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A propósito de la nueva instrucción sobre la escuela católica

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Recientemente se ha publicado la Instrucción de la Congregación para la Educación Católica, que versa sobre la identidad de la escuela católica.

A propósito de la nueva instrucción sobre la escuela católica. Un artículo de Javier de Gonzalo J. Cabrera

Los pilares del documento, al margen de su lenguaje en ocasiones confuso y poco preciso, se podrían resumir como sigue: misión esencialmente evangelizadora de la escuela católica; carácter integral e informador de la religión en todos los ámbitos de la enseñanza; e importancia de que todos los empleados del centro puedan dar testimonio con su fe y su modo de vida, de la religión católica.

De entrada, llama la atención que, a parte de las numerosas referencias a la declaración conciliar Gravissimum Educationis, no aparezca ninguna a la magna encíclica de Pío XI, Divini Illius Magistri, compendio sobre la educación cristiana de la juventud, que quizá pudiese resumirse en una de sus citas:

“No puede existir otra completa y perfecta educación que la educación cristiana. Lo cual demuestra la importancia suprema de la educación cristiana, no solamente para los individuos, sino también para las familias y para toda la sociedad humana ya que la perfección de esta sociedad es resultado necesario de la perfección de los miembros que la componen”; idea que también puede enunciarse tal como lo hace el presente documento: “La verdadera educación se propone la formación de la persona humana en orden a su fin último” (n.11). Tal es la misión de la educación católica: contribuir al bien común, siempre más excelso y perfecto que el individual, a través de la virtud de sus docentes y discentes, en orden a la Bienaventuranza.

En ocasiones, los idearios de los colegios llamados católicos presentan afirmaciones que, bajo múltiples pretextos, pretenden re-formular u orillar lo dicho en el párrafo anterior, trayendo a los padres católicos, cuando realmente están transmitiendo una cosmovisión diferente de la expuesta: no se trata ya de una mera inexactitud o imprecisión, sino de una diferencia esencial. Como padre de familia que ha experimentado estas situaciones, podría resumir dichos desvíos en las siguientes categorías:

  • La “Inspiración en los valores cristianos”: lo primero que hay que decir al respecto, es que lo cristiano no es un “valor” (de por sí, neutro). Por el contrario, es lo que se predica de alguien que profesa la fe cristiana. Y la fe, o se profesa, o no se profesa. No existe un cristianismo puramente cultural, anecdótico o superficial. Y si ha existido en la práctica, la propia historia nos demuestra que está destinado a su sustitución por el laicismo, más pronto que tarde. La herencia “judeo-cristiana”, como gusta decir en los ambientes conservadores, no perdura como sustento de las sociedades si éstas no se impregnan de la verdad católica (no judaica, que por algo se encarnó Cristo). Igualmente, el término cristiano podría sugerir que los “valores” protestantes son igualmente admitidos, en un ejercicio de falso ecumenismo.

En definitiva, en la escuela católica, lo religioso no puede ser nunca un mero barniz, un complemento, un adorno, algo que nos inspira (en vez de constituir la piedra angular), ni reducirse a una asignatura o incluso a un “servicio” pastoral (término de cuño protestante que denota su doctrina de separación entre la fe y la vida comunitaria). Definiciones como las ya dichas que, por cierto, el reciente documento condena como “poco definidas, concretas y verificables en la realidad” (n.71). Y es que esos términos no son más que el reflejo del liberalismo conservador personalista en las instituciones educativas.

Por el contrario, la religión es como el aceite que nutre e hidrata la madera. Se absorbe, se impregna, resiste las inclemencias, y al mismo tiempo, lo informa todo, de manera homogénea, sin compartimentos, sin horarios, sin incoherencias. “La catolicidad no puede atribuirse sólo a ciertos ámbitos o a ciertas personas, como los momentos litúrgicos, espirituales o sociales, o a la función del capellán, de los profesores de religión o del director de la escuela” (n.69)

  • El “humanismo cristiano”: grosero eufemismo, sinónimo de lo anteriormente expuesto, es precisamente una negación, a la vez, de lo cristiano y de lo verdaderamente humano. La religión católica es anti-humanista, precisamente porque el hombre se perfecciona cuanto más se aleja de sí mismo y se une con Dios. Hablar de humanismo nos lleva indefectiblemente a hacerlo sobre la autonomía individual y la “auto-determinación moderada” (en palabras de David González Cea), siendo el teórico humus católico su dique de contención. Así, insiste la Instrucción, “En algunas situaciones, se evita cualquier referencia al calificativo ‘católico’, optando por denominaciones jurídicas alternativas” (n.71).
  • El “desarrollo integral de la persona”: La escuela católica está ordenada a evangelizar, a formar santos, hombres transformados por la Gracia, no “ciudadanos solidarios” ni “personas íntegras”. La auténtica integridad es la santidad. De lo contrario, estamos separando el bien de su Divina Fuente, en un ejercicio de pelagianismo. Los verdaderos inspiradores de la escuela católica son los educadores santos: San Juan Bosco, Santa Juana Lestonnac, San Juan Bautista de la Salle, San José de Calasanz, Santa Paula Montal, etc. Para eso la Iglesia los tiene reconocidos: a fin de que sirvan de testimonio vivo y faro espiritual a aquellos quienes desempeñan su misma labor.
  • La “formación de profesionales competentes”: La obsesión por agrandar, en la escuela católica, la meta de la excelencia académica y la preparación técnica, con una mera referencia denominada a veces “liderazgo ético”, a la vez que se fomentan obsesivamente las lenguas relacionadas con el mundo de los negocios y la ciencia profana, no demuestran sino mundanidad pedagógica. Repito, el fin de la escuela no es formar a profesionales, sino contribuir a la perfección humana a través del conocimiento y descubrimiento de la verdad en todos los órdenes del saber. Esa es la mejor preparación para la vida; y allá donde hay una realidad aprehensible por el intelecto, hay una verdad cognoscible, que debe ser asumida y defendida como tal por el hombre. Asúmase esto, y la excelencia académica vendrá por añadidura. No sirve, y es un pésimo testimonio, además de garantía de mediocridad, encogerse de hombros o declararse neutral en las cuestiones no dogmáticas o que escapan al conocimiento empírico, por un afán de “pluralidad”. El ideario del colegio debe tener como centro la verdad, el realismo filosófico, las esencias y el fin último de las cosas. La tentación de ampliar el campo de lo “opinable” es una puerta abierta al escepticismo creciente propio del mundo que nos rodea, no de una escuela católica. Por último, en ese servicio a la verdad se debe tener siempre presente la caída original, y no confiar en demasía en el criterio de quien aún está en fase de formación, humana y espiritual, apartándole de ocasiones de pecado y de desvarío doctrinal.

Asimismo, el P. Eustaquio Guerrero, S.J., en su magna obra “Principios de pedagogía cristiana”, enfatiza que la escuela católica ha de representar la confluencia entre razón y fe, entre verdad terrena y verdad sobrenatural. En consecuencia con ello, hay que decir que, en la escuela católica, la historia no es una mera exposición de acontecimientos: hay que insistir en que la providencia de Dios es dueña de la misma. Hay una teología de la historia que debe ser expuesta con rigor y con caridad; asimismo, la ciencia empírica no es un mero saber experimental, por más que se circunscriba a unos principios éticos: es el reflejo de la belleza de la Creación, y de la Verdad divina (como recuerda San Pablo), de la que somos administradores para mayor Gloria de Dios; la filosofía no es una simple exposición de doctrinas o escuelas: hay que enseñar la sana filosofía cristiana sobre sus principales maestros y doctores, y contrastarla con los errores de aquellas escuelas que se alejan de la misma. Por su parte, las ciencias sociales no son un simple aprendizaje de herramientas o técnicas productivas, sino que su actuación comprende la acción humana, y por tanto, están sujetas a la teología moral y al juicio de la Iglesia.

Las humanidades son probablemente la disciplina más despreciada. La literatura, filosofía, arte, historia o lenguas clásicas, están profundamente subestimadas en un entorno en que importa más el adiestramiento técnico orientado a la producción. Es una forma de “redención por el progreso”, de idolatría del trabajo técnico, filosofía profundamente anticristiana porque descuida el fin último del hombre. La escuela católica, según el P. Guerrero, es también escuela de clasicidad y tradición. El afán por las novedades, bien sean pedagógicas, tecnológicas o procedimentales, trae causa de múltiples desvíos en la consecución de esta meta.

En cuanto al factor humano en la escuela católica, si el papel de la dirección es muy relevante, también lo es el de los maestros, que tal como indica la citada Instrucción, que serán personas de recta doctrina y vida intachable. Otro elemento fundamental es la formación inicial y continua de los maestros: “de ellos depende, sobre todo, el que la escuela católica pueda llevar a efecto sus propósitos y sus principios” (n.14).

El fin de la educación es la perfección del hombre. La educación, como toda actividad humana, tiene como fin último glorificar a Dios, no al mundo. La escuela no es servidora del mercado laboral, sino de la Verdad. “Su función es verdadero apostolado constituyendo a la vez un verdadero servicio prestado a la sociedad”  (n.14). Dicho de otro modo, no se contribuye al bien común sino por razón del bien último, que es Dios. La confusión entre medios y fines de muchas escuelas católicas no es más que un mimetismo intolerable con nuestro mundo desnortado y nihilista.

Hace pocos días, en España, hemos conocido los pilares de la nueva reforma educativa llevada a cabo por el gobierno social-comunista, posibilitado por separatistas y terroristas (que es, a su vez, prolongación y continuidad de la deriva de la escuela en la que han participado progresistas y conservadores desde 1970). Merced a ella, se podrá obtener el título de graduado escolar incluso con todas las asignaturas suspendidas; desaparecen las notas numéricas, las menciones y las matrículas de honor; la historia se estudiará sin fechas, y las matemáticas, con perspectiva de género. No es una broma de mal gusto: salvo giro brusco de timón (no valen las meras deceleraciones propias de la alternancia de los gobiernos conservadores), la escuela, tal como la conocemos, desaparece. Y con ella, no digamos ya los rasgos que diferencian a la escuela católica, o mejor dicho, lo que queda de ella, que es perseguida a través de legislaciones que la consideran discriminatoria o, simplemente, de segunda categoría en las prioridades estatales. Su financiación pública tiene fecha de caducidad. Dicho sea de paso, este mal permitirá una purga de aquellos centros publicitados como católicos pero que no solamente no cumplen con las exigencias de una escuela católica, sino que son abiertamente anticatólicas en su filosofía y pedagogía. Dios a veces se sirve de males para otros bienes. Pero lo que está claro es que de Dios no se burla nadie. Las consecuencias de esta apostasía caerán sobre nosotros y sobre nuestros hijos.

Javier de Miguel Marqués


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Author: Gonzalo J. Cabrera
Economista, jurista y experto en Doctrina Social de la Iglesia