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El buey suelto: José María de Pereda

Esta semana Gilmar nos trae al escritor Pereda y su obra, «el buey suelto», en ella, Pereda, nos presenta a un hombre que no tenía nada de especial en su vida

Un artículo de Gilmar Siqueira: «El buey suelto: Pereda»

Que José María de Pereda es un gran escritor ya lo ha dicho su amigo Marcelino Menéndez Pelayo, de modo que en este punto yo no tengo nada que decir. Lo mejor que puedo hacer es, como ahora, especular la razón por la que me atrapan sus novelas. Y lo intentaré hablando concretamente de una novela: El Buey Suelto. En el tercer tomo de las Obras Completas de Pereda hay un ensayo que le dedicó Menéndez Pelayo en que, al tratar de El Buey Suelto, dijo que era “el más endeble” de los libros de Pereda.

Y precisamente esta crítica es lo más interesante para las razones de mi artículo. Si por un lado “Gedeón tiene de hombre lo bastante para no ser una idea pura” (y cito otra vez a Menéndez Pelayo), todo lo que tiene de hombre no lo hace especial como otros personajes de Pereda (el genial Don Roque Brezales, por ejemplo), sino que lo hace un mediocre; es decir, Pereda nos quiso presentar un hombre que no tenía nada de especial en su vida y que, pudiendo tenerlo, no lo quiso. Y no lo quiso porque era un tremendo egoísta:

Que era sensual, no hay que decirlo, ni tampoco qué gusanillo le roía con más frecuencia la imaginación. Soñó con el amor perdurable de las mujeres (nótese que no digo de la mujer), y creyendo hacer de su corazón un nido al más puro y noble de los sentimientos, labró en su cabeza templo en que daba culto a los más torpes estímulos de la materia.

Se vio Gedeón, en el medio del camino de la vida, solo por primera vez en su casa. Muerto el padre en quien apenas reparaba, se dio cuenta del paso del tiempo y de su soledad y empezó entonces a pensar en como sería casarse. Más que pensar, empezó a fantasear una clase de casamiento ideal donde su mujer sería joven, bella y apasionada durante todo el tiempo y no pudiera apartarse de él en ningún momento. Piensó incluso en los menores detalles y en los cachicaves que él y su esposa sin rostro tendrían en su casa y en cómo serían muy felices:

Si él enfermaba (en que enfermase ella no había que pensar) su médico sería el amor, y su medicina, mimos y agasajos… Por supuesto que su enfermedad no pasaría de cierta languidez interesante: nada de secreciones nasales, ni otras hediondeces por el estilo…

Considerando la idea de casarse o no Gedeón buscó el consejo de tres “autorizados” jueces en la materia: hombres que, según Pereda, la gente llamaba Anás, Caifás y Herodes. Los tres, como Gedeón, se oponían fuertemente al casamiento y le presentaron al personaje razones tan negras que a mí, como lector, me espantaron: sus detalles de las desgracias conyugales eran tan grandes y específicos que no pude dejar de preguntarme cómo podían saber tales cosas siendo que jamás fueron casados. Es la segunda fantasía que hay en la novela sobre el casamiento: la primera hemos visto con el mismo Gedeón que la saboeraba muy gustoso con la esposa sin rostro de su imaginación; la segunda es el extremo opuesto, igualmente caricaturizado, de quienes aborrecían el casamiento y lo despreciaban con razones tales que, antes que convencer a Gedeón, parecían querer convencerse a sí mismos de su “libre” posición. Luego veremos que la tercera y última, aunque más triste, fue la más verdadera. Por de pronto diré que Gedeón adoptó el consejo de los “autorizados” jueces:

El hombre, pues, para cumplir su verdadero destino, para dar a su cuerpo el regalo que necesita y a su alma la elevación que anhela, tiene que desprenderse de los mezquinos, pero opresores lazos de la familia; ser libre, libre como el pájaro y el viento; y pues, como dice el adagio, el buey suelto bien se lame, suelo quiero morir como he vivido, ya que vuestras sabias advertencias, coincidiendo exactamente con mis doctrinas, me han demostrado que es imposible hallar dentro del matrimonio el voluptuoso edén con que alguna vez soñó mi acalorada fantasía.

Pero ese edén Gedeón no lo encontró nunca. Aunque suene a beatería de mi parte, los lazos son los que pueden dar la auténtica libertad al hombre mientras que los grillones de una falsa libertad son los que verdaderamente lo atan. E invoco a Gedeón como testigo: si por un lado no se casó, tampoco tuvo paz y fue feliz, de manera que tomó una amante tan buena como pudo comprar su dinero – pero una mujer, una persona concreta al fin y al cabo – y se vio más atado a ella mientras más la detestaba y más crecían sus celos: acabó por convertirse en esclavo de lo que más quería liberarse y así poco a poco fue matando las últimas oportunidades que tuvo de liberarse. En esta terrible situación pasó el tiempo y Gedeón se vió más viejo, achacoso, amargado y solitario.

Por más que de algunos seres privilegiados se diga que por ellos no pasan los años, los años pasan, sin que haya afeite ni fuerza de voluntad que alcancen a borrar sus huellas. O el cuerpo o el alma han de gemir bajo su peso, si es que no gimen a la vez el uno y la otra. Ocioso es que la materia, oronda y esponjada todavía, aspire a los solaces de otros tiempos, si el espíritu que ha de estimularla está seco y abatido; tan ocioso como que éste, retozón y bullanguero, pretenda los deleites de la juventud si está preso y encogido en un cuerpo caduco y achacoso.

Gedeón buscó la libertad de hacer lo que le diera la gana todo el tiempo por creer que en la satisfacción de sus deseos – sin compromisos – consitía la tal libertad. De alguna manera, quizá sin que él mismo se diera cuenta, estaba contaminado por la idea de que el hombre es un ser abstracto, completamente apartado de todo y de todos y que puede vivir a sus anchas, aunque para ello tenga que aprovecharse de los otros (como hizo con su amante). Pero, como dijo el profesor Rafael Gambra, “sólo conoce realmente el que ama; sólo es libre el que es capaz de entregarse a algo o a alguien”. Y Gedeón no era capaz de entregarse por creer que los lazos eran cadenas, sin saber que al huir de unos caería tristemente en las otras. Se dio cuenta, como Ivan Ilitch, cuando era ya demasiado tarde (pero no para Dios, desde luego):

Ya no hay más brumas ante la mirada de Gedeón; y desde la alteza de sus desdichas, todo lo ve claro; ya no duda que de los senderos que tuvo delante de los ojos al dar el primer paso de la vida, eligió el peor creyendo lo contrario; y también ve, para su tormento, que ya no es hora de retroceder para buscar outro más placentero. A sus piés está el abismo, y en él caerá con su cruz de tristezas, y allí será crucificado por el verdugo de sus remordimientos.

Ya en el fin de la vida de Gedeón, lleno de dolores y casi sin poder salir de casa, lo vemos sentado solo en su gabinete cuando le ocurre su tercera fantasía sobre el casamiento: su mujer, también ya madura, estaría sentada cerca de él y dándole conversación para distraerle; hablarían de sus hijos: el mayor, gran militar y muy apuesto; el segundo, un abogado prometedor y siempre contento y haciendo reír a sus padres; la menor, una encantadora joven veiteañera que saldría por la calle de brazo con sus padres. Esta es la fantasía más dolorida porque es la más real y nos da una exacta medida de los remordimientos de Gedeón.

Al principio del artículo decía yo que contaría las razones porque me atrapan las novelas de Pereda. Pero ya en el segundo me he perdido completamente de mi objetivo porque el recuerdo de la historia me atrapó otra vez y tuve que recontarla: para el lector y para mí mismo.

Gilmar Siqueira

Esperamos que hayan disfrutado con este artículo de Gilmar Siqueira «El buey suelto: José María de Pereda», les invitamos a quedarse en nuestra sección cultural.


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Author: Gilmar Siqueira
Feo, católico y sentimental