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No existe Santo Tomás menor

Esta semana, Miguel Toledano, nos trae la figura de Santo Tomás de Aquino para profundizar sobre sus obras menores, ¿Las conocen? Les invitamos a ello, ¡lean, lean!

Un artículo de Miguel Toledano: «No existe Santo Tomás menor»

Cuando se habla de Santo Tomás de Aquino suele pensarse en sus dos principales obras, la “Suma teológica” y la “Suma contra gentiles”; si acaso, los más interesados en cuestiones políticas harán bien en conocer “Acerca del régimen de los príncipes” y los amantes de la filosofía perenne veneran, con razón, las “Cuestiones disputadas”.

Hoy traemos a las líneas de Marchando Religión un breve comentario sobre dos obras del Doctor Angélico consideradas menores, a saber, “Acerca de las razones de la fe” y “Epístola a Bernardo Abad de Montecassino”, sabedores como somos de que pocas lecturas existen de mayor utilidad que los escritos imperecederos del Aquinate.

“Acerca de las razones de la fe” es la respuesta de Santo Tomás a una consulta que le fue formulada, en la década de 1260, por el Chantre de Antioquía, misionero en Oriente Próximo que necesitaba argumentos claros frente a los planteamientos contrarios procedentes de mahometanos, judíos y cristianos cismáticos.  En concreto, seis son los dogmas objeto de tratamiento:  la Trinidad, la Encarnación, la Pasión, la Santa Eucaristía, el Purgatorio y el libre arbitrio.

La existencia del Verbo divino constituye el centro de nuestra religión pero es, además, el producto lógico del ser mismo de Dios, que es conocer, siendo Hijo en tanto que compartiendo su misma substancia y nacido antes de todos los siglos porque en Dios no hay cambio, al tratarse del acto puro y primero; ante eso, la pretensión islámica de que Cristo no es el hijo de Dios porque Éste no tuvo esposa resulta burda y ridícula.  Por lo que se refiere al Espíritu Santo, su existencia y propiedades se explican por la operación del apetito que conlleva la acción intelectual de Dios, amor puro del Padre en tanto que no material y también del Hijo porque lo intelectual procede del Verbo, siendo consustancial a ambos puesto que el acto de amar coincide con el ser de Dios.

La Encarnación se explica por la inmensa bondad de Dios para restablecer nuestra naturaleza caída, gravísima por el análogo carácter superior de la criatura racional; frente a los infieles, que se mofan de la muerte de Cristo, Hijo de Dios, los cristianos consideramos lógico que si Dios había creado todo a través de su Hijo en tanto que Verbo sujeto de la acción intelectual de Dios, también reparase la naturaleza caída a través del Verbo, puesto que el autor de una cosa es quien la repara; además, la asunción de la naturaleza humana es el modo que convenía tanto a la naturaleza del hombre caído como al defecto de la caída, redirigiendo la voluntad humana al amor de Dios; en efecto, la conciencia del hombre de saberse tan amado de Dios -y tan próximo a Dios que éste se hizo hombre- le da una dignidad que le permite, por una parte, tener la esperanza de la visión beatífica y, por otra, no dirigir sus afectos a seres o cosas inferiores a Dios.  El Verbo se hizo hombre sin perder su naturaleza divina, manteniendo las propiedades de ambas naturalezas, siendo eterno en razón de su naturaleza divina y nacido de la Virgen en razón de su naturaleza humana.

Respecto a la Pasión, cabría decirse que Dios, siendo todopoderoso, podría haber salvado al hombre de otro modo; mas el sufrimiento de Cristo convenía especialmente al defecto principal de la naturaleza caída del hombre, consistente en buscar los bienes materiales en perjuicio de los espirituales.  Esta motivación justificó no sólo la Pasión, sino también la vida de pobreza y privaciones de Nuestro Señor, terminando en la cruz para que nadie tema la ignominia por amor de la verdad.  La verdad, de hecho, está en el centro de la misión del Hijo hecho hombre, por dos razones:  primero, porque el conocimiento de la verdad, en el mensaje católico, es clave para evitar los errores; y, segundo, porque era necesario que la enseñase quien por su naturaleza divina no pudiera ser objeto de duda.  La transmisión de esa verdad por la autoridad divina justificaba igualmente los milagros, para ser identificado Cristo como Dios.  A su vez, los milagros justifican la vida de pobreza de Nuestro Señor, toda vez que las generaciones posteriores a su muerte humana hubieran podido pensar, de haberse tratado de un hombre poderoso, que sus milagros y doctrina no eran verdaderos, sino únicamente objeto de reverencia a dicho poder; la muerte decretada por las autoridades de este mundo revelaba que asentir a los milagros y doctrina de Cristo no procedía del poder humano, sino del mismo Dios. 

Por igual razón se rodeó Nuestro Señor de apóstoles pobres, ordenando a sus colaboradores mantenerse en la pobreza, de tal manera que los convertidos por todo el orbe lo fueran por la sabiduría divina y no por el poder de los ministros cristianos.  La Pasión y Muerte de Cristo presentaba la ventaja adicional de advertir a los hombres contra la soberbia, poniendo su confianza, su agradecimiento y su objetivo en Dios.  Finalmente, la Pasión convenía al orden de la justicia, de modo que el pecado de los hombres fuese expiado por un hombre, pero un hombre que a su vez estuviese en disposición de compensar por su dignidad infinita la gravedad infinita de las ofensas cometidas al Ser infinitamente digno que es Dios. 

Santo Tomás responde a dos objeciones ulteriores de los infieles: 

Dios podía haber perdonado los pecados de los hombres sin exigir expiación y Dios podía no haber permitido al hombre caer en el pecado; mas lo primero contradiría el orden de la justicia y lo segundo la naturaleza humana, dotada de voluntad libre, capaz de elegir entre el bien y el mal.

La Encarnación y la Pasión hacen así resplandecer, con toda lógica, la máxima sapiencia de Dios.

Los infieles del siglo XIII se burlaban de la Santa Eucaristía imaginando que, aunque fuese grande como una montaña el cuerpo de Cristo, después de haberlo partido en trocitos y darlo a comer a los fieles cristianos terminaría agotándose; mas si se produce la conversión del pan, tal objeción queda desvirtuada.  Puede surgir entonces la objeción de que tal conversión no se produzca; pero si el objetor admite la omnipotencia divina (como es el caso de mahometanos, judíos y cristianos cismáticos), entonces debe admitir que es posible para Dios modificar la substancia de las cosas, como es posible para la naturaleza alterar la forma.  Una tercera objeción cabría entonces aducir:  Los sentidos acreditan que no se ha producido tal alteración de la substancia; mas todas las realidades divinas nos son presentadas bajo el aspecto de cosas visibles, es más conveniente comer pan y vino que carne y sangre humanas y, finalmente, al creador de la substancia y del accidente que es Dios le resulta lógicamente posible mantener el accidente modificando la substancia.

Entre dos extremos igualmente falsos sobre la salvación se encuentra la posición cierta de la Iglesia Católica:  Ni es verdadera la apocatástasis de Orígenes, en virtud de la cual todas las penas sufridas tras la muerte están destinadas a purificar a los difuntos, ni lo es tampoco el extremo contrario de pensar que no existe pena purificadora tras la muerte.  A medio camino de ambas posiciones, nosotros creemos que la misericordia de Dios establece un fuego purificador en el Purgatorio para los muertos en estado de gracia con pecados veniales.  Y dicha creencia, una vez más, encuentra importantes argumentos de razón:  Siendo la Santa Escritura clara a los efectos de que el inquinado no puede entrar en el Cielo, resulta que dicha pena de privación de Dios es ya peor que cualquier otra que cupiese oponer; mas la duración de la misma no puede ser tal que obligase a todos los purgados a esperar al día del Juicio final, pues ello parece improbable para la comisión de pecados ligeros.  El Purgatorio para quienes, habiéndose arrepentido de sus pecados, deben todavía hacer penitencia es igualmente razonable, ya que de lo contrario quien muriese prematuramente en tales circunstancias gozaría de una injusta ventaja frente a quien hubiese hecho penitencia en la tierra.  Por eso desde los primeros tiempos de la Iglesia, los miembros de ésta rezan por los fieles difuntos, que no pueden ser sino los del Purgatorio, pues resultaría absurdo para los del Infierno o los del Cielo.  

Para terminar, la libertad del arbitrio cristiana, desde Boecio, vuelve a encontrarse entre dos extremos a cual más falso:  ni los actos humanos o acontecimientos escapan a la precognición y a la predisposición de Dios ni las mismas determinan la necesidad de los actos humanos.  Existen, por el contrario, el libre arbitrio (literalmente, “la libertad del arbitrio”), la oportunidad de las deliberaciones, la utilidad de las leyes, la preocupación por hacer el bien y la justicia que castiga y recompensa.  Dios, a diferencia del hombre, no conoce las cosas en el tiempo, sino eternamente; el tiempo, como definió Aristóteles, es la sucesión de partes según antes y después, pero en la eternidad no hay antes ni después, pues las realidades eternas no cambian, sino que la eternidad es la captación simultánea de todo.  De un modo similar al centro de una circunferencia frente a los distintos puntos de la misma, Dios tiene presente todos los acontecimientos inscritos en la gran circunferencia del tiempo, sin imponerles necesidad cuando hay contingencia.  Así opera la precognición de Dios pero también la predisposición de Dios, o sea, el modo según el cual Dios dispone todo providencialmente, según su sabiduría: la criatura obra gracias a dicha sabia providencia y poder divinos.   Y dicho poder lo ejercita Dios sobre cada cosa en la forma en que a ésta le es propia de acuerdo con su naturaleza; en el hombre, permitiéndole actual libremente, con el fin de que siendo por naturaleza racional pueda elegir entre objetos opuestos, esto es, con libertad de arbitrio.

La Epístola al Abad de Montecassino data del comienzo de la Cuaresma de 1274, a sólo unos días de la muerte del Doctor Angélico, cuando se encaminaba a participar en el Concilio de Lyon.  El Padre Abad había formulado al profesor universitario una duda, otra vez sobre la precognición divina, que traía en jaque a los miembros de su comunidad monacal acerca de unas palabras del Papa San Gregorio el Grande, en sus “Comentarios morales a los libros de Job”, del año 595.

Siguiendo al gran Papa, Santo Tomás recuerda que el hombre, considerado en sí mismo, no está sometido a la necesidad, por ejemplo al cometer pecado o hacer penitencia.  Sin embargo, considerado en relación con la precognición divina, sus actos caen bajo una cierta necesidad, no absoluta, sino en el sentido de que lo que Dios conoce sucede, pero no debe entenderse hasta el punto de imponer necesidad al acto humano.

Acerca de las razones de la fe” está editada en idioma español (Gladius, Buenos Aires, 2005).  Yo he manejado, para ambas obras, la edición bilingüe latín-francés con introducción, traducción del latín y notas a cargo del joven y brillante Prof. Stéphane Mercier (Quentin Moreau, Gante, 2018), que ha perfeccionado a partir de la edición leonina de las obras completas del Doctor Angélico la versión anterior que el mismo profesor, junto a Rémy Capel, lanzó a la imprenta en 2000.

Miguel Toledano Lanza

Segundo Domingo de Cuaresma

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Author: Miguel Toledano
Miguel Toledano Lanza es natural de Toledo. Recibió su primera Comunión en el Colegio Nuestra Señora de las Maravillas y la Confirmación en ICADE. De cosmovisión carlista, está casado y es padre de una hija. Es abogado y economista de profesión. Ha desempeñado distintas funciones en el mundo jurídico y empresarial. Ha publicado más de cien artículos en Marchando Religión. Es fiel asistente a la Misa tradicional desde marzo de 2000. Actualmente reside en Bruselas. Es miembro fundador de la Unión de Juristas Católicos de Bélgica.