Los pioneros del travestismo judicial en Inglaterra y en la Unión Europea se remontan a 1992, como hemos visto en varios artículos anteriores de esta serie.
Pero a comienzos del milenio en curso se volvió a producir un tercer caso sonado, que alcanzó igualmente el rasgo de jurisprudencia – si acaso cabe hablar de prudencia y de verdadero derecho en este tipo de cuestiones, más bien sórdidas y disparatadas.
El señor Richards nació el 28 de febrero de 1942; decimos señor porque así constaba en su partida de nacimiento, como niño de sexo masculino.
Ahora bien, más adelante se le diagnosticó un trastorno de identidad sexual que lo ofuscaba, actualmente conocido como disforia de género, en virtud del cual este sujeto se creía mujer.
En lugar de readecuarse a su verdadero sexo masculino, como aconseja el profesor Braunstein en su brillante obra “La filosofía se ha vuelto loca” (Ariel, Barcelona, 2019), el pobre señor Richards se sometió el 3 de mayo de 2001 a una operación quirúrgica de cambio de sexo.
Es decir, que fue castrado cuando había alcanzado la ya provecta edad de 59 años. Con ello se convenció de que al fin era mujer; otoñal, pero mujer al fin y al cabo.
Además, esto le proporcionaba una ventaja económica interesante. En Inglaterra, en virtud de la Ley de 1995 sobre jubilaciones, las mujeres podían percibir su pensión a los sesenta anos, mientras que los hombres tenían que esperar a los 65. Ya se sabe que, en virtud del sacrosanto principio de la igualdad, todos somos iguales, pero algunos más iguales que otros.
Es decir, que en menos de un ano después de pasar por el incómodo trance del quirófano, el señor Richards, ahora llamado Sara Margarita, podía empezar a vivir plácidamente del Estado, sin necesidad de seguir trabajando cinco años mas.
En ese momento, Inglaterra no había habilitado legalmente la posibilidad de cambio de sexo de una persona, puesto que su Ley sobre reconocimiento del género no entraría en vigor hasta el 4 de abril de 2005. A partir de ese instante, en la Pérfida Albión se considera que “el sexo adquirido será en cualesquiera circunstancias el sexo de esa persona”.
Fíjese el lector en la barbaridad jurídica. Si por hormonar y castrar a una persona y construirle una cavidad en el lugar anteriormente ocupado por los órganos genitales masculinos, se convierte al infeliz en mujer.
En todo caso, el señor Richards conocía a la perfección la tendencia disolvente del Tribunal de Justicia de la Unión Europea, bien en línea con el espíritu del tiempo (Zeitgeist) e incluso liderándolo, por lo que puso en marcha su estrategia legal con una perseverancia verdaderamente digna de mejor causa. Primero, recurrió al Tribunal de Apelación de la Seguridad Social en Inglaterra. No obtuvo lo que pretendía, por lo que volvió a recurrir ante el Comisionado inglés de Seguridad Social; para entonces, ya se habían producido dos sentencias en Luxemburgo favorables a los travestidos.
Ante esa misma sede comunitaria, precisamente, el Comisionado planteó la cuestión de Sara Margarita Richards el 14 de septiembre de 2004 y, apenas dos años después, los cinco magistrados europeos fallaron por tercera vez a favor del travestismo judicial.
Con base en la ideología de los derechos humanos fundamentales, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea resolvió que se había producido discriminación “a consecuencia del cambio de sexo del interesado”, en vista del “nuevo sexo que adquirió a resultas de una operación quirúrgica” (párrafos 24 y 28).
Es decir, que existen “mujeres cuyo sexo no es el resultado de una operación quirúrgica de cambio de sexo” (párrafo 29) y mujeres que sí lo son como resultado de tal operación. Ser mujer ya no es obra de Dios mediante los padres de la criatura, sino obra única de los hombres, a saber, del interfecto y del personal médico que efectúa la castración o prótesis.
En consecuencia, no cabe en la Unión Europea “una legislación nacional que no reconozca a los transexuales su nueva identidad sexual” (párrafo 31). Señores y señoras, en estas circunstancias parece que los católicos que todavía nos preciamos de serlo no podemos sino añorar el Brexit, en tanto que posible vía de liberación de semejantes aberraciones.
Miguel Toledano
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