Gilmar Siqueira nos habla de una obra de Pereda: «de tal palo tal astilla» y se centra en su personaje principal, Águeda
«El carácter de Águeda» un artículo de Gilmar Siqueira sobre el libro de Pereda: de tal palo tal astilla
“Las personas que no conocen el dolor son como iglesias sin bendecir”. Luis Rosales.
Es muy probable que yo esté completamente fuera del tiempo. Una – de las muchas que habrá – prueba de ello es que sigo leyendo a Pereda como si el maestro hubiera publicado sus novelas ayer mismo. Y con la misma rareza me pongo a comentar el ensayo que le dedicó Menéndez Pelayo, como ya lo hice antes a proposito de la novela El Buey Suelto. Al día de hoy hay incluso más gente como Gedeón que en los días de Pereda; pero ni el mismo autor podría entonces imaginar que los ataques al casamiento llegarían al horrible punto en que han llegado.
Más difícil, sin embargo, sería encontrar en nuestros días alguien con el carácter de Águeda, personaje de la novela De tal palo, tal astilla. Y no lo digo por el tiempo que nos tocó vivir: creo que sería difícil encontrar una Águeda en los mismos tiempos de Pereda e incluso antes. Ella es una personaje difícil, en el sentido de que apenas podemos penetrar en su alma por los señales de ella que nos da su creador. A mí me hizo recordar a las grandes personajes de Baring: Blanche Clifford, Beatrice Lord y Fanny Choyce. Veamos qué dijo Menéndez Pelayo sobre Águeda:
(…) el carácter de Águeda estaba bien concebido, y ¡cuan hermosos y trágicos efectos podía haber sacado el autor de la eterna lucha entre la pasión y la ley moral! Bien está que Águeda, católica a la española y montañesa a toda ley, cumpla con su deber sin aparato ni estruendo, aunque su resolución le cause dolores mortales. Bien está que su fe acendrada y robusta, su buen sentido natural, lo recto y nunca maleado de su razón la impidan transigir con la impiedad, aunque vaya unida a toda la gallardía de la juventud, a todo el fuego de la pasión y a todo el poder y alteza del ingenio. Pero ¿era preciso para esto hacerla tan impasible, estoica y marmórea, cuando al fin era mujer y enamorada?
Para los que no hayan leído todavía De tal palo, tal astilla trataré de hablar algo de la historia y en seguida volveremos a Águeda: la novela empieza con el viejo doctor Peñarrubia en medio de una tempestad acompañado del parlanchín Macabeo (“admirable personaje, uno de los mejor hechos del libro”, según Menéndez Pelayo). Águeda había mandado llamar al doctor porque su madre estaba muy enferma. Desgraciadamente el doctor nada pudo hacer y la buena mujer murió. Entonces Águeda y su hermanita Pilar quedaron solas, porque su padre también había muerto años antes; pero no tan solas como para poder llorar en paz, porque don Sotero, hombre asqueroso que ganó la confianza de la madre de Águeda fingiendo ser muy piadoso, fue encargado de “cuidar” de las muchachas. Y bien que lo hizo.
Pero no era esta la única dificultad de Águeda: aún en vida de su madre había conocido a Fernando, hijo del doctor Peñarrubia, y los dos se habían enamorado. Y aquí empieza el conflicto: todavía sin conocer a la desesperación, Fernando aborrecía a la religión como el mismo diablo, y la madre de Águeda no aprobó entonces la relación. Ya lo sé que dicho de esta manera la cosa parece más bien un drama dulzón para engatusar beatas, sin embargo el conflicto es real: los fundamentos de la vida de Fernando y Águeda eran distintos y por eso ella veía muy claramente (y lo habría visto con o sin la intervención de su madre) que esto podría destruirlos.
Menéndez Pelayo dijo que los diálogos entre los enamorados eran más bien flojos y es muy posible que tenga razón. Pero de ellos podemos sacar la seguridad de Águeda en la decisión de apartarse de Fernando, su sacrificio en hacerlo y la disposición de ofrecer su misma vida a Dios si por ello Fernando pudiera tener fe.
Padeció, luchando un solo momento, más que había padecido en tantos días de incesantes batallas. El corazón le puso un sí entre los labios; pero al primer grito de su conciencia le devoró con vergüenza de su debilidad; acogióse al recuerdo de su madre y a las advertencias de su fe, y con un esfuerzo sobrehumano, y entre los gritos de su amor despedazado negóse resueltamente al deseo del infeliz amante. Pero en aquellas pocas palabras creyó haber dictado una sentencia de muerte.
Sus palabras, su seguridad en su fe, tambalearon a Fernando; lo que él llamaba superstición y fanaticismo religioso, cosas que había combatido con saña, no tenían cabida en Águeda. Ella era demasiado grande para esas nimiedades. Sin embargo, tampoco podría él, con los poderes de su razón, aceptar aquella fe que le parecía una esclavitud del intelecto humano. Por primera vez en su vida tuvo dudas sobre su éxito y hasta sobre su razón: es que la persona de Águeda la hacía tambalear, quizás más incluso que sus argumentos; no que fueran malos los argumentos de la joven, pero Fernando era uno de aquellos que tenían pronta respuesta para todo.
Ahí el pobre comenzó a entrar, como temía Águeda, en el camino de la desesperación. Su único intento de acercarse a la fe que ni siquiera había conocido fue fallido. Verá el lector que don Sotero tuvo que ver con ello, pero no totalmente. Fernando, en aquél sufrimiento terrible, no podía aceptar que hubiera un Dios; en el primer grande sufrimiento de su vida, concluyó que, si realmente existiera un Dios, tendría que ser cruel. Entonces se quitó la vida.
Si existe ese Dios a quien adoras y me sacrificas – decía un párrafo de la carta del suicida –, ¿por qué siembra de oprobios y de afrentas el único camino por donde puedo buscarle para conocerle y merecerle? O tu Dios no existe o es el mal.
Fernando, incapaz de comprender lo que pasaba y tampoco incapaz de aceptar que no podría comprenderlo, se rebeló: cansado y con rabia desistió de luchar echándole la culpa al Dios que no conocía. Creo que esta novela de Pereda tiene grandes semejanzas con C., de Maurice Baring, sobre la que también escribí un artículo: en ella, al fin de su vida el personaje Caryl Bramsley vio que su amada Beatrice Lord era el punte que podría conducirle a Dios; pero, como él mismo lo confesó, no tuvo fuerzas para flanquear el punte. Y no las tuvo porque su carne le arrastró hacia atrás. Y a Fernando, sin embargo, le arrastró el orgullo de su razón que no podía someterse. Pero Águeda, como la Beatrice Lord de Baring, lo esperaba y lo esperaría siempre, sin que por ello tuviera que arriesgar su propia alma en el triste abismo en el que vivía su amado.
Concebía a Fernando incrédulo, separado de ella y hasta luchando inutilmente por creer para merecerla; imaginósele alguna vez desesperanzado y desfallecido, y aun sucumbiendo entre dudas… Pero morir por su propia mano y abrazado a sus errores, con la desesperación en el alma y la blasfemia entre los labios, y ser ella el motivo, la chispa que produjo la explosión de tal demencia, pasaba mucho más allá de los límites de sus previsiones. Ni en el cielo podía haber perdón para crimen tan horrendo, ni en la tierra descanso ni sosiego para ella.
Y seguramente no hubo descanso ni sosiego para ella. Su personalidad, en apariencia impasible y marmórea, ocultó los más duros sufrimientos: sufrimientos que eran a la vez plegaria y penitencia; sufrimientos que hizo suyos y los arrastró sola porque, de alguna manera, sabía que tendría que cargarlos. Por eso ni los lectores hemos podido conocer más a fondo su alma y su actitud ante Fernando nos deja un sabor amargo al fin de la novela.
Gilmar Siqueira
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