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Agustín o el maestro está aquí

Un libro más que recomendable en nuestra sección de citas literarias

Agustín o el maestro está aquí. Un artículo de Miguel Toledano

En ocasiones anteriores de esta serie hemos dedicado algun artículo a los escritores católicos franceses. Junto a Bazin, Bourget, Cesbron, Barbey d’Aurevilly, Dutourd y de la Varende, hoy vamos a centrarnos en un autor prácticamente olvidado, si no fuera porque un personaje público muy conocido lo ha sacado del baúl de los recuerdos.

El literato es Joseph Malègue y su descubridor es nada menos que Jorge Mario Bergoglio, que ha situado el título que nos ocupa entre sus veinte obras preferidas de la literatura universal. En efecto, siendo profesor de literatura en Argentina, el hoy obispo de Roma tuvo acceso a la traducción en idioma español de “Agustín, o el Maestro está aquí”, produciéndole una impresión que ha durado hasta la fecha.

Malègue no fue católico integrista, aunque, de no haber fallecido en 1940, posiblemente su gran amistad con Jacques Chevalier -Secretario de Estado de Instrucción Pública en el régimen de Vichy- le hubiese exigido, como a éste, participar en algún proceso de depuración después de la Segunda Guerra Mundial.

Fue autor de una sola novela, la que sirve de epígrafe a estas líneas, si bien dejó inacabada “Piedras negras: Las clases medias de la Salvación”, objeto igualmente de los amores bibliófilos del papa Francisco.

“Agustín, o el Maestro esta aquí” es un volumen considerable de más de ochocientas páginas. Aunando acción con introspección psicológica, ha sido comparada a la temática de Proust, aunque aquí con matriz cristiana. Ya desde el título, que hace clara referencia al episodio evangélico de la resurrección de Lázaro.

El personaje principal no es, ni mucho menos, san Agustín, como podría pensarse; sino Agustín Méridier, un auvernés de clase media cuya peripecia vital entre el final del siglo XIX y el comienzo del XX nos permite adentrarnos en diversas consideraciones teológicas.

Nos encontramos en la época de la crisis modernista en Francia. San Pío X condena esta desviación (hoy muy extendida), pero es en ese momento cuando empieza a hacer estragos en la mentalidad católica. De hecho, durante la primera parte del libro el mismo Agustín pierde la fe por leer a Loisy, conspicuo representante de ese error y muy en boga en aquel entonces.

Dos son las pésimas tendencias emponzoñadoras del alma de nuestro protagonista por mor de la contaminación doctrinal que el santo papa Sarto combatió con todas sus fuerzas: por un lado, la hermenéutica protestante de la Sagrada Escritura; y, por otro, el desprecio por cuanto de sobrenatural hubiese en la historia de la Iglesia – milagros, apariciones, incluso los Sacramentos, etc.

La tesis del libro es que, cayendo en tales premisas, se abre con toda probabilidad el abismo de la increencia. Es muy digno de señalar que el actual pontífice reinante, a quien a menudo se acusa de modernismo, haya destacado justamente esta obra entre tantas otras. Me parece un dato que lo sitúa, en un cierto sentido, por delante de sus dos antecesores, más proclives a hermenéuticas amistosas con la crítica germanizante.

El lector se preguntará si al final nuestro Agustín se salva o, por el contrario, la pérdida de la fe lo arrastra a la muerte con todas las dudas incólumes sembradas por el modernismo. Si así fuese, su natural bondad e inteligencia -que le llevaron a admirar a su padre cuando éste era un simple pero profundo docente hasta su fallecimiento hacia el ecuador de la trama-, se hubiesen malogrado para siempre en el infierno de los condenados cuya hora ha pasado para toda esperanza, que tampoco tuvieron en este mundo.

El segundo gran personaje del argumento es Ana de Préfailles, de la que Agustín está enamorado de comienzo a fin de la obra, con una especie de amor platónico. Continuamente es retratada por Malègue con gran sensualidad; pero estamos ante una sensualidad cristiana, controlada, dentro de los naturales límites del bien. Es elegante, mas no lasciva; inteligente, aunque no feminista; cariñosa, si bien consciente siempre del debido pudor.

Además de Ana, hay otras dos buenas mujeres en el entorno de Agustín: su madre y su hermana Cristina. Ambas han conservado la fe que él ha extraviado. En la segunda parte de la obra, aprendemos que Cristina se ha casado pero, a las tres semanas de dar a luz, fue abandonada por el marido.

A partir de ahí, se sucede un episodio que inunda de tristeza a la familia. El niño contrae una meningitis tuberculosa, mortal en aquella época (a diferencia de la meningitis cerebro-espinal, que hoy en día sigue siendo peligrosísima, pero que hasta el descubrimiento de la penicilina era algo menos letal y podía combatirse con inyecciones).

Cuando el chico se halla ya en peligro de muerte, Agustín alberga una lejana confianza en Nuestra Señora, con “el sentimiento de que exista, en alguna parte, para Cristina y su pequeño niño, en regiones imprecisas concebidas según el modelo del espacio altísimo, una suerte de copia aumentada de su ternura, un depósito de poder prácticamente infinito y, al fondo, una sonrisa real”. Agustín pronuncia entonces las palabras “Llena de gracia” y “Ruega por nosotros, ahora”.

Con el fin de salvar al bebé, Cristina se arrodilla y se propone encargar una novena de misas con comunión, otra novena de acción de gracias tras la eventual curación del pequeño, un viaje a Lourdes y otro a Lisieux. “Señor, aquél a quien Vos amáis está enfermo”, implora parafraseando a san Juan en Betania. Para reforzar sus plegarias, se apresta a escribir a las Clarisas.

Pero, desgraciadamente, no se produce mejoría milagrosa alguna. “Si Dios me deja a mi niño, bien poco me importan las cosas materiales”. La resignación de Cristina contrasta con la mediocridad del padre Bourret, primo de la familia que también ha caído en el modernismo y el consiguiente abandono de la fe y que se ocupa únicamente de progresar en el ámbito académico.

A él, alter ego de Loisy, le debemos un dato interesante, cuando reconoce que su padre y su hermano, “auténticos descreídos, eran católicos tradicionales”. De una parte, constituye una referencia a la tradición de la Iglesia en un tiempo pre-conciliar, pero donde las nuevas derivas teológicas ya permitían presagiar la existencia de dos corrientes importantes en el seno del catolicismo del siglo XX.

Por otro lado, la paradoja de que, manteniendo las formas del catolicismo tradicional, se refiriese en realidad a descreídos, conecta con las críticas que en varias ocasiones ha formulado el propio papa Francisco a una tradición que no es auténtica manifestación de la fe, sino ideología o, según él manifiesta, expresión rígida de clericalismo.

Cuando se produce la muerte del niño, Cristina vuelve a demostrar su profunda convicción cristiana. Cubierto el pequeño cadáver con el vestido de bautismo, la joven madre afirma: “Dios me lo reclama con la misma ropa con que yo se lo ofrecí”.

Las pruebas a las que tanto Cristina como su hermano se ven sometidos no acaban ahí. Al poco de fallecer el nieto empeora gravemente la salud de la madre de Agustín. Cuando se acerca la hora de su muerte, ella pide un misal y manifiesta preferencia por el latín, como idioma de la Iglesia, sobre la lengua vernácula, en los términos siguientes: “Sé bien lo que quiere decir, a fuerza de leer a doble columna con el francés”.

Malègue apostilla que se sentía a disgusto con unas traducciones modernas que violentaban el sentido original de las oraciones católicas. Para nosotros, es una nueva clave de que las dificultades litúrgicas no comenzaron con el Concilio Vaticano II, aunque los extremos más lamentables se consolidasen como epílogo del magno acontecimiento eclesiástico. No nos cansamos de resaltar la predilección del papa Bergoglio por estas cuestiones.

La obra se cierra con la enfermedad tuberculosa y agonía de Agustín, en la flor de la edad. Antes de morir, su antiguo compañero de estudios, el jesuita P. Largilier, le convence para que se confiese. Él se resiste inicialmente, pues piensa que no procede simular un mero gesto externo, a lo que queda limitado para quien ha perdido la fe: “Quieres que lo haga sin Fe en el Sacramento…”

Pero el buen sacerdote le responde que, aunque no conserve la creencia en los efectos sanadores de la penitencia, sí guarda un resto de la virtud teologal, puesto que desea a Dios con parte de su corazón, aunque no sea enteramente. A este tipo de personas que buscaban misteriosos deseos de paz, el santo Cura de Ars les indicaba amigablemente el camino del confesonario.

Al día siguiente, Agustín recibe la Comunión, lo que le hace sentirse como si presentase “a Dios sus manos vacías, llevando únicamente un corazón transformado”; conocedor de la Sagrada Escritura, imposible para él hubiera sido no ver reflejada en su persona la imagen del “obrero de la undécima hora”.

En Nochebuena, recibe la Extrema Unción. Mientras entrega su alma a Dios, Cristina reza el Rosario junto a él, en el sanatorio de la localidad suiza de Leysin, donde precisamente Malègue finalizó la obra en 1929. Es un guiño ineludible para el lector, aunque sólo en parte quepa hablar de un relato autobiográfico.

Las palabras del jesuita a la hermana superviviente resumen el final de nuestro intelectual: “Se confesó con vivos sentimientos de amor a Dios. Comulgó. Se trata de una gracia muy importante. Es bien sabido que la reconquista de la Fe es muy difícil cuando se ha perdido por indocilidad de la inteligencia. Y el dolor no siempre es una ayuda, en absoluto”.

Aunque yo he manejado una edición de 1935, para los lectores de Marchando Religión que entiendan la lengua francesa el texto completo se halla disponible en formato de audiolibro accesible gratuitamente a través de este enlace. Eso sí, ya he señalado que, como muchas cosas en la vida que merecen la pena, exige tiempo. Pero comprobarán que la elegancia del estilo, así como la profundidad de su contenido, no les defraudará; y apreciarán -con mejor “discernimiento” del que suele propinarle el conservadurismo clerical- el bagaje del inquilino permanente de la Casa Santa Marta.

Miguel Toledano Lanza

Domingo sexto después de Pentecostés, 2021

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Author: Miguel Toledano
Miguel Toledano Lanza es natural de Toledo. Recibió su primera Comunión en el Colegio Nuestra Señora de las Maravillas y la Confirmación en ICADE. De cosmovisión carlista, está casado y es padre de una hija. Es abogado y economista de profesión. Ha desempeñado distintas funciones en el mundo jurídico y empresarial. Ha publicado más de cien artículos en Marchando Religión. Es fiel asistente a la Misa tradicional desde marzo de 2000. Actualmente reside en Bruselas. Es miembro fundador de la Unión de Juristas Católicos de Bélgica.