Esta semana Miguel Toledano nos trae en su artículo la figura del Arzobispo Caldeo de Mosul
Un artículo de Miguel Toledano: «Monseñor Michaeel Najeeb»
El 22 de diciembre del año pasado, el Papa Francisco confirmó el nombramiento del P. Michael Najeeb, de la Orden de Predicadores, como arzobispo de Mosul, la antigua Nínive. Teniendo en cuenta el caos de Irak en las últimas décadas, la noticia me sorprendió, puesto que a estas alturas uno piensa que apenas deben quedar cristianos en aquellas tierras – mucho menos obispos. Por eso, decidí obtener mayor información sobre el P. Najeeb y me temo que se trata, como el lector ya puede sospechar, de un héroe. Tras hacerme con su libro “Sauver les livres et les hommes” (Grasset, París, 2017), no me resisto a compartir con la audiencia de Marchando Religión las peripecias de este sacerdote entre 2014 y 2016, cuando el Estado Islámico cometió sus mayores tropelías en la cuna de la civilización.
En mayo de 2014, los angelitos de Dáesh atacan el norte de Irak desde Siria, con la intención de lanzarse sobre Mosul. La patria chica de Jonás y hasta de Abraham, evangelizada luego por Santo Tomás, será pronto objeto de la barbarie islámica. El dedo del apóstol, reliquia preciosa de quien tocara las mismísimas heridas de Nuestro Señor resucitado, es trasladado discretamente a un monasterio situado a 35 kilómetros del conflicto. Los sucesores de Bin Laden lograrán silenciar por completo las campanas de las iglesias, pero hay que decir que desde la llegada de las tropas estadounidenses, inglesas y españolas en 2003 se había producido una caída en picado de los cristianos orientales: En las postrimerías del régimen autocrático de Saddam Hussein eran 35.000 los seguidores de nuestra religión en la ciudad; antes de la invasión del Estado Islámico, la cifra se había desplomado a 3.000. Lo que no había conseguido el tirano de Bagdad lo logró George Bush.
A las dos semanas de las primeras explosiones causadas sobre Bagdad como venganza por el atentado a las Torres Gemelas de Nueva York, el Museo Nacional de Irak, que custodiaba tesoros sumerios y acadios de valor incalculable, no fue protegido por las fuerzas de asalto y consiguientemente resultó objeto de pillaje total durante cuatro días; la biblioteca de Basora, segunda ciudad de la nación, fue incendiada. Sin embargo, las fuerzas del General Franks sí defendieron lo que consideraron un objetivo clave: la antena del Ministerio de Petróleo. Y los chicos de West Point trataban con violencia de matones a los propios sacerdotes cristianos, sospechando que pudieran serlo de la secta de Alá.
Todavía en la segunda mitad del siglo XIX, los cristianos de Mosul eran un tercio de la población.
En 1965, los jóvenes musulmanes del barrio donde vivía el pequeño Michael Najeeb ya le tiraban piedras y tomates podridos los domingos por la mañana, en el camino a la iglesia. Pocos años más tarde, hacia 1970, el entonces vice-presidente del partido Baaz Arabe Socialista Saddam Hussein se había hecho con todo el poder e iría espiando y arrinconando más y más a los cristianos, en los que veía una posible amenaza paranoica a su régimen de corrupción.
También los dominicos habían abandonado Mosul desde 2004, mucho antes de la llegada de Isis. Una vez más, ante el descontrol provocado por los miembros de la OTAN, los tres frailes blancos que quedaban decidieron trasladarse a Bajdida, población milagrosamente cristiana, llamada Qaraqosh desde que fuera saqueada e invadida por el viejo y maléfico imperio otomano. Uno de los tres sacerdotes era nuestro P. Najeeb, quien a pesar de todas las dificultades se muestra orgulloso de hablar como idioma materno la misma lengua de Cristo, el arameo, y de poder acompañar a tantos fieles en un oasis religioso donde, por increíble que parezca, sólo hay una mezquita, en medio de capillas, conventos y crucifijos en las calles.
En 2008 sería asesinado en Mosul Monseñor FarajRahho, antecesor del P. Najeeb en la archidiócesis ninivita.
El carismático prelado había expresado un año antes a Benedicto XVI la seguridad de que su vida estaba amenazada por los sicarios de la media luna, pero a pesar de ello prefirió regresar a su cátedra, que era además su ciudad natal, como igualmente del P. Najeeb, también en la lista negra luego descubierta por la policía del régimen. En teoría, Monseñor Rahho estaba protegido por los hombres de Saddam, pero éste había excitado los ánimos de los radicales al propugnar la incorporación de la sharía o ley islámica a la estructura institucional de la tiranía iraquí. El arzobispo de Mosul se opuso expresamente a la teocracia mora hasta que, el 29 de febrero, un grupo de encapuchados acribilla a los escoltas y al chófer y mete al sexagenario en el maletero de su propio coche. A los catorce días, el P. Najeeb recibe un mensaje: “Ya podéis ir a buscarlo”; y, en efecto, el cadáver del obispo es encontrado en un descampado de la periferia. Para mofarse de los católicos, los terroristas mahometanos ponen en práctica un cruel método, después imitado por los milicianos de Dáesh: rodear a la víctima con minas para que estallasen también por los aires cuantos incautos pretendiesen acercarse a dar sepultura a su pastor. Se conoce a los autores de la masacre pero, como en nuestra Segunda República, las autoridades civiles miran hacia otro lado. Al fin, se descubren en los restos del mártir signos evidentes de tortura; la beatificación del caldeo aguarda la confirmación vaticana.
Entretanto, una vocación aneja a su ministerio, iniciada en 1988, obsesiona a nuestro sacerdote: Sabedor de que los bárbaros de Abu-Bakir desean destruirlo todo para poder -al modo de los franceses de 1789- construir al hombre nuevo a partir de las cenizas, se apresta a recopilar y digitalizar cuantos manuscritos logre rescatar de las garras de los iconoclastas. Salvo que algún dia los talibanes conquisten Minnesota, 8.000 documentos originales son transferidos por el dominico a un servidor del medio-oeste norteamericano a fin de impedir el crimen cultural y la amnesia histórica. En ocasiones llega tarde y llora el P. Najeeb al conocer la desaparición de códices irrepetibles; estima en un 25{a28caa5256ef5c99ad8018d288d4660307d817b265b2401469694a7ea8a1dee6} el patrimonio archivístico arrasado por los orcos musulmanes durante su reino del terror.
En agosto, Dáesh cerca Bajdida. En su mente, el P. Najeeb sostiene la legítima defensa: “Tenemos el derecho, y sin duda el deber, de tomar las armas para defender nuestra tierra. Debemos responder a la barbarie porque Dios nunca nos ha pedido ser débiles”. Cumple a los jóvenes unirse a la milicia cristiana de Qaraqosh, pero los que realmente protegerán a los fieles de 2014, conforme a las paradojas de la historia, serán los irreductibles peshmergas kurdos, los mismos que en la década de 1840 habían aniquilado a los diez mil cristianos del Kurdistán. “Peshmerga” quiere decir delante de la muerte, algo así como nuestra Legión. Las tropas de Saddam huyen ante la furia de la yihad, pero los peshmergas no huyen jamás.
A Bajdida llegan las noticias de que la tumba de Jonás en Mosul ha sido dinamitada, primero, y posteriormente derruida por completo mediante bulldozers conducidos por los insaciables miembros de la organización islámica. Durante la proeza, los mahometanos obligaban a la población a presenciar el espectáculo, filmándolo para exaltar su borrachera ideológica. Con la tumba vuela un león asirio preservado desde la noche de los tiempos. Abu-Bakir esboza la sonrisa del loco que es, pasa a cuchillo al director del Museo Arqueológico y saquea, de paso, Palmira. Por primera vez en su vida, el P. Najeeb defiende los pillajes de ingleses y franceses sobre el patrimonio de sus respectivos protectorados; la sinrazón musulmana termina justificando el latrocinio occidental de Nimrud o Babilonia; es muy triste reconocer que, gracias al Louvre y al Museo Británico, nuestros nietos podrán admirar algunos vestigios de la inmortal Palmira.
En septiembre, los peshmergas acompañan a los cristianos de Bajdida al territorio kurdo. El P. Najeeb encuentra acomodo, si de tal puede hablarse, en Erbil, capital del Kurdistán. Allí le llega la noticia de que el cementerio donde reposan los restos de su madre ha sido profanado por los bulldozer de Abu-Bakir. Tratando de comprender qué puede llevar a los hombres a tanto odio, recuerda el momento de su propia ordenación sacerdotal: Monseñor Claverie, quien le impuso las manos sacramentales en 1980, también fue asesinado en Argelia por los seguidores del Falso Profeta. El Papa Francisco beatificó al llorado Obispo de Orán el año pasado.
Llegan nuevos ecos de Mosul: Los líderes de Dáesh prostituyen a las jóvenes infieles a partir de los 12 años; convirtiéndolas en esclavas, les hacen subir a un estrado mientras un megáfono proclama su nombre y el precio al que son vendidas: de 500 a 1.000 dólares. Las más bellas son reservadas para los jefes terroristas, que pueden disfrutar de sus violaciones en el antiguo hotel Nínive-Oberoi, ya antes utilizado por los militares pretorianos de Saddam para fines de extorsión, aunque éstos tenían el pudor de ocultar sus acciones bajo supuestas “razones de seguridad”. Los yihadistas organizan concursos de recitación del Corán: quienes demuestran haber memorizado tres versículos tienen derecho a pasar la noche con una joven yazidí, especie kurda particularmente odiada por el Islam. A la vista queda que el Corán sunnita prohíbe el alcohol y permite el rapto de las vírgenes.
En marzo de 2015, Dáesh comete un nuevo crimen contra la cultura. El palacio del rey asirio Asurnasirpal en Nimrud, de tres mil años de antigüedad, es reducido a escombros siguiendo la misma técnica ya conocida: dinamita y después bulldozer para lo que quede en pie. Los lamasus de Mesopotamia, aquellos toros alados con cabeza de hombre tan amados del P. Najeeb en su juventud, saltaron por los aires y fueron meticulosamente rodeados de minas por los valientes terroristas, por si acaso algún arqueólogo despistado sentía curiosidad después de la detonación.
Pero, afortunadamente, a lo largo de 2016 la yihad se repliega por fin en Mesopotamia y en diciembre queda liberada Bajdida. El P. Najeeb visita el mausoleo del convento de Mar Benham o, mejor dicho, lo que queda de él, pues en esta ocasión los yihadistas han utilizado otra arma letal, la excavadora, para lograr aniquilar un monumento del siglo III. Durante la contienda, el monasterio había sido utilizado por el bando salafita como sede de la policía de moral y costumbres del Estado Islámico en la región. Mientras se aplicaban las correspondientes penas en forma de latigazos o ejecuciones y se empleaba el eficaz martillo neumático sobre las estatuas del siglo XII, juzgadas blasfemas, se permitía el tráfico de mujeres hasta un número de 45 a cargo de un afamado tratante del lugar.
Nuestro sacerdote observa de primera mano la desolación en la ciudad cristiana: una cabeza decapitada sobre una cama abandonada, la mano de un hombre cortada en una mesa de billar, el cadáver de una mujer lanzada desde lo alto de un edificio por considerarla adúltera, la catedral de la Inmaculada Concepción reducida a campo de adiestramiento de tiro para adolescentes, la iglesia de San Jorge convertida en carbón con la excepción de su torre del siglo V, que amenaza venirse abajo. Los retablos rajados, un Cristo descabezado, los códices originales -digitalizados por el P. Najeeb antes de la toma de la ciudad- esparcidos por el barro y por la lluvia; el icono de María Magdalena, a cargo del gran Maher Harbi, martilleado sobre el rostro y el corazón de la santa; la biblioteca del convento dominicano incendiada, merced a los bidones de gasolina vertidos sobre los miles de libros de los monjes y con un autógrafo personalizado: el vídeo de los autores, en el que se escuchan las risotadas del cámara, inconsciente de que en el aquelarre ha eliminado cientos y cientos de obras musulmanas junto a las odiadas cristianas.
Una madre inválida cuenta al sacerdote su experiencia durante la ocupación: “Tenían un palo con clavos con el que golpeaban a las mujeres. A mí me lo aplicaron varias veces porque mi velo no me cubría lo bastante cuando salía a la calle. Los que me golpeaban eran niños, menores que mi hijo”. Su hijo, precisamente, continúa la historia: “Vi a un prisionero arrastrado por un coche que circulaba a gran velocidad por la ciudad. Su cabeza se estampaba sobre la chapa del vehículo y friccionaba contra el asfalto; al final, explotó como una sandía. En el mercado, vi a niños a los que se habían distribuido metralletas con que disparar a los policías iraquíes hechos prisioneros. Una vez me denunciaron a mí; no iba a la mezquita, por lo que me golpearon con un palo en la espalda durante tres días. Creía que me mataban”. A continuación, una joven habla al padre dominico y éste nos transmite su testimonio: “Encontrándome junto a la entrada del tribunal religioso creado por Dáesh, fui arrestada porque había salido de mi casa sin estar acompañada por un hombre de mi familia. Los combatientes del califato pronto supieron que era cristiana. Me llevaron a un centro de detención de mujeres que servía de lupanar. Las otras eran yazidíes que no tendrían más de 10 ó 12 años. Durante varios meses, fui abusada sin cesar. Para ‘festejar’ mi llegada, fui violada por ocho hombres durante la primera noche”.
Ojalá que algún editor español acometa la traducción del relato del P. Najeeb, hoy excelentísimo arzobispo caldeo de Mosul. Desde aquí le deseamos ventura en la defensa de la Fe y besamos con unción su anillo pastoral.
Miguel Toledano Lanza
Primer Domingo de Cuaresma
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