio y ángeles destructores”, a los cuales se habría encargado controlar la tiniebla y el mal. Vemos pues, que dentro del Judaísmo existe una rica y solida angelología que, con matices propios, pasara al Cristianismo.
Pero sobre toda la jerarquía celeste (querubines, serafines, principados, ángeles de la presencia, arcángeles, ángeles ministros y destructores), destaca la figura del <<Ángel de Yahveh>> o Mal’ak (“enviado”). Aparece de forma prolija en la Sagrada Escritura recibiendo este nombre, pero, curiosamente también, el de <<hombre>>, como leemos en el libro de los Jueces: “La mujer dijo al esposo: <<Ha venido a verme un hombre de Dios. Su semblante era como el semblante de un ángel de Dios, muy terrible. No le pregunte de donde era, ni me dio a conocer su nombre.”[1] En este texto, que hace referencia al nacimiento milagroso de Sansón, el autor sagrado usa el termino <<ángel de Dios>> y <<hombre de Dios>>, para hacer referencia al enviado, lo cual nos hace ver como estos seres celestes adoptan la figura humana para llevar a cabo la misión encomendada.
Sin embargo, no es homogéneo el uso del término <<Ángel de Yahveh>> en la Sagrada Escritura, sino que puede hacer referencia a tres grupos distintos de enviados angélicos:
- En un primer término, el Ángel de Yahveh no se distingue claramente de Dios mismo. El enviado es el mismo Dios que se hace presente personalmente en la historia del hombre. Así, por ejemplo, lo encontramos interactuando con Agar, la esposa rechazada por Abraham, y madre de Ismael: <<El ángel del Señor la encontró junto a una fuente en el desierto, la fuente del camino del Sur (…) Agar invoco al Señor, que le había hablado, con el nombre de El Roi (Dios que me ve), pues se dijo: << ¿No he visto aquí al que me ve?>>[2]
- En segundo lugar, el Ángel de Yahveh actúa en nombre de Dios y se distingue claramente de Él. Este es el caso de la función del llamado <<ángel de Éxodo>>, a quien Dios encarga la misión de guardar y custodiar al pueblo peregrino por el desierto, ejerciendo la función de “ángel custodio” de Israel. Esta misión queda explicitada en el códice de la Alianza, donde leemos: <<Voy a enviarte un ángel por delante, para que te cuide en el camino y te lleve al lugar que he preparado. >>[3]
- Y en tercer lugar, la Sagrada Escritura nos habla de <<un>> ángel de Yahveh, que frecuentemente tiene un nombre muy concreto, que define la misión que le ha sido encomendada. Así, leemos en el libro de Daniel la aparición de Miguel: <<El príncipe del reino de Persia me opuso resistencia durante veintiún días, pero Miguel, uno de los príncipes supremos, vino en mi auxilio; por eso me detuve allí, junto a los reyes de Persia. >>[4]
Hay pues, de un modo u otro, una misteriosa presencia de Dios por medio de los ángeles, que adoptan para la realización de su misión la apariencia humana, de hombres. Así lo leemos, por ejemplo, en el episodio de la encina de Mambré, cuando el patriarca Abrahán recibe y acoge a tres viajeros misteriosos: <<El Señor se apareció a Abrahán junto a la encina de Mambré, mientras él estaba sentado a la puerta de la tienda, en lo más caluroso del día.>>[5]; y al saludar el patriarca a sus visitantes, se dirige a ellos de esta manera: <<Y dijo: <<Señor mío, si he alcanzado tu favor, no pases de largo junto a tu siervo. Hare que traigan agua para que os lavéis los pies y descanséis junto al árbol. >> >>[6] Más adelante, será Lot quien reciba a estos “hombres” que van a Sodoma a avisar al pariente de Abrahán de la proximidad del fin de la ciudad: <<Los dos ángeles llegaron a Sodoma al atardecer, mientras Lot estaba sentado a la puerta de Sodoma. Al verlos se levantó para ir a su encuentro, se postro rostro en tierra. >>[7]
¿Cuál es la función o tarea de estos ángeles? Fundamentalmente su misión es la de comunicar al voluntad de Dios, algo que, en los textos arriba citados, queda bastante claro. Sin embargo, esta función no agota la labor de los ángeles a favor del Pueblo de Israel, así, junto a la función reveladora, esta la soteriológica e intercesora: los ángeles auxilian al pueblo en su esclavitud, colaboran en su liberación y median entre Dios y el pueblo. Así, no solo revelan la voluntad de Dios y hacen llegar su salvación a los hombres, sino que elevan sus suplicar a favor del pueblo y de cada uno de sus miembros, adoptando una misión ascendente, propia del mediador, que es recogida por la tradición profética: <<El ángel del Señor dijo: “Señor de los Ejércitos, ¿hasta cuando no te apiadaras de Jerusalén y de las ciudades de Judá, contra las que estas airado desde hace ya setenta años?”>> [8]
Mensajero de Dios, salvador, dispensador de los bienes del Señor e intercesor ante Dios por el pueblo, la figura del ángel, a pesar del carácter misterioso de su significado y naturaleza, se convierte en objeto de esperanza mesiánica por parte del Pueblo de Israel. Así lo manifiesta, de un modo misterioso, el profeta Malaquías en la primera mitad del siglo V a. C.: <<Mirad, yo envió mi mensajero para que prepare el camino ante mí. De pronto entrará en el santuario del Señor a quien vosotros buscáis, el mensajero de la alianza que vosotros deseáis. Miradlo entrar – dice el Señor de los ejércitos. >>[9]
b) La Sabiduría de Dios
Para los llamados – judíos o griegos –, un Cristo que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios (…) A él se debe que vosotros estéis en Cristo Jesús, el cual se ha hecho para vosotros sabiduría de parte de Dios, justicia, santificación y redención. (1 Cor 1, 24.30)
Estas palabras del Apóstol san Pablo a los corintios referidas a Cristo, nos introducen en la segunda figura mesiánica celeste, la de la Sabiduría. Esta nos es presentada en la Sagrada Escritura como una energía divina, un atributo exclusivo de Dios, engendrada por Él y cuya plenitud sólo posee Dios. En algunos pasajes de la Escritura se nos presenta como un alter ego de Dios: << Los que la sirven, sirven al Santo, y a los que la aman, los ama el Señor.>>[10]; y, finalmente, aparece junto a Dios, como asistente a su trono, y a la que hace partícipe de su poder: <<Dame la sabiduría – dice Salomón en su oración para alcanzar sabiduría – asistente de tu trono y no me excluyas del numero de tus siervos.>>[11] Todas estas características aparecen reflejadas, principalmente, en los llamados “libros sapienciales”, aquellos escritos del Antiguo Testamento que abordan la cuestión de Dios y del hombres, del bien y del mal, de la fortuna y la desgracia…, no tanto desde una perspectiva teológico – religiosa, sino más bien moral – sapiencial. Son los libros escritos en el periodo helenístico como contrapunto a la sabiduría gentil que, como muchos elementos de su cultura, iban haciendo meya en el sentir y la fe del pueblo judío.
Teniendo en cuenta estas características, la Escritura nos presenta la relación de la Sabiduría con Dios en dos ámbitos fundamentales: por una parte, con relación a la creación, y por otra respecto a la humanidad. En el primer ámbito, la Sabiduría aparece como cooperadora de Dios en la obra de la Creación, pero no en el sentido en que podría hacerlo una divinidad, sino más bien como una <<hija>> de Dios, creada por él <<antes que ninguna de sus obras>>. Así lo encontramos en Prov 8, 22-31 un verdadero cantico a la Sabiduría creadora de Dios, en cuyo inicio leemos lo siguiente: <<El Señor me creo al principio de sus tareas, al comienzo de sus obras antiquísimas. >>[12]
En el segundo ámbito, la Sabiduría aparece como una fuerza salvadora del hombre, tal y como leemos en el libro del Eclesiástico: <<Goberné sobre las olas del mar y sobre toda la tierra, sobre todos los pueblos y naciones. En todos ellos busqué un lugar de descanso y una heredad donde establecerme. Entonces el Creador del universo me dio una orden, el que me había creado estableció mi morada y me dijo: “Pon tu tienda en Jacob, y fija tu heredad en Israel.”>>[13] No puede dejar de resonar en este pasaje, lo que nos dice el Apóstol san Juan al inicio de su Evangelio, en su prologo, que parece prefigurado en esta líneas del Eclesiástico: <<En el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de él, y el mundo no lo conoció. Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron (…) Y el Verbo se hizo carne y habito entre nosotros. >>[14]
Esta presencia de la Sabiduría de Dios en medio de los hombres se manifiesta, no con una presencia física, como en el caso del Ángel del Señor, sino más bien que se manifiesta a través de la profecía, el culto y el liderazgo del Pueblo de Israel: la Sabiduría es la que habla por medio de Moisés y de los profetas, la que ofrece un culto perfecto a Dios en el Templo de Sion y la que guía a los reyes en el ejercicio de su gobierno. Finalmente, acoger o rechazar a la Sabiduría divina es aceptar o rechazar a Dios mismo, pues frente a ella el hombre realiza una opción fundamental que marcara definitivamente su destino: << Quien me encuentra, encuentra la vida y alcanza el favor del Señor. Quien me pierde se arruina a sí mismo; los que me odian aman la muerte. >>[15] Otra vez resuenan en estas palabras del sabio de Israel, las que escribiera san Juan referidas al Verbo encarnado en su prologo: << En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. Y la luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió (…) A cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre (…) Y el Verbo se hizo carne y habito entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad. >>[16]
Ahora bien, en que reside la originalidad de la personificación de la Sabiduría que nos ofrece la Sagrada Escritura. Que la Sabiduría fuese personificada no era algo nuevo en el mundo de la Antigüedad: Atenea en el mundo helenístico y Maat en el egipcio, eran las diosas de la sabiduría y el conocimiento. Esta última divinidad era bien conocida por el pueblo judío por sus contactos con Egipto, territorio que acogió una gran comunidad judía tras la destrucción de Jerusalén, concentrada en la ciudad de Alejandría, epicentro cultural del mundo antiguo. Entre Maat y la Sabiduría judía existen algunos paralelismos: cercanía a la divinidad, preexistencia, están vinculadas con los gobernantes, a quienes ilumina y guía en su misión… Sin embargo, podemos decir que hasta aquí encontramos paralelismos, porque las diferencias son importantes: la Sabiduría judía no es una “diosa” como Maat, algo, por otra parte, impensable en el férreo monoteísmo judío; esta habla siempre en primera persona, mientras que Maat no; y fuera de la Sabiduría no hay otras figuras preexistentes, como si ocurre en el panteón egipcio. ¿Quién o qué es, pues la Sabiduría? Como apunta el Mons. Amato: “La Sabiduría es la sabiduría misma de Dios, vista como una personificación de esta cualidad de Yahveh, bien subrayada y distinta de las demás cualidades.”[17]
Enigmática y misteriosa aparece, pues, la figura de la Sabiduría divina en el Antiguo Testamento, pero cuyas funciones proféticas, reales, sacerdotales, creadoras y cósmicas aparecen misteriosamente vinculadas a la figura de Cristo, a quien, el Apóstol san Pablo denomina como “sabiduría de Dios”[18] y a quien san Juan presenta como el Verbo eterno que estaba en Dios y que era Dios, y por medio del cual se hizo todo[19]. Todas estas características de la Sabiduría, como mediadora entre Dios y los hombres, hacen de esta figura celesta un anuncio, una clave interpretativa del misterio de Cristo.
c) El Hijo del hombre
La ultima de esta figuras mediadoras celestes es la del Hijo del Hombre, titulo cristológico por excelencia, pues fue usado por el mismo Jesús para referirse a sí mismo y cuyo significado sigue estando inmerso en el enigma. La preferencia de Jesús por este título es comprensible: se trata de una figura misteriosa, cuyo significado es difícil de precisar, y que, por otra parte, no aparece ligada a la esperanza mesiánica terrena que excitaba los deseos liberadores de los sectores más radicales del Judaísmo de su época. En realidad, pocas veces usa el mismo Jesús otro título para referirse a sí mismo, mientras que son los otros los que le llaman “Hijo de Dios”, “Hijo de David”, “Mesías” o “Señor”, en la gran mayoría de los casos.
Así pues, encontramos en boca de Jesús el título de “Hijo del hombre” en diversos momentos de su ministerio y referidos a distintas facetas del mismo: unas veces lo usa para referirse a su vida terrena, otras a su pasión y otras, más en conexión con el texto de Daniel, hace referencia a su venida sobre las nubes del cielo con gran poder. Así lo leemos en san Marcos: <<Entonces verán venir al Hijo del Hombre sobre las nubes con gran poder y gloria. >>[20] Esta referencia, como hemos dicho, apunta al texto de Daniel, en el que leemos:
“Seguí mirando. Y en mi visión nocturna vi venir una especie de hijo del hombre entre las nubes del cielo. Avanzó hacia el anciano y llegó hasta su presencia. A él se le dio poder, honor y reino. Y todos los pueblos, naciones y lenguas lo sirvieron. Su poder es un poder eterno, no cesará. Su reino no acabara.”[21]
Estamos, pues, ante una entronización de un personaje cuya identidad es difícil determinar, pues, bien puede representar a un individuo concreto o a una colectividad, o una combinación de ambas, como ya vimos al hablar de la figura del Siervo de Yahveh. Lo único cierto es que se trata de un personaje misterioso que, ascendiendo al cielo, ante la presencia de Dios, llamado por Daniel “el anciano”, es dotado por este con un poder universal y eterno. Resuenan, pues, en esta escena las promesas hechas por Dios a David con ocasión de la visión de Natan sobre la construcción del Templo y la sucesión de Salomón, y lo que la Gabriel anuncia a María respecto al Hijo de Dios que se encarna en sus entrañas. En ambos casos se les anuncia, a David y a María, que su descendencia ejercerá, por parte de Dios, un dominio eterno. Ciertamente, en el caso de David, sabemos que este dominio eterno apuntaba, no tanto a la permanencia inmutable de su dinastía sobre el trono de Israel, que se hunde en el 586 a. C., sino más bien a su futuro descendiente que heredaría místicamente ese trono; en cuanto a María, se le anuncia que el reino de Cristo será eterno, porque eterno es el que ocupara el trono de David, cumpliéndose plenamente así la profecía de Natan.
Esta vinculación entre el Hijo del hombre con la Casa de David, se hace más fuerte en cuanto que, como hemos señalado, toda la escena aparece como una entronización regia, realizada en la esfera celeste, así, en el Salmo 110, usado en la entronización del rey davídico leemos: <<Oráculo del Señor a mi Señor: “Siéntate a mi derecha, y haré de tus enemigos estrado de tus pies.>>; es Dios mismo quien invita al futuro rey davídico a sentarse a su diestra, es decir, a participar de su poder, para poner a sus enemigos bajo sus pies. De esta manera, se eleva a la esfera celeste a la figura del rey, a quien, como ya dijimos al principio, se le llama en algunos lugares “hijo de Dios”, si bien, sin la connotación que pudiera tener en las religiones paganas o en el sentido que luego tendría aplicado a Jesús.
A partir de todos estos elementos, se comprende que Jesús usara este título frente a otros más clásicos y conocidos, pues en él, convergen, de manera armoniosa pero tensa las dos esperanzas mesiánicas de todo el Antiguo Testamento, la ascendente y la descendente: por una parte, el Hijo del hombre es entronizado en la eternidad al estilo de los reyes davídicos; por otra, el Hijo del hombre es un ser trascendente, celeste; y, finalmente, el Hijo del hombre ejerce su imperio sobre todo el Universo y de un modo eterno. Por todo ello, no es de extrañar que Jesús usara preferentemente este título para hablar de sí mismo, pues, el misterio que lo envuelve, y los elementos a los que apuntan, no podían de mejor manera proclamar y ocultar, al mismo tiempo, el misterio divino y humano que se escondía en Él.
3. Conclusión
Vemos, pues, como a lo largo del Antiguo Testamento, y a través de determinadas figuras humanas y celestes, Dios va preparando el advenimiento de Cristo, en el que converge lo humano y divino, lo temporal y eterno.
De la esperanza histórica depositada en profetas, sacerdotes y reyes, se pasa, con el correr de los tiempos y el fracaso de sus realizaciones históricas, a una esperanza en un cumplimiento pleno en la figura de un futuro personaje profético, sacerdotal y real, que, por su naturaleza, escapara de los pecados e infidelidades que hicieron fracasar estas mediaciones históricas. Y, por otra parte, de modo paralelo, ejercen su función mediadora una serie de figuras celestes, de difícil comprensión, que, sin embargo, realizan la labor de interceder, proteger y guiar a los hombres hacia Dios. En la figura de Cristo alcanzan su perfección todas estas figuras mediadoras, pues, por el misterio de su divina humanidad, lo humano sacerdotal, profético y real, se une a lo divino y celeste.
La ausencia de una comprensión plena del misterio humano – divino de Cristo, dio lugar a una serie de herejías entre los primeros cristianos que, haciendo prevalecer lo humano sobre lo divino, o lo divino sobre lo humano, redujeron a Cristo a un simple hombre adoptado por Dios o un ser celeste con apariencia humana. Unos y otros se inclinaron por una visión parcial del misterio de Cristo que respondía mejor a su monoteísmo férreo o a su idolotrizacion de lo espiritual, cerrándose a la complejidad del misterio encerrado en el Dios hecho hombre. Estas visiones parciales, estas respuestas incompletas al misterio de Cristo, siguen siendo hoy una tentación, para un mundo que se escandaliza de la intervención de Dios en la historia del hombre, o de una excesiva espiritualización que rechaza todo lo creado como intrínsecamente malo.
Conocer estas mediaciones, estas semillas plantadas por Dios en el Antiguo Testamento, nos ayudara a comprender mejor, no sólo nuestra propia esperanza, que es Cristo, sino también la del pueblo judío que, desde Abrahán, soñó con el día de la venida de su Salvador, que no es otro que Cristo el Señor, sacerdote, profeta y rey.
Rev. D. Vicente Ramón Escandell Abad, Pbro.
[1] Jue 13, 6
[2] Gen 16, 7.13
[3] Ex 23, 20
[4] Dn 10, 13
[5] Gen 18, 1
[6] Gen 18, 3-4
[7] Gen 19, 1
[8] Zac 1, 12
[9] Mal 3, 1
[10] Eclo 4, 14
[11] Sab 9, 4
[12] Prov 8, 22
[13] Eclo 24, 6-8
[14] Jn 1, 10-11.14
[15] Prov 8, 35-36
[16] Jn 1, 4-5.12.14
[17] ANGELO AMATO, Cardenal: Jesús, el Señor, p. 100
[18] 1 Cor 1, 30
[19] Cf. Jn 1, 1-3
[20] Mc 13, 26
[21] Dan 7, 13-14
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