En nuestra sección A la luz de la Palabra, hoy hacemos una lectura del salmo 139
Salmo 139 y la dignidad de la persona. Un artículo del Dr. Mario Guzmán
Hace poco más de veinte años, tuve lo que yo llamo “mi conversión al catolicismo” y es que en realidad no fue una conversión en el estricto sentido de la palabra, pues nací y crecí católico. Sin embargo, como dice San Pablo en la carta a los Efesios 4,17-24 uno tiene que despojarse del hombre viejo que está viciado y revestirse del hombre nuevo creado a semejanza de Dios en justicia, santidad y verdad. Aunque claro, ese hombre nuevo es tan solo un embrión en mí, cuando mucho un feto, pues el hombre viejo pinta canas y se sigue sintiendo el dueño de la casa. Pero que nadie desestime a un niño por pequeño que sea, pues es por un niño que la salvación llegó al mundo, por lo que quizá aún tengo esperanza.
Pero volviendo a hace 20 años, un buen hombre hizo a bien recomendarme que hiciera oración con el salmo 139, ese hombre era un monje en el monasterio de Montserrat donde hacía yo una visita tratando de comprender los diferentes caminos espirituales del cristiano. Desde entonces ese salmo se convirtió en pieza clave de mi relación con Dios. Me di cuenta que ese embrión del que les hablaba, siempre ha existido, que una parte de él evolucionó físicamente, lleno de vicios, pecados y limitaciones y ahora se encuentra en la mitad de sus cuarentas, pero la otra sigue siendo un frágil ser que depende de Dios, quien lo conoce desde el vientre de su madre y que quiere guiarlo hacia Él.
El salmo dice:
Porque tú formaste mis entrañas, tú me tejiste en el vientre de mi madre.
Confieso que soy una obra prodigiosa, pues todas tus obras son maravillosas; de ello estoy bien convencido.
Mis huesos no se te ocultaban cuando yo era formado en el secreto, tejido en lo profundo de la tierra;
tú me veías cuando era tan sólo un embrión, todos mis días estaban escritos en tu libro, mis días estaban escritos y contados antes de que ninguno de ellos existiera.
(Salmo 139,13-16)
Ahora, con más de veinte años de mi “conversión” y también de experiencia clínica trabajando con adolescentes y adultos y siendo profesor de psicología, veo el mensaje perene e importante, incluso oportunísimo, de este salmo en nuestra época actual. Y es que vivimos un extraño momento histórico marcado por la indiferencia a la persona, por un “materialismo místico” donde por un lado nos obsesionamos con los más recientes dispositivos, nos desgastamos por construir riqueza material y por otro lado creemos en ideas irracionales como las del grupo por encima del individuo, de la reasignación sexual, de los eufemismos como son los supuestos “derechos reproductivos” y de la supuesta “muerte con dignidad o eutanasia”. Vivimos en la época en donde la pérdida de sentido crece y crece conforme la irracionalidad y falta de realismo aumenta. El individuo, en esta nueva mezcla ideológica, es despojado y se despoja de sentido, y de significado. Su vida, su existencia misma, su ser, termina siendo desechable. Tal vez, por contradictorio que parezca, a eso se deba la infestación narcisista que invade a occidente, pues la mente siempre ha encontrado formas de revelarse ante los absurdos, aunque sea construyendo otro absurdo. Es como si en el fondo del espíritu humano surgiera una voz que dice “¡yo soy importante, véanme!”
Y es que claro que el ser humano es importante, pero su importancia no radica en los logros materiales, o en el capricho de modificar su cuerpo con cirugías de reasignación sexual o de implantes mamarios para despertar la libido de los hombres. Tampoco radica en la popularidad alcanzada en las redes sociales o el reconocimiento efímero que la sociedad le puede dar. Su valía radica solamente en una cosa, solo en una característica que ningún otro animal contiene; en haber sido creado a la imagen y semejanza del Señor (Genesis 1, 27) y por ello somos importantes, pues para Él somo su creación máxima, una “obra prodigiosa”. Por ello nos conoce íntimamente, pues “nos veía cuando éramos tan sólo un embrión”, tú y yo y tu vecino, y el asesino, y el pedófilo, y el político sin escrúpulos, y la persona en el otro bando ideológico, y quienes buscan destruir la Iglesia desde dentro, como se empeñan impunemente muchos en el clero Alemán y en otras latitudes, y la persona que te lastimó, y quien aún no ha nacido y quien está postrado en terapia intensiva por el indomable bicho que azota a la humanidad, todos absolutamente todos somos una obra prodigiosa, pues todos cargamos la imagen y semejanza de Dios.
Sin embargo, todos cargamos también la imagen y semejanza del pecado original, cargamos nuestra naturaleza fallida y caída. Esa naturaleza humana que nos aleja de Dios, que nos hace ser no como Él, sino como el ídolo más grande de la historia, ese ídolo que encontramos todos los días enfrente del espejo, esa imagen y semejanza del ego, de la soberbia, de la persona que uno quiere ser y no la que Dios quiere que seamos. Ese hombre viejo del que hablaba San Pablo que creció junto con el hombre nuevo desde que ambos eran embriones en el vientre de nuestras madres y que desafortunadamente suele llevar la delantera, pues qué fácil es verse a uno mismo y no ver a Dios, qué fácil es buscar nuestros caminos y no los de Él, ¿verdad? Al menos lo es para mí, y de ahí que el salmo 139 me ofrece, nos ofrece a todos, una hermosa exclamación, una profunda petición a nuestro padre donde reconocemos que nosotros solos no podemos, que lo necesitamos a Él para conducirnos correctamente.
El salmo dice:
Examíname, Señor, y reconoce mi interior, explórame y conoce mis pensamientos;
mira si voy por mal camino y guíame por el camino eterno.
(Salmo 139, 23-24)
Así pues, dirijámonos al Señor como quien se dirige a un padre amoroso, a un padre que ha construido una relación íntima con su hijo y que lo único que busca es su bien. Pidámosle que nos examine, que reconozca nuestro interior explorándonos y conociendo nuestros pensamientos, para que, si vamos por mal camino, Él nos sepa guiar por el camino eterno. Para que sepamos dejar al hombre viejo detrás, al ídolo en el espejo, y dejemos espacio para el hombre nuevo, ese hombre que se esfuerza en ser como Dios; justo, santo y fundamentado en la verdad.
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Por Mario Guzmán Sescosse
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