Como es habitual en él, Gilmar nos traslada a ese bello mundo de la literatura y lo hace desde el arte, a través de una pintura de Juan de Flandes, «Cristo llevando su cruz a cuestas»
«Caras sucias», Gilmar Siqueira
“Pero nosotros, hombres de hoy, necesitamos a santos que no sean de yeso pintarrajeado en rosa y azul, sino en carne sudorosa y sangrienta”. Maxence Van der Meersch. Santa Teresita de Lisieux.
En un artículo anterior, hablaba de la necesidad que todos tenemos de – en las palabras del Padre Castellani – sangrar hacia arriba. Entonces hice hincapié en la fuerza que necesitamos, una fuerza que viene de Dios, claro está, pero de distintas maneras a cada uno de nosotros. Hablaba también de como un sufrimiento, una herida no curada, puede convertirse en una fuente de resentimiento y desdicha. Pero también – y esto creo que no dije antes – en desaliento. Porque es sumamente doloroso caer una, dos o muchas veces en el mismo error; y es igualmente doloroso, para muchos, la humillación que supone saberse rehén de cosas que son muy bajas, de cosas mortales y asquerosas. Nos da vergüenza que Nuestro Señor permanezca, como en el poema de Lope, procurando nuestra amistad.
Hace pocos días el amigo Antonio Cerezuela – a quien dedico este artículo – publicó en Facebook algunas pinturas de Juan de Flandes. Todas me llamaron la atención, pero una más especialmente: Cristo llevando su Cruz a cuestas, que parece encontrarse (si no me equivoqué en mis buscas) en la Capilla Mayor de la Catedral de Palencia. En esta pintura Nuestro Señor lleva un manto negro – como en muchas otras de Juan de Flandes – y la Cruz también es oscura. Tengo que confesarles, sin embargo, que lo que me cautivó fue la visión de la figura a la derecha de la pintura: una mujer muy pálida – su palidez, dentro del cuadro, sólo se puede comparar a la de la Virgen al fondo – con un paño blanco abierto en sus manos, esperando que el Señor se le acercase. Es la Verónica. El contraste entre las dos figuras no podría ser más grande; aun así, la blanca Verónica parece saber exactamente a quien limpiará el rostro: su expresión parece ser de oración a la vez que de compasión, y creo que está arrodillada.
Esta obra de Juan de Flandes hizo con que me acordara de unas palabras de Charles Péguy, citadas por Juan Manuel de Prada en su artículo “Corazas sin defectos”. Las reproduciré aquí:
Y es que las más honradas gentes, o aquellos a quienes se llama así, o gustan que se les llame así, no tienen puntos flacos en la armadura. No están heridos. Su piel de moral constantemente intacta los hace un cuero y una coraza sin defecto. No presentan en ninguna parte esa abertura que hace una terrible herida, una inolvidable angustia, un punto de sutura mal cerrado, una mortal inquietud, un invisible trasfondo del alma, una amargura secreta, una ruina enmascarada, una cicatriz mal cerrada. No presentan esa puerta a la Gracia que es esencialmente el pecado. Puesto que no están heridos, no son vulnerables. Puesto que no les falta nada, no se les da nada. Puesto que no les falta nada, no se les da lo que es Todo. El amor mismo de Dios no cura aquello que no tiene llagas. El samaritano recogió al hombre porque estaba postrado en la tierra. La Verónica limpió el rostro de Jesús porque estaba sucio. El que no está caído, no será recogido; el que no está sucio, no será jamás limpiado.
Hay veces en que la suciedad y la miseria asquean tanto, que la sencilla idea del perdón parece demasiado buena para ser verdadera.
El sentimiento de indignidad entonces es más grande. La persona, en ese fango, no niega que exista el pecado, ni siquiera que ella misma haya cometido unos cuantos pecados, sino más bien se cree irremediablemente perdida. Ya no echa la culpa a las “circunstancias” o a los “otros” por lo que ha hecho: acepta su responsabilidad, pero la acepta como una condena anticipada. Y esta es, desgraciadamente, una de las caras que toma el orgullo. De la otra, la que niega el pecado, hablé también en una ocasión anterior.
A los que tanto nos horroriza el “buenismo”, puede que nos llegue con mucha fuerza la tentación opuesta, la del “malismo”; es decir, la de creernos totalmente perdidos. Así atraemos hacia nosotros, sin saberlo, el papel de juez que corresponde solamente a Dios. También contra esta tentación hay que luchar. Y de ella habla largamente Maxence Van der Meersch en su libro sobre Santa Teresita de Lisieux:
Quien bien se conoce no puede amarse. Sabe demasiado bien que su corazón recela. Pero tampoco puede desdeñarse ni odiarse. Tiene clara conciencia de que sus defectos y sus vicios no son su obra, sino la ocasión de hacer un esfuerzo y superarlos. No puede hacer más que juzgarse, compadecerse, tratarse con rudeza y compasión a la vez: soportarse. Ya no puede odiar a sus hermanos iguales a él, más agobiados que responsables de sus taras, más dignos de amor que de desprecio. Así llega a la serenidad e indulgencia, al estado de espíritu, incomprensible para nosotros, y casi milagroso que caracteriza al santo: se vuelve humilde, sinceramente persuadido de su propia nulidad, sorprendido de que no quieran creer que es así, desconfiado consigo mismo; mas, a pesar de ello, ni desconfiado ni despechado, pues el despecho es la reacción del orgullo que ha soñado con vencer y que lucha contra sí mismo. El santo no espera ya vencerse de una vez y para siempre, no se enoja al comprobar que ha sido malvado. Procura simplemente soportar su indignidad con paciencia, extraer de su invalidez el mayor rendimiento posible. Hacia la debilidad humana se vuelve a la vez lúcido, prudente, penetrado de piedad y también de ternura. Está, en fin, lleno de esperanza en Dios, siente que acaba de dar un paso inmenso y que, al tomar conciencia de su propio vacío, acaba de penetrar en el reino de la Verdad. Y se da cuenta de que allí le espera un campo de acción infinito, una posibilidad ilimitada de mérito. No es ya la lucha cuerpo a cuerpo con las tendencias y los instintos a veces indesarraigables, sino con la paciencia, la vigilancia, la luz constantemente llevada hasta el centro de su espíritu, con las ocasiones de caer, puesto que sabe acabaría cediendo. Las mismas caídas, razonadas sin desesperación, le sirven para conocer su impotencia. En resumen, toda la ciencia y la apasionante batalla de un caballero dotado de una cabalgadura rebelde e incorregible, pero que puede, si sabe conducirla y guiarla, llevarle hasta el final. Y si no lo lograra, sabe que carece de importancia, pues lo que cuenta no es la victoria, sino el esfuerzo.
La citación es larga y, sinceramente, no creo que la haya entendido del todo bien. La he leído unas cuantas veces y me parece que siempre dejo escapar algo. A los que quizás les parezca exagerado cuando el autor dijo que “quien bien se conoce no puede amarse”, les vendría bien las últimas palabras del Cura Rural de Bernanos: odiarse es muy sencillo, lo difícil es olvidarse a sí mismo. Creo que de la misma cosa habla Meersch cuando emplea la palabra soportarse.
Somos capaces de actitudes cándidas y hermosas, pero también de otras terribles y asquerosas.
Esta contradicción viva y pulsante está tanto en nosotros como en las personas a quienes más queremos; quizás no seamos capaces de comprenderla, de llegar a su raíz más profunda (que es el pecado). Pero, de todos modos, en esta vida no llegaremos a una resolución, a una respuesta sencilla que nos resuelva todos los problemas como esas que tanto les gustan a los intelectuales. La virtud, como enseñó el Padre Castellani en su Psicología Humana, también cobra su precio en sangre:
¡Oh Dios, por qué caminos quebrados, por qué túneles oscuros y por qué máquinas de cardar lana tienen que pasar algunas de tus criaturas para llegar a Ti, todas en realidad, pero no todas en esta vida! ¡Con razón dicen que tu asiento está más alto que el sol y que toda carne se amustiará en tu presencia! ¡Oh almas naturalmente buenas, si es que tal cosa existe, cuán ñoñas me parecen vuestras fáciles virtudes al lado de esta virtud arrancada a tirones, y toda sangrienta y en un conato convulsivo no de horas sino de años, a la horda de los malos instintos!
Gilmar Siqueira
Esperamos que este artículo de Gilmar, «caras sucias» les haya gustado. Les invitamos, como siempre, a quedarse en nuestra página
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