Un guiso de lentejas-MR

Un guiso de lentejas

«Estoy a punto de morir ¿para qué me sirve mi primogenitura?». Génesis 25, 27-34.

Para Fernanda.

«Un día Jacob había preparado un guiso, cuando Esaú volvió agotado del campo». Esaú estaba agotado. Había hecho su faena y quería la recompensa de una buena comida. Ya no tenía fuerzas para hacer nada más y repitió la expresión del narrador diciendo por sí mismo que estaba agotado. Todo lo que podría querer era el guiso de lentejas preparado por su hermano; el guiso de lentejas que tenía delante de los ojos y que al punto mataría su hambre. Como estaba agotado…

El hermano le pidió, a cambio del guiso de lentejas, la primogenitura. Y Esaú, que estaba agotado, contestó: «Estoy a punto de morir ¿para qué me sirve mi primogenitura?». Esaú habló dos veces en la narración y en ambas repitió lo de su agotamiento. ¿De qué servía esperar si el hambre lo tenía en aquél instante? ¿Cómo esperar por un bien que no se ve y dejar que se escape el que está a mano? Si tan agotado estaba, ¿cómo saber si tendría fuerzas él mismo para preparar algo de comer? Su pregunta no fue cínica; fue triste.

No hubo razonamiento entre los hermanos sobre el bien de la primogenitura. Esaú lo conocía tan bien como Jacob. Y podemos imaginarlo cansado, hambriento y rabioso pensando que había luchado en vano, que podría morirse en aquel mismo momento; pensando, tal vez, que la primogenitura al fin no era para él; pensando que toda su labor había sido inútil y más lo sería si se muriese. Después de tanto esfuerzo – de un esfuerzo auténtico, comprobado por el agotamiento –, llegaría el fin sin la recompensa prometida. «¿Para qué me sirve mi primogenitura?», ¿para qué seguir luchando?

También es posible imaginarlo enconado. ¿Por qué le habían prometido un bien que no tendría fuerzas para conseguir? Si no lo cambiase por el plato de lentejas en ese mismo instante y tampoco muriese, vendrían más agotamientos y ofertas tal vez más suculentas que las lentejas. El caería, sí; caería tarde o temprano. ¿Qué más da? ¿Cómo le pueden prometer a uno un bien tan grande y no darle ni siquiera un gusto, un anticipo o una garantía más sustanciosa que tres o cuatro palabras? Hay que luchar – qué bien lo dicen. También hay que esperar – «¡qué largo me lo fiáis!», diría el Tenorio, pariente lejano – igual de que nosotros – de Esaú.

La primogenitura y el guiso de lentejas, al fin y al cabo, ¿no son ambos bienes de los que se puede gozar? ¿Por qué no gozar ahora de lo seguro y en el gozo olvidarse de lo lejano e incierto? El placer hace olvidar; remedia el cansancio presente, aunque en el hartazgo la conciencia vuelva a remorder. Pero hay más guisos de lentejas: para hoy, mañana y después. Siempre habrá más guisos de lentejas cuyo sabor en algo menguará el amargor de la boca. Sí, la primogenitura y el guiso de lentejas son buenos. Uno es inmediato, cercano; mientras que el otro, por lo que uno se ha agotado, ni la vista lo alcanza.

¿Acaso no es necedad matarse por la primogenitura? ¿Qué es eso? Un puesto (o un destino, que decían antes), un lugar de respetabilidad, el triunfo ante los otros, la garantía de una buena comida a cada día… Si no es más que algo de se puede – de que se podría – gozar, ¿cómo no iba a dejarlo Esaú estando agotado? Ya había luchado por él sin recibir nada. Tan bien como la primogenitura – para un hombre agotado, muy consciente de su esfuerzo – es un guiso de lentejas.

Mirando por ese lado y sin ningún cinismo – aunque lo parezca –, se comprende mejor a Esaú. Nosotros lo comprendemos mejor. A cada día lloriqueamos por nuestro guiso de lentejas, por lo único cierto después de nuestras labores que en apariencia son inútiles. ¿Recompensa, decís? Mejor la que se puede coger y saborear.

¿Y si la primogenitura no es una recompensa o lo que entendemos como recompensa? «No me mueve, mi Dios, para quererte /el cielo que me tienes prometido». No es una recompensa; es un regalo de amor. No se puede amar a una recompensa como no se puede amar a un guiso de lentejas. Lo que – o mejor, quien – a quien sí se puede amar es a un padre que manifiesta su cariño diciéndole al hijo que le dará la primogenitura. Y amándolo uno llega a olvidarse tanto de la primogenitura como del agotamiento que la hacía inaccesible. «Tú me mueves, Señor, muéveme el verte».

Nos mueve el querer que nos espera; nos mueven los ojos humedecidos por las lágrimas al vernos elegir al guiso de lentejas; nos mueve la voz emocionada haciéndose firme para alentarnos a caminar más cuando estamos agotados; nos mueven los brazos abiertos para envolvernos; «Muéveme, en fin, tu amor». ¿Qué más puede dar Quien se ha dado a sí mismo? «No me tienes que dar porque te quiera».

Gilmar Siqueira

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Author: Gilmar Siqueira
Feo, católico y sentimental