«Todos los conceptos de vida, todos los conceptos eternos, manan del amor. Es Aldonza, mi pastor Quijótiz; es siempre Aldonza la fuente de sabiduría». Miguel de Unamuno. Vida de Don Quijote y Sancho.
Julián Marías dijo en una conferencia que Vida de Don Quijote y Sancho, de Miguel de Unamuno, era el libro que más le había enseñado sobre el amor. A mí me bastó con este comentario para leerlo; a un libro que es a la vez sobre el Quijote y sobre el amor no se le puede ignorar. Concluida la lectura, se me volvió a la memoria otra frase de Julián Marías: «Dígase lo que se diga, Unamuno sabía de amor».
Y ¿cómo lo supo? ¿Viviéndolo o leyendo y comentando el Quijote? Las dos cosas a la vez; porque caminan de la mano. El amor tímido y apocado de Alonso el bueno por Aldonza Lorenzo, cultivado en doce años – en que no la vio más de cuatro veces –, ese amor nacido y ocultado en la madurez de un hombre apacible, de un hombre que se volvería caballero andante para conquistar el mundo y hacerse conocer de su amada; ese amor avergonzado que cobró valor para salir a luz cuando el amante estaba armado caballero, pero que no pudo ser declarado a la amada; ese amor que fue ocasión para tantas hazañas de Don Quijote excepto una: la quinta mirada de Alonso el bueno a Aldonza Lorenzo. A ese amor don Miguel de Unamuno lo tomó para sí, lo hizo suyo y decidió comentarlo. Don Miguel, contagiado por Don Quijote, tomó las armas – las que él mejor manejaba: pluma y papel – para contar (y cantar también, muy a su manera) la hermosura sin par de Dulcinea del Toboso.
Vida de Don Quijote y Sancho es un testimonio de Unamuno. Años después de este en libro, en Cómo se hace una novela, escribió que un lector preocupado por cómo acabarán los personajes novelescos «sin preocuparse de saber cómo acabará él, no merece que se satisfaga su curiosidad». Don Miguel también quiso saber cómo acabaría él y recorrió al Quijote.
Lo de querer saber cómo uno acabará no es necesariamente soberbia. Si la pregunta es auténtica, será bastante diferente de aquél pedido de garantía de Pablo el ermitaño, en El Condenado por desconfiado; si la pregunta es auténtica, puede ser reformulada de otra manera: ¿cómo estoy viviendo? Querer saber cómo uno acabará es querer saber cómo se está viviendo. La vida del personaje literario, una vez concluida la lectura de su narrativa, está hecha, acabada; podemos conocer toda la forma de su vida en función del fin. La vida nuestra, la vida que todavía se está haciendo, solo cuenta con pasado y presente. Ya sé que no es poco, pero el fin – la forma completa – es un barrunto, una corazonada.
Don Miguel vio en Don Quijote una vida completa que hacía eco en la suya; la vio y la revivió imaginativamente leyéndola y, más aún, comentándola, uniendo su propia vida a la del Quijote. No sé si, cuando se mostraba enfadado por aquellas gentes que decían ser el Quijote irreal por ser ente de ficción, don Miguel no se imaginaría que, años después de la propia muerte, él también tendría para sus lectores una realidad no muy distinta de la que tienen los entes de ficción. Al apropiarse de Don Quijote – escribiendo Vida de Don Quijote y Sancho –, Unamuno se entregó al personaje cervantino y a nosotros, sus lectores, al mismo tiempo. Hizo lo que él mismo describiría después en Cómo se hace una novela:
El hombre de dentro, el intra-hombre — y éste es más divino que el trashombre o sobrehombre nietzscheniano —, cuando se hace lector hácese por lo mismo autor, o sea actor. Cuando lee una novela se hace novelista; cuando lee historia, historiador. Y todo lector que sea hombre de dentro, humano, es, lector, autor de lo que lee y está leyendo. Esto que lees aquí, lector, te lo estás diciendo tú a ti mismo y es tan tuyo como mío. Y si no es así es que ni lo lees.
Por eso – por hacer suya la novela cervantina – don Miguel pudo discutir con el narrador. En el episodio del león, en que el animal le dio de espaldas al valiente Don Quijote, Unamuno se rebeló contra el comentario del narrador y dijo que el león del Quijote, como el del Cid, se volvió de espaldas al héroe por vergüenza. Semejante comentario no es una arbitrariedad; es un elogio al novelista. Dichoso el autor capaz de crear una obra con existencia propia, una obra que por los acontecimientos narrados pueda provocar discusión independiente de los comentarios. Don Miguel vio a Don Quijote de tal manera que algunos comentarios irónicos de Cide Hamete no le cayeron en gracia; pero fue la misma narración de Cide Hamete la que le dio a don Miguel la visión del Quijote. En esta visión estaba el amor de Alonso Quijano, el bueno, a Aldonza Lorenzo.
La muerte de Alonso Quijano empezó, para don Miguel, cuando Don Quijote se decidió plantar ante Dulcinea y no la reconoció. Que estaba encantada, le dijo Sancho. Y Alonso, el bueno, detrás de la armadura, se descorazonó por la imposibilidad de la quinta – y más cercana que las cuatro anteriores – mirada a Aldonza. Todas las hazañas eran para ella y no pudo dedicárselas directamente. La conquista de la gloria caballeresca y la imposibilidad de conquistar el amor de Aldonza caminaban de la mano. ¿La incapacidad de la primera conquista habrá impedido la segunda? Tal vez. Don Miguel pudo imaginar el corazón ablandado de Aldonza, sabiendo que todo lo de Don Quijote era por ella. Incluso se imaginó lo que ella podría haberle dicho a Alonso:
El amor, con solo amar y sin hacer otra cosa cumple una labor heroica. Ven y renuncia a toda acción entre mis brazos, que este tu reposo y oscurecimiento en ellos serán fuente de acciones y de claridades para los que nunca sabrán tu nombre. Cuando hasta el eco de tu nombre se disipe en el aire, al disiparse este, aun el rescoldo de tu amor calentará las ruinas de los orbes. Ven y date a mí, Alonso, que aunque no salgas a los caminos a enderezar entuertos, tu grandeza no habrá de perderse, pues en mi seno nada se pierde. Ve, que yo te llevaré desde el reposo de mi regazo al reposo final e inacabable.
¿Figuraciones de don Miguel? Pueden ser. Pero imaginadas desde aquellos doce años de querencia del buen hidalgo a Aldonza. Lo que hizo eco en don Miguel ya estaba en Alonso, el bueno. La sabiduría de Don Quijote acerca de la vida y su locura rematada en materia de caballería andante, tan a menudo señaladas por el contraste, parecen tener la misma raíz: Dulcinea del Toboso. Esto es lo que creo yo desde mi lectura de la lectura de don Miguel. «Todos los conceptos de vida, todos los conceptos eternos, manan del amor». También los conceptos de don Miguel, leyendo y comentando el Quijote, manaron del amor. En Cómo se hace una novela escribió esto de sí mismo y de su mujer:
Yo también he puesto a mi Concha, a la madre de mis hijos, que es el símbolo vivo de mi España, de mis ensueños y de mi porvenir, porque es en esos hijos en quienes he de eternizarme, yo también la he puesto expresamente en uno de mis últimos sonetos y tácitamente en todos. Y me he puesto en ellos.
Y yo, lector de Unamuno como él lo fue del Quijote, me atrevo a decir que don Miguel ha puesto a su Concha, la madre de sus hijos y símbolo vivo de su España, en Vida de Don Quijote y Sancho. En ella don Miguel habrá encontrado las hermosas palabras que puso en boca de Aldonza Lorenzo; en ella las habrá encontrado aunque su Concha no las haya pronunciado. En ella cultivó un amor quizás tímido como el de Alonso, pero, a diferencia del buen hidalgo, realizado; y en ella nada se perdió. Si dio en poeta como lo pretendió ser el caballero derrotado, lo fue gracias a ella, lo fue para ponerla expresamente en un soneto «y tácitamente en todos». Sí, Unamuno sabía de amor.
Gilmar Siqueira
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