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San Gregorio Magno

En nuestra sección de Historia y Doctrina hoy nos adentramos en la figura de San Gregorio Magno el cual fue elegido Papa en el año 590, ¿Quieren conocer toda su historia?

San Gregorio Magno. Rev. D. Vicente Ramón Escandell

El Cónsul de Dios

La historia de la Iglesia está llena de grandes y fascinantes personajes que con su vida y su obra han marcado un antes y un después en su historia y en la de Occidente. Uno de estos es el Papa San Gregorio Magno, cuyo pontificado (590-604) coincidió con el fin del mundo antiguo y el inicio de la Edad Media. Vínculo de unión entre el pasado y el futuro de la Iglesia y Occidente, San Gregorio Magno desarrolló su misión pastoral en el marco de un mundo cambiante, en crisis y de formación de una nueva cultura, síntesis de la herencia clásica y de las aportaciones de los pueblos barbaros. También, fue el primer papa salido de las filas del monacato, a cuyo desarrollo contribuyó a través de la expansión de la Regla Benedictina y las misiones de conversión en la antigua Britania romana. Finalmente, fue el primer pontífice que tuvo que asumir las tareas civiles en Roma que, tras la caída del poder imperial, se vio sometida al arbitrio de barbaros y bizantinos, que, por entonces, se disputaban el poder en la península itálica.

Más allá de estas facetas pastorales y cívicas, san Gregorio Magno también fue un autor prolijo, que ejerció una gran influencia en la espiritualidad medieval, como también un renovador litúrgico, especialmente del canto, cuya influencia, a pesar de los vaivenes históricos, sigue sintiéndose allí donde se cultiva el canto que lleva su nombre.

UN MUNDO EN CRISIS (476-590)

San Gregorio Magno fue elegido Papa en el año 590, en un momento crítico para la existencia de Occidente, pues, desde el año 476, este se hallaba dividido y fragmentado en una serie de reinos creados por las tribus bárbaras que habían sustituido al poder de Roma y de su emperador. Cuando Gregorio accede al Papado ya no existe la Roma imperial que, con sus leyes, administración, ejercito y cultura había dominado durante siglos y que marco el carácter del sucesor de Pelagio II (+590)

¿Cómo era el mundo que vio la elección de Gregorio? Ciertamente las cosas habían cambiado mucho con respecto al siglo IV, aquel siglo que vio la grandeza de Roma renovada por Constantino y Teodosio, y fue testigo de la libertad y expansión del Cristianismo. De aquellos dos intentos de renovación política ya no quedaba nada en el siglo V, cuando se había hecho ya efectiva la separación, no sólo política, sino también cultural e ideológica entre el Imperio Romano de Oriente y el de Occidente. Fue Teodosio quien dio inicio a ese proceso de distanciamiento cuando, antes de su muerte, decidió dividir el Imperio en dos áreas, seguramente pensando en las dificultades inherentes a la defensa del mismo en su totalidad. Así, en el 395, se produjo la división definitiva del Imperio entre sus dos hijos: Arcadio (395-408) reinaría sobre Oriente, con capital en Constantinopla; y Honorio (395-423), regiría los destinos de Occidente, teniendo su capital en Roma, aunque esta terminaría por trasladarse a Ravena, más fácilmente defendible que la tradicional capital de los Césares.

Muy pronto, esta nueva constitución del Imperio se vería puesta a prueba por un nuevo actor, los pueblos barbaros, llamados a jugar un papel decisivo en el desarrollo de Occidente en el siguiente siglo. La amenaza de los pueblos barbaros había estado presente siempre en la historia del Imperio Romano, pero se hizo especialmente sensible ya en siglo II, cuando el emperador Marco Aurelio realizo una serie de campañas defensivas en el limes, la frontera de Roma con los germanos, que manifestaban la seriedad del problema a esas alturas. Con mayor o menor fortuna Roma había conseguido mantener a raya a los barbaros, muchos de ellos altamente romanizados, llegando incluso a situarlos dentro de sus fronteras como pueblos aliados a fin de repeler las posibles incursiones de otras tribus vecinas. Sin embargo, la presión ejercida por los hunos, procedentes de Asia, hizo que finalmente las fronteras del Imperio fuesen flanqueadas por diversas tribus que huían de ellos. Así, en el 411 se produce la gran penetración bárbara en el Imperio, iniciando un proceso que habría de llevar al fin del Imperio Romano de Occidente en el 476.

Con el tiempo, los barbaros fueron convirtiéndose en un poder dentro del propio Estado romano, cada vez más debilitado y regido por emperadores pusilánimes, en cuyas manos se hallaba, no sólo la defensa del mismo, sino también la elección o deposición de los emperadores. Personajes como Estilicón (359-408), Aecio (396-454) u Orestes (+476), ejercieron, para bien o para mal, una enorme influencia en los destinos del Imperio de Occidente, a pesar de su ascendencia bárbara. El primero ejerció su influencia bajo el reinado de Teodosio y Honorio, de quien fue su tutor, a pesar de lo cual ordeno su asesinato; el segundo, de origen godo, fue el artífice de la gran alianza romano – germánica contra Atila, alcanzando la victoria de los Campos Cataláunicos, tras la cual fue asesinado por orden del emperador Valentiniano III; y el tercero, originario de Panonia, ejerció su influencia bajo los dos últimos emperadores de Roma Julio Nepote (475) y Rómulo Augustulo (476), hijo del propio Flavio Orestes, que fue depuesto por el hérulo Odoacro, otro hora aliado de Roma.

Esta progresiva influencia de los barbaros en la vida política y militar de Roma dio lugar a una profunda división dentro del Imperio, pues, los romanos veían con ojos cada vez más suspicaces el ascenso de aquellos que, no hacía muchos siglos, habían sido considerados como enemigos y sometidos. Por su parte, los barbaros se habían convertido en parte indispensable del aparato militar romano, pues, cada vez menos ciudadanos de Roma se alistaban en sus filas, y esta se veía obligada a reclutar ejércitos barbaros para su defensa. Cuando Roma no podía pagar a estos soldados barbaros, estos se dedicaban al pillaje y a la ocupación de territorios que, al no poder garantizar su defensa el Estado romano, era puestos por él mismo bajo la dependencia de los distintos jefes tribales. A la larga, la autoridad imperial terminó por ser testimonial en Occidente, hasta el punto de que Odoacro, jefe de los hérulos, terminó por deponer al emperador Rómulo Augustolo y asumir él mismo el control de los territorios que aún quedaban bajo su jurisdicción. Como gesto simbólico del fin del Imperio, Odoacro envió las insignias imperiales a Constantinopla y adoptó el título, no de “emperador”, sino de “rey de Italia”

Hacia el 476 Roma había desaparecido como Imperio, y las provincias que antes formaban el mismo se fueron convirtiendo en reinos gobernados por las tribus que los habían ocupado. Sin embargo, esto no proporciono estabilidad y paz en Occidente, los mismos pueblos barbaros luchaban entre sí por ampliar sus territorios, con las miras puestas en crear algo parecido a lo que habían destruido. El sueño imperial seguía perviviendo en Occidente, no ya de la mano de los romanos, sino de los pueblos barbaros que los estaban dominando. En la península itálica, concretamente, el vaivén de reinos y reyes fue constante durante este tiempo: tras la caída del Imperio, los hérulos se erigieron en dueños de la situación por un breve espacio de tiempo (476-493), hasta el advenimiento de los ostrogodos de Teodorico el Grande (474-526), cuyo reinado abarcó los años 493-526.

Con la llegada de los ostrogodos parecía que llegaba a la península itálica un tiempo de paz y estabilidad, pues Teodorico aspiraba a construir un reino capaz de emular a la desaparecida Roma. Así, a su muerte en el 593, las fronteras del reino de Teodorico abarcaban casi todos los territorios continentales del antiguo Imperio romano, con la excepción de la Galia. El sueño imperial parecía haber encontrado en el ostrogodo su restaurador, como ponía de manifiesto su respeto por las tradiciones administrativas romanas, que le garantizaron el apoyo de las elites romanas. A la consolidación de este sueño contribuyo la paz religiosa de que gozaron sus dominios, en los cuales, convivían católicos y arrianos; la llamada “paz ostrogoda” garantizó durante un tiempo la convivencia religiosa, que terminó de forma abrupta tras la prohibición del arrianismo en el Imperio Oriental por Justiniano, dando lugar a una encarnizada persecución contra los católicos en los territorios del reino ostrogodo.

Sin embargo, algo parecía estar cambiando en el panorama político del Mediterráneo al mismo tiempo que Teodorico iba consolidando su posición en Occidente. Y ese algo fue el fortalecimiento del Imperio oriental tras un periodo de inestabilidad durante el siglo anterior. Durante el siglo V el Imperio de Oriente había logrado salvarse de las incursiones bárbaras a través de la diplomacia y la acción militar, que lograron desviar la oleada invasora hacia Occidente; el único peligro grave que tenía que afrontar procedía del renacido Imperio persa que, bajo la dinastía de los Sasánidas, amenazaba los territorios imperiales, constituyendo el principal peligro para su supervivencia. La victoria de Justiniano (527-565) sobre el rey persa Cosroes I (501-597), en la batalla de Dara (530) alejo momentáneamente el peligro persa, permitiendo al emperador centrarse en su gran objetivo: reconquistar para el Imperio los territorios occidentales antaño pertenecientes a Roma y que, por tanto, pertenecían a Constantinopla como heredera de la misma.

De la mano de sus generales Belisario, Narses y Mundus el emperador fue poco a poco recuperando los principales territorios imperiales de manos de los barbaros: norte de África, Cerdeña, Córcega, Baleares, Dalmacia, península itálica y sur de Hispania, pasaron a formar parte del Imperio oriental. Parecía que el sueño del renacimiento imperial se haría realidad de la mano de Justiniano, el más grande de los emperadores bizantinos desde Constantino. Sin embargo, esta política imperial trajo consigo una grave crisis económica para el Imperio que, unida a la epidemia de peste del año 543, frenaría la política expansionista de Justiniano. A partir del siglo VII y VIII el Imperio fue progresivamente replegándose en Occidente y Oriente, ante el empuje del Islam, persas, búlgaros, eslavos, lombardos y visigodos, que fueron adueñándose de extensos territorios como Egipto, Siria, Palestina, sur de Hispania, península itálica, norte de África…, claves económica y políticamente para el prestigio y supervivencia del Imperio.

GREGORIO, CIUDADANO ROMANO

A grandes rasgos este es el contexto histórico en el que surge y se desarrolla la vida de San Gregorio Magno. Este nace en Roma en el año 540, el mismo año en que los ejércitos bizantinos ocupaban la antigua capital imperial de Ravena, que pasaría a convertirse en la capital del Exarcado de Ravena, el centro de poder político imperial bizantino en la península itálica.

Gregorio pertenecía a la gens Anicia, una de las familias patricias más importantes de Roma, que había prestando importantes servicios al Imperio, y que ahora, desaparecido este, seguía ejerciendo su influencia a través de la Iglesia. Los papas Félix III (492) y Agapito II (536) pertenecían a esta familia, y varios miembros de la misma habían abrazado la vida religiosa, como era el caso de las hermanas de Gregorio, o habían brillado por su santidad de vida, como fue el caso de sus padres Gordiano y Silvia. De este modo, la gens Anicia seguía manteniendo su prestigio y peso en la vida romana de una forma nueva, adaptada a las nuevas circunstancias, manteniendo su presencia en la Ciudad Eterna, mientras que otras familias patricias la habían abandonado buscando refugio e influencia en Ravena o Constantinopla.

A pesar de que el poder imperial había desaparecido, no fue así la influencia de las familias patricias que, como en el caso de la de Gregorio, seguían guiando los destinos de la Ciudad Eterna bajo el dominio de los diversos invasores. Así, en un primer momento, Gregorio siguió el tradicional cursus honorum romano, que le llevaría a ocupar distintas magistraturas de la ciudad, hasta llegar a ser elegido prefecto de la misma, el cargo civil más importante al que un noble romano podía aspirar. Sin embargo, en aquel ambiente políticamente enrarecido, en el que la ciudad cambiaba de amos constantemente, Gregorio se sintió profundamente insatisfecho y decidió orientar su vida al servicio de Dios, a través de la vocación monacal.

En aquel ambiente disipado, tanto en lo eclesial como en lo político, no pocos cristianos habían optado por abandonar el bullicio de las ciudades y retirarse a la soledad para vivir su vocación. Un ejemplo de ello fue san Benito de Nursia (480-547) que, como Gregorio, procedía de una familia noble de la península itálica, pero decidió abandonarlo todo para servir a Dios. Abandonando sus estudios en Roma, cuyo ambiente eclesial estaba fuertemente mundanizado, decidió iniciar una vida solitaria de oración y contemplación, a imitación de los primeros monjes cristianos que, en Egipto, habían dado origen al monacato cristiano. Después de varias vicisitudes, san Benito fundó, en el 530, el monasterio de Montecasino, en el cual inauguraría un nuevo estilo de vida monacal orientado por una regla que, inspirándose en modelos precedentes, debía organizar la vida del monje en torno a la oración y la labor.

Inspirado por este y otros modelos monacales, san Gregorio abandono las responsabilidades civiles, y fundó, en la misma Roma, y en lo que había sido su casa familiar, un monasterio bajo la advocación de San Andrés. Este se convertiría en el primero de una serie de monasterios fundados en sus posesiones, tanto de Roma como de Sicilia, en los cuales impondría como norma de vida la Regla de San Benito. Este apreció por la figura y obra del Padre del monacato occidental, se evidencia fuertemente en la vida de san Gregorio, que, en sus Diálogos, nos ofrece un relato biográfico del mismo, constituyendo la principal fuente de información sobre la vida de san Benito, al que llama con gran admiración hombre de Dios. Hasta tal punto sentía apreció por la obra benedictina, que, siendo ya papa, habría de encomendar a esta orden la misión de evangelizar a los pueblos paganos que se hallaban en la antigua provincia romana de Britania, introduciendo un carisma nuevo dentro del propiamente benedictino: el de la evangelización e inculturación del Evangelio.

Sin embargo, poco duró esta vida de retiro y contemplación del antiguo prefecto de Roma. Como más tarde le ocurrirá, la Iglesia solicito sus servicios para una misión delicada: representar al Papa en la Corte de Constantinopla. En aquel momento, siendo papa Pelagio II (579-590), las relaciones entre Roma y Constantinopla eran políticamente tensas, debido a los cambios políticos ocurrido en los últimos años. La presencia bizantina en la península itálica se vio amenazada por una nueva oleada de invasores, los lombardos, que, procedentes del norte de Europa, se habían introducido en la península itálica en el 568, logrando expulsar paulatinamente a los bizantinos de los territorios reconquistados. Esta nueva invasión ponía de manifiesto, especialmente para el Papado, la debilidad del poder bizantino, por aquel entonces enzarzado en una serie de guerras contra los persas, búlgaros y eslavos, en la península itálica. El giro hacia Oriente de la política exterior bizantina, supuso la pérdida de interés por Occidente, cuyos territorios Bizancio había asumido que jamás serian recuperados para el Imperio, y el inicio de un movimiento político del Papado hacia los pueblos germánicos, buscando, especialmente entre los francos, un nuevo aliado y protector.

Sin embargo, a pesar de este giro político de Roma y Constantinopla, los lazos políticos y religiosos entre ambas capitales seguían siendo muy fuertes, lo que obligaba a mantener unas cordiales relaciones diplomáticas entre la primera autoridad romana, el Papa, y el heredero del poder romano, el Basileus bizantino. De este modo, aunque Pelagio II buscara ya tímidamente el apoyo de los francos, todavía era necesario avenirse con Bizancio, cuya presencia en la península itálica, si bien testimonial, era todavía un seguro para la independencia de Roma.

Así, en el 579, al poco de ser ordenado diacono, el Papa Pelagio envió a Gregorio como apocrisiario o legado a la corte de Constantinopla. La noble cuna y las dotes diplomáticas de Gregorio le sirvieron para introducirse en la corte imperial, donde pronto se introdujo en el círculo de la familia imperial de Mauricio (539-602) y reforzó sus lazos con las familias patricias de Roma establecidas en la corte bizantina. Allí, pudo constatar de primera mano lo endeble del poder bizantino en aquel momento, amenazado en diferentes flancos, y el del propio emperador que acabaría asesinado en el año 602, junto a toda su familia. Gregorio se dio cuenta de la débil posición del Papado en aquella coyuntura, y la necesidad perentoria de buscar un nuevo poder protector, a la par que se imponía un reforzamiento de la autoridad civil del Papa ante el vacío de poder creado por la caída del Imperio y la debilitad intermitente de Bizancio.

Sin embargo, no todo fue política en su estancia en la capital imperial. En la corte de Bizancio Gregorio entró en contacto con otro de los grandes protagonistas del siglo VI, san Leandro de Sevilla, hermano de san Isidoro, y una de las más grande lumbreras de la Iglesia visigoda y universal. El motivo de la estancia de san Leandro en Constantinopla era la búsqueda de apoyo para la rebelión católica del príncipe Hermenegildo, hijo del rey Leovigildo, que, apoyado desde los territorios bizantinos peninsulares, había iniciado una rebelión contra su padre. El contacto entre ambos hombres de Iglesia, Gregorio y Leandro, se mantendría a lo largo de los años, constituyendo para el primero una de las glorias de su pontificado la conversión de los visigodos al catolicismo bajo Recaredo, hermanos de Hermenegildo e hijo de Leovigildo, en el año 589.

Finalizado su servicio diplomático en Constantinopla (585-586), Gregorio decidió de nuevo retirarse a la vida monacal y solicitar al Papa ser enviado como misionero entre los anglosajones. Sin embargo, Pelagio II decidió mantenerlo en Roma, escogiéndole como secretario suyo, cargo que ocupó hasta la muerte de este (590). A pesar de su deseo de retirarse, una vez cumplido su servicio al Papa, el pueblo y clero de Roma tuvieron claro que él era el hombre que la Iglesia necesitaba en aquel momento, no sólo por su grandeza espiritual e intelectual, sino por sus dotes de gobierno. Roma necesitaba en aquel momento, no sólo un pastor y un doctor, sino un guía, un gobernante, un padre, que la gobernara y, sobre todo, la consolara en medio de la guerra, la peste y el hambre.

GREGORIO MAGNO, PAPA Y PROTECTOR DE LA URBE

La caída del Imperio Romano de Occidente supuso un fuerte golpe para las ciudades, centros neurálgicos de la vida imperial, donde se regían los destinos de las provincias. Durante siglos habían sido los centros políticos, económicos, sociales y culturales del Imperio, que, con el advenimiento del Cristianismo, habían pasado a ser también centros de la administración eclesiástica. Sin embargo, a partir del siglo IV, se inicia una progresiva decadencia de los núcleos urbanos, favoreciendo una ruralización de la sociedad, que alcanzara con el Feudalismo su más alta expresión. Las grandes villas del patriciado urbano se convirtieron en los nuevos núcleos de poder económico, social y militar, desde los cuales se gobernaban extensas áreas, y en las cuales el Estado ya no ejercía prácticamente autoridad alguna.

La desbandada general de las autoridades civiles de las grandes ciudades, creo un vacío de poder que fue necesario ocupar por el bien de los ciudadanos, obligando a la autoridad eclesiástica a asumir las competencias civiles que antes ejercían los funcionarios imperiales. En no pocas ocasiones, tuvieron que ser papas y obispos quienes asumieran la defensa y el abastecimiento de las principales ciudades imperiales, al tiempo que debían ejercer de diplomáticos ante los invasores a fin de garantizar un mínimo de respeto por las vidas y posesiones de los habitantes de las urbes. Así, por ejemplo, fue san León Magno el encargado de negociar con Atila y Alarico el destino de la ciudad de Roma, ante el abandono de la misma por parte del poder civil; otro caso similar, lo encontramos en el norte de África, donde san Agustín, tuvo que afrontar el ataque de los vándalos a la ciudad de Hipona, organizando la defensa y el cuidado de los ciudadanos allí sitiados. No fue, pues, el poder eclesiástico el que usurpo las atribuciones del poder civil, sino que, el abandono de estas por este, le obligo a asumirlas de forma espontánea.

En este contexto, san Gregorio Magno tuvo que asumir la difícil tarea de gobernar, no sólo la Iglesia y la diócesis de Roma, sino también la ciudad de la cual era obispo. Esta tarea no era sencilla, pues, bizantinos y ostrogodos, y más tarde los lombardos, no se lo pusieron fácil. Ya su predecesor, el Papa Pelagio II, tuvo que afrontar la invasión de los lombardos y las dificultades de los bizantinos para defender Roma y el Exarcado de los nuevos invasores; también tuvo que hacer frente a las fuerzas de la naturaleza, pues, en el invierno del 589 al 590 el Tíber se desbordó, causando grandes estragos en la ciudad y desencadenando una epidemia de peste que, a la postre seria la causa de la muerte del predecesor de Gregorio. De esta manera, el nuevo Papa tenía ante sí una tarea difícil y compleja, casi titánica, de sacar a la capital de su Diócesis del marasmo en que se encontraba, sabiendo que dependía de sus propias fuerzas para ello.

La primera gran prueba a la que tuvo que hacer frente Gregorio fue el ataque de los lombardos del rey Agilulfo (590-616) que, como sus antecesores, ansiaban expulsar a los bizantinos de la península para consolidar su fuerza en la misma. La situación no podía ser más desesperada para Gregorio, dadas las difíciles relaciones que mantenía con los bizantinos, que tenían totalmente desatendida la defensa y el aprovisionamiento de Roma. Ya, con anterioridad, estos se habían negado a restaurar los acueductos que surtían de agua a la ciudad y que se hallaban deteriorados desde la invasión visigoda del 537; ahora, el exarca de Ravena abandonada a su suerte a la ciudad imperial, cuya guarnición griega apenas opuso resistencia ante la falta de puntualidad en la paga. Esta situación obligo a Gregorio a asumir la dirección de la ciudad y negociar con los lombardos el fin de asedio, que se materializo a cambio de un tribuno anual de 500 libras de oro, procedentes de las arcas de la Iglesia. Una vez más, el obispo de Roma había salvado la situación al asumir la dirección política de la ciudad, ante un poder imperial sobrepasado por las circunstancias.

El fin de la presión lombarda, permitió a Gregorio centrar su atención en otros aspectos del gobierno de la ciudad de Roma que era necesario atender. El avance de los lombardos por la península itálica había producido un éxodo máximo hacia Roma, en la cual se hacinaban gentes procedentes del norte, entre los cuales se encontraban un numero importantes de monjes que, expulsados de sus monasterios por los lombardos, buscaban en Roma cobijo. Esta gran afluencia de refugiados, unido a los problemas de salubridad que padecía Roma, hicieron que las epidemias y hambrunas fueran algo común durante esos años, para disgusto de Gregorio. Para poder alimentar debidamente a esta masa, el Papa procedió a una incesante actividad diplomática y económica, destinada a garantizar el abastecimiento de la Ciudad Eterna, constantemente interrumpido por las guerras y las difíciles relaciones con los bizantinos.

Así, Gregorio puso al servicio del pueblo romano los bienes de la Iglesia, que ya por entonces poseía importantes propiedades, muchas de las cuales pertenecían al propio patrimonio personal del Papa, y que eficazmente administradas sirvieron para afrontar la manutención del gran número de pobladores de la Urbe. La distribución de comida y limosnas entre los pobres fue uno de los motores, no el único, del fortalecimiento de la figura del Papa y de la recuperación de su prestigio, gravemente dañado por algunos de sus predecesores. Roma volvía a gozar de un defensor, como lo había tenido en san León Magno, curtido en el ejercicio de la autoridad civil y que ahora, obispo de la ciudad, ponía al servicio de su ministerio su experiencia anterior.

Sin embargo, el cuidado de la ciudad de Roma no se podía limitar a la gestión de su abastecimiento. La experiencia del asedio lombardo del 592 había puesto de manifiesto el poco interés de los bizantinos en la defensa de Roma y la necesidad de encontrar, para el ejercicio libre de la autoridad espiritual, el apoyo de un poder civil fuerte que garantizara la libertad y defensa de la Ciudad Eterna. Así, empieza a producirse, como hemos apuntado más arriba, un tímido giro estratégico del Papado hacia el mundo germánico, que habría de librar al Papado del control impuesto por Bizancio desde hacía tiempo. La experiencia del pontificado de Vigilio (537-555) había puesto de manifiesto la poca o ninguna independencia del Papado, y la excesiva injerencia del poder bizantino en los asuntos de Roma. Llegado a ella en el 537, el papa Vigilio había sido impuesto por Justiniano, que depuso a su predecesor Silverio (536-537), y ejerció su autoridad de un modo errático, favoreciendo descaradamente los intereses bizantinos, incluso en materias doctrinales, doblegándose a los deseos del emperador para un entendimiento con los herejes monofisitas a fin de alcanzar la paz religiosa en el Imperio.

Librarse de la tutela excesiva de Bizancio fue uno de los grandes retos del pontificado a lo largo de los siglos VII, pero que tiene sus bases en el siglo VI. Siguiendo la estela de su predecesor, que ya había puesto sus esperanzas en los merovingios, Gregorio inicio una apertura hacia el Norte y el Oeste, con la esperanza de encontrar en sus gentes unos solidados aliados del Papado. Así, mantuvo frecuentes contactos con la Hispania visigoda, cuya conversión al catolicismo se había producido durante el pontificado de Pelagio; y con los reyes francos a fin de lograr mantener a raya a los ducados lombardos, que constituían una amenaza constante sobre Roma y las posesiones de la Iglesia. Sin embargo, Gregorio era consciente de que esta apertura era un proyecto a largo plazo, que exigiría de sus sucesores una especial atención y que, por suerte o por desgracia, seguía siendo necesario contar con el auxilio del Imperio. Pero ya era evidente, como los hechos iban demostrando, que existía una progresiva separación entre Oriente y Occidente, entre Roma y Constantinopla que, manifestada en pequeños, pero importantes detalles, hacía necesario replantear la geoestratégia del Pontificado de cara al futuro.

San Gregorio Magno falleció el 12 de marzo del 604, dejando tras de sí un Papado que había recuperado el prestigio perdido en tiempos pasados. La independencia con respecto al poder bizantino sería mantenida por su inmediato sucesor Sabiniano (604-606) y por Bonifacio II (607), no así por san Bonifacio IV (608-615) con el que el Papado volvería a caer bajo el influjo bizantino coincidiendo con el gobierno de Heraclio (610-641). Habría que esperar hasta el siglo VIII para que finalmente, de la mano de Gregorio II (715-731), el Papado iniciase seriamente su desvinculación del Imperio Oriental y se dirigiera con paso firme hacia el mundo germánico.

GREGORIO, PASTOR DE LA IGLESIA

A pesar de las amplias obligaciones de Gregorio como gobernante de la ciudad de Roma, nunca dejó de lado sus responsabilidades como pastor, no ya de su diócesis, sino de toda la Iglesia universal. Eran tiempos difíciles para una dedicación exclusiva a la tarea pastoral, pero él supo compaginar perfectamente las obligaciones temporales con las espirituales, consciente de la conexión intima entre unas y otras.

San Gregorio Magno fue siempre, en lo más íntimo de su alma, un monje, vocación que no pudo desarrollar en el silencio del monasterio por las diversas circunstancias que rodearon su vida. Primero, tuvo que abandonar el monasterio para ser ordenado diacono y marchar como legado papal a Constantinopla; después, al regresar a la Ciudad Eterna, Pelagio quiso tenerlo a su lado como secretario; y finalmente, tras la muerte del Papa, y aceptando la voluntad el pueblo y clero de Roma, tuvo que asumir el ministerio petrino. Sin embargo, jamás desaprovecho la oportunidad, en su ajetreada vida, de retirarse al silencio y la contemplación, como lo evidencia el hecho de que, durante su estancia en Constantinopla, residiera en un monasterio, a la par que atendía los asuntos diplomáticos en la corte imperial. En no pocos de sus escritos, se deja traslucir esa añoranza por la vida retirada del cenobio, pero también la aceptación humilde de la misión pastoral a la que Dios, el mismo Dios que lo había llamado a la vida monacal, le había llamado a través de las personas y acontecimientos que lo rodeaban.

Su amor por la vida monacal, se manifestó en el apoyo y cuidado que tuvo con los monjes, especialmente los benedictinos, a cuya orden pertenecía. Sus principales escritos como los Diálogos o su Comentario al libro de Ezequiel, van dirigidos a los monjes, presentándoles ejemplos y modelos de santidad monacal, o exponiéndoles la palabra de Dios a fin de que crecieran en su vida interior a través de la escucha atenta de la misma. Fue él quien dio a conocer la figura de San Benito, como san Atanasio hiciera antaño con la de san Antonio, a través de su pluma, plasmando los hechos, milagros y enseñanzas del hombre de Dios en el capítulo VII de su obra De Vita et Miraculis Patrum Italicorum et de aeternitate animarum, en la que realiza una breve biografía de una serie de santos del siglo IV, poniendo un especial énfasis, no tanto en los datos históricos, como en las enseñanzas que podían derivarse de sus vidas para el monje.

A pesar por su amor por la vida monástica, san Gregorio no rehusó las obligaciones que tenía como pastor de almas, en medio del caos que le rodeaba. Era consciente de que Dios le había llamado a desempeñar su vocación monacal en medio de las vicisitudes del mundo y que, a pesar de la nostalgia que pudiera anidar en su alma por el silencio y la contemplación, Él lo necesitaba en medio de los hombres. No fue un caso único el de Gregorio, otros santos pastores de los primeros tiempos se vieron obligados a abandonar la tranquilidad del monasterio, para asumir tareas para las cuales no se sentían preparados; santos como san Juan Crisóstomo o san Gregorio Nacianceno fueron también extraídos de los claustros monacales para asumir la difícil tarea de gobernar una diócesis, para la cual se sentían indignos e incapaces, llegando a huir para evitar la elección. Sin embargo, san Gregorio asumió la tarea de regir la Iglesia, viendo en ello la mano del Señor, y afrontándola con el espíritu de servicio y entrega generosa que había aprendido de la regla benedictina.

Del cuidado de las almas y la preparación para ello, dejó Gregorio escrito una Regla pastoral, especialmente dedicada a la formación de los pastores, en la cual, a partir de su propia experiencia, trató de transmitir la necesidad de entrega, generosidad, paciencia, mansedumbre y amor que debían brillar en el ser y obrar de los pastores de almas, especialmente, de los obispos. Siguiendo el ejemplo de otros escritos similares, como el Dialogo sobre el Sacerdocio de san Juan Crisóstomo, san Gregorio mostraba una preocupación especial por la formación de los futuros pastores, especialmente, en un ambiente en donde no pocos accedían al ministerio por motivos poco sobrenaturales o minusvaloraban la importancia del servicio pastoral comparado con la vida contemplativa. En este aspecto, san Gregorio siempre dio prioridad a un concepto de contemplación más interno que externo, compatible, hasta donde la humana naturaleza permite, con el ejercicio del ministerio pastoral. No había, pues, para él contradicción entre el servicio a Dios y el de los hombres, ambos se complementaban y tenían una misma raíz, que era el amor divino manifestado en las obras.

No sólo atendió san Gregorio al cuidado de la formación de los pastores, sino también en el de los fieles, a favor de los cuales desarrollo una intensa labor homiletica y catequética, que lo consagraron como el gran predicador de la Edad Media. A través de sus Homilías a los Evangelios, san Gregorio iba desgranando el contenido de los textos sagrados, en un lenguaje asequible a sus oyentes, carente de todo artificio, más atento a veces al sentido simbólico y espiritual que al propiamente literal. En sus Comentario al libro de Job, san Gregorio continua la labor exegética con una finalidad práctica, tal y como había hecho en sus Comentarios al libro de Ezequiel: en medio de la crisis que viven sus fieles, que el comparte con ellos, el ejemplo de Job debe alimentar su fe y esperanza, con la mirada puesta en el triunfo final del cristiano unido al Cristo sufriente.

No termina la labor pastoral de Gregorio con el cuidado y solicitud por la Iglesia de Roma o por otras de la Cristiandad occidental. Esta se prolonga también en el plano de la evangelización a través de su iniciativa de cristianización de los pueblos anglosajones. Ya antes de ser elegido Papa, san Gregorio sintió la llamada de Dios para ir más allá de las fronteras continentales y llevar el mensaje de Cristo a las islas británicas, pero la muerte de Pelagio II se lo impidió. Sin embargo, ahora, y a pesar de las dificultades por las que atravesaba la Iglesia en distintos puntos de Occidente, Gregorio no pudo resistirse a retomar este deseo y organizar la evangelización de los anglosajones. Y es que, a pesar de que Britania había sido una provincia romana, el abandono de esta por parte del poder imperial en el 410, dio paso a un periodo de continuas invasiones que deshicieron toda huella de civilización incluida la fe cristiana. De ahí, la tarea titánica que se le presentaba a Gregorio que, como en otros retos, fue afrontada con la eficiencia que le caracterizaba.

La evangelización de los anglosajones fue encomendada a la orden benedictina, con lo que san Gregorio unía al tradicional binomio de Ora et labora, el de la evangelización. Los hijos de san Benito fueron llamados por el Papa a extender la fe de Cristo, tarea que realizaron con gran eficacia y enorme sacrificio. Fue gracias a la labor de san Agustín de Canterbury (534-604) y de sus monjes francos como el Cristianismo volvió de nuevo a las tierras britanas, iniciando su conversión en el reino de Kent, uno de los siete que conformaban la Heptarquía, los siete reinos en los que se había dividido la antigua Britania romana. Nada más llegar, san Agustín contó con la ayuda del rey Etelberto (560-616), que pronto se convertiría al catolicismo, y desde la ciudad de Canterbury inicio una serie de misiones que pronto cosecharon importantes frutos de conversión. Uno de los factores que explican este éxito de la obra de evangelización, fue el hecho de que, siguiendo las instrucciones de san Gregorio, san Agustín llevo a cabo una pastoral de inculturación del Evangelio sobre el principio gregoriano de no destruir los santuarios, limpiadlos, es decir, convertir los lugares de culto pagano en lugares de culto cristianos.

De esta manera, el Papa cumplía su sueño de ganar para Cristo a los pueblos anglosajones, sentando las bases para el desarrollo cultural y misionero de las islas británicas que, en la centuria siguiente, habrían de nutrir las filas de los misioneros destinados a los territorios germánicos y preparar el surgimiento del Renacimiento carolingio.

Finalmente, cabe destacar las importantes aportaciones de san Gregorio a la Liturgia romana, especialmente, en el campo del canto. Es junto a san León Magno y Gelasio uno de los principales pontífices liturgistas cuyos Sacramentarios, antecedentes del Misal romano, recogían las oraciones y formularios de la celebración Eucarística. Además, dio un fuerte impulso al canto litúrgico que, tras un periodo de esplendor, se había anquilosado. No en vano, bajo su pontificado vio la luz una nueva forma de canto litúrgico, el canto gregoriano, que formaría parte inseparable de las grandes celebraciones litúrgicas de la Iglesia durante los milenios siguientes, inspirando otras formas musicales destinada a su uso litúrgico.

CONCLUSION

San Gregorio Magno, en cuya tumba figura el título de Cónsul de Dios, fue el último gran pontífice del mundo antiguo y el primero de la Edad Media. Si bien carecía de la elocuencia y cultura de un san Agustín, esto no impidió que a través de sus escritos ejerciese una influencia importante en el pensamiento y espiritualidad cristianas de la Edad Media. En ellas podemos encontrar los fundamentos de la formación pastoral y de la teología moral, que asoman en su Regla pastoral y en sus Comentarios al libro de Job, que tanta admiración causaron en la Edad Media y lo hicieron el autor más leído y citada por los autores cristianos de la misma.

Por otra parte, San Gregorio Magno sentó las bases del ejercicio del poder temporal del Papado, convirtiendo al Romano Pontífice, no sólo en el obispo de Roma y Vicario de Cristo, sino también en el primer ciudadano de la Urbe. Roma encontró en él un perfecto administrador, no sólo de los bienes espirituales, sino también de los temporales, asumiendo una tarea para la cual estaba preparado tras su paso por la prefectura de Roma. Con la asunción de las tareas civiles, impuesta por las circunstancias del momento, el Romano Pontífice se convertía de facto, en señor temporal de Roma y de los Estados Pontificios que, de forma embrionaria, estaban ya surgiendo en tiempos de san Gregorio.

Pero Gregorio no se dejó absorber por las tareas administrativas, sino que ejerció con igual o mayor diligencia aquellas que le correspondían como Obispo de Roma. Su preocupación por el bien espiritual de sus fieles, de las necesidades de las demás Iglesias y el apoyo al monacato, manifiestan un afán indómito de cumplir fielmente la tarea encomendada por Dios al elegirlo como Papa. Y todo ello, con una gran humildad, que le llevo a preferir, frente al título pomposo de Patriarca ecuménico, asumido ilegítimamente por el Patriarca de Constantinopla, el de Siervo de los Siervos de Dios, más acorde con el espíritu benedictino y monacal.

Testigo del fin de un mundo y del nacimiento de otro, San Gregorio Magno se nos presenta, a los cristianos del siglo XXI, como un modelo a seguir en medio de la crisis y decadencia que azotan actualmente a Occidente. Como otros grandes pastores de su tiempo, como san Isidoro de Sevilla, el Cónsul de Dios asumió la tarea de preparar a la Iglesia para un cambio de época, en plena fidelidad a la herencia recibida y transmitirla con la conciencia de ser, como san Gregorio mismo sabia, custodio de un deposito que a él no le pertenecía, sino que se le habían entregado para ser transmitido fielmente.

Recibir, custodiar y transmitir es también la tarea que hoy asumimos a fin de que, pase lo que pase con Occidente, no se pierda la fe y sea esta, como lo fue en tiempos de Gregorio, el fundamento de una nueva cultura cristiana, asentada sobre la roca firme de Cristo.

Vicente Ramón Escandell Abad, Pbro.

APENDICE

Siendo imposible, por el carácter de este trabajo, profundizar en todos los aspectos de la vida y obra de San Gregorio, adjunto al lector una breve reseña bibliográfica para que pueda ampliar la información en él contenido:

  • MATHIEU – ROSAY, Jean: Los papas de S. Pedro a Juan Pablo II, pp. 103-105
  • COLOMBÁS, García: La Tradición benedictina. Ensayo histórico, 2º tomo Los siglos VI y VII. Pp. 171-271
  • HENNE, Philippe: San Gregorio Magno, Palabra.

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Author: Rev. D. Vicente Ramon Escandell
Rev. D. Vicente Ramón Escandell Abad: Nacido en 1978 y ordenado sacerdote en el año 2014, es Licenciado y Doctor en Historia; Diplomado en Ciencias Religiosas y Bachiller en Teología. Especializado en Historia Moderna, es autor de una tesis doctoral sobre la espiritualidad del Sagrado Corazón de Jesús en la Edad Moderna