El Sermón de la montaña (II)-MarchandoReligion.es

Sermón fallido

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«Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna». San Juan. VI, 68.

Chesterton tiene un ensayo que se titula If I had only one sermon to preach – Si yo tuviera un único sermón que predicar – y en él habla del orgullo. En mi caso, si yo tuviera un único sermón que predicar, hablaría de la palabra. Y no sería un sermón, porque hablaría para mí; o, lo que es lo mismo, lo escribiría para mí.

Sermón fallido. Un artículo de Gilmar Siqueira

Charles Du Bos fue quién me dio la idea cuando escribió en su Diario, el 26 de febrero de 1918, que:

Toda palabra de Cristo tiene algo tan directo y tan pleno que no sólo nada se interpone entre el sentido y la palabra, sino que es imposible admirar hasta qué punto la palabra expresa el sentido, ya que tan perfectamente sentido y palabra constituyen una sola cosa: es siempre palabra, la palabra de vida eterna.

Cuando habla Nuestro Señor, nada se interpone entre el sentido y la palabra. Éste sería el tema de mi sermón. La frasecita del maestro Charles Du Bos me dará qué pensar por toda la vida: cuando habla Nuestro Señor, no hay angustia de buscar la palabra exacta, no hay mentira que sobrepasar para decir la verdad, no hay egoísmo del que quiere ser aceptado por todo el mundo, no hay pasiones intentando exhibirse, no hay cobardía, no hay máscaras, no hay desconfianza entre lo que se ve y lo que se dice… Nada se interpone entre el sentido y la palabra. ¿Cómo es posible? Creo que una aspiración así fue bien descrita por Juan Ramón Jiménez en un poema que no me canso de releer:

¡Intelijencia, dame

el nombre exacto de las cosas!

… Que mi palabra sea

la cosa misma,

creada por mi alma nuevamente.

Que por mí vayan todos

los que no las conocen, a las cosas;

que por mí vayan todos

los que ya las olvidan, a las cosas;

que por mí vayan todos

los mismos que las aman, a las cosas…

¡Intelijencia, dame

el nombre exacto, y tuyo,

y suyo, y mío, de las cosas!

Que mi palabra sea la cosa misma. Cuando la palabra es la cosa misma, nada se interpone entre ella y su sentido. Cuando es palabrería, no es más que una cortina de humo entre quien habla y la realidad – la cosa misma. Cuánta palabrería, Dios mío, pienso y escribo a cada día; cuántas cosas digo por rabia, despecho, estupidez, cobardía, celos, pereza, orgullo; cuántas conclusiones falsas saqué de lo que escucho y veo no más porque son cómodas, porque me justifican los pecados; cuántas cosas pensaba creer tan solo por haber dicho que las creía. «Porque nada me ha engañado tanto como mi sinceridad», dijo Luis Rosales en una ocasión que logró hacer de su palabra la cosa misma.

Charles Du Bos escribió en su Diario lo que he citado al principio cuando reflexionaba sobre los versículos iniciales del capítulo XXIII del Evangelio de San Mateo, ocasión en que Nuestro Señor les echó en cara a los fariseos quiénes eran ellos. «El más formidable anatema, y el más puro, que haya sido proferido jamás contra los hombres», dijo Du Bos. Sí, contra los hombres, porque nosotros también somos una raza de víboras y tenemos la lengua bifurcada. Nuestro Señor no y por eso nada se interpone entre el sentido y la palabra.

Cada discurso de Cristo es la grandeza misma: es el modelo ideal e inaccesible, el arquetipo de toda grandeza. Toda grandeza humana fluye de esa fuente, pero sobre todo tiende a remontarse hasta ella, aspira a ella, y su grandeza propia se mide por el vigor de la aspiración y el grado con que logra informarla.

A veces parece que todo se nos interpone entre el sentido y la palabra. Vemos la realidad de manera difuminada y rápidamente la encubrimos con nuestra palabrería, mientras que Nuestro Señor nos la descubre: «Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que os parecéis a sepulcros blanqueados, que por fuera aparecen hermosos, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda podredumbre!». Sí, Maestro, por dentro estamos llenos de podredumbre, pero no la queremos ver. Y como la realidad de esa podredumbre molesta, hay que ocultarla: con una palabrería en que se interpone todo entre el sentido y la palabra; con un verbo que es de muerte y no de vida.

Hay varios pasajes en la Sagrada Escritura que tratan de la palabra de Dios y del Verbo divino, pero la reflexión de Charles Du Bos brotó cuando leía los anatemas de Nuestro Seños a los fariseos. En los discursos más duros de Nuestro Señor Charles Du Bos fue capaz de ver que nada se interpone entre el sentido y la palabra. El origen de la meditación del maestro francés nos da qué pensar también.

Creo que el Padre Castellani puede ayudar. En la Psicología Humana, el Padre presenta tres características del demoníaco (que es el fariseo). Pongo aquí la primera y añado el énfasis:

El mutismo, la reserva absoluta, el encierro del alma. El Evangelio habla de hombres que tienen un demonio mudo. El demoníaco no puede abrir su interior a los demás, y lo que es más curioso, ni siquiera a sí mismo: no puede examinarse, no puede juzgarse, no puede mirarse siquiera, corre una cortina de humo entre su mente y su corazón. En vez de pedir con el pobre Baudelaire: ‘Dios mío, dame la fuerza y el coraje de mirar mi corazón sin asco’, él pide todo lo contrario. Y lo más notable es que a veces habla muchísimo, esa cortina de humo es una cortina de charla intranscendente y falsa. Pero revelarse a sí mismo no puede, su interior es tiniebla.

Charles Du Bos percibió por el contraste entre lo que decían Nuestro Señor y los fariseos que en el discurso del Divino Maestro nada se interpone entre el sentido y la palabra mientras que, cuando hablaban los fariseos, había una cortina de charla intrascendente y falsa; para ellos, todo se interponía entre el sentido y la palabra.

En otro libro Charles Du Bos comparó la creación literaria al misterio de la Encarnación: «Toda la literatura es una encarnación y, en la literatura, la encarnación sólo se puede producir a través de la carne viviente de las palabras». Si en el misterio sagrado el Verbo se hizo carne, en el misterio profano (de la escritura), la emoción creadora del artista se hace carne en la palabra. Pero en la palabra que pretende ser la cosa misma, como en ese poema – que sabe a plegaria – de Juan Ramón.

Por lo tanto, no hay que pedir a la inteligencia que mi palabra sea la cosa misma. No es suficiente. Hay que pedírselo a Aquél cuyo discurso es la grandeza misma, a Aquél para quien nada se interpone entre el sentido y la palabra.

Esto es lo que diría su tuviera un sermón que predicar. Pero no sería un sermón; serían floreos literarios. En literatura quedaría mi sermón fallido.

Gilmar Siqueira

En el siguiente enlace tienen el libro completo de Gilmar Siqueira disponible para su descarga, por gentileza del escritor: Diario de un dandy

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Author: Gilmar Siqueira
Feo, católico y sentimental