Nicea. El primer Concilio Ecuménico de la Iglesia-MarchandoReligion.es

Nicea. El primer Concilio Ecuménico de la Iglesia

El año 325 tuvo lugar en la ciudad imperial de Nicea el primer Concilio ecuménico de la Iglesia, en la que, reunidos en presencia del emperador Constantino, los más prestigiosos prelados de la Iglesia, tanto de Oriente como de Occidente, condenaron la herejía de Arrio.

Nicea. El primer Concilio Ecuménico de la Iglesia. Rev. D. Vicente Ramón Escandell

Fue la primera vez que se celebraba una reunión de estas características, con la finalidad de definir una verdad de fe y elaborar un Credo que sintetizara la fe de la Iglesia. Nicea marca un antes y un después en la clarificación de la fe católica y el rechazo de la herejía. También, ponía de manifiesto hasta qué punto la religión se había convertido en una cuestión de Estado, pues, fue Constantino quien convoco el Concilio a fin de pacificar el Imperio y evitar que las luchas religiosas debilitasen al Imperio frente a las amenazas externar de barbaros y persas.

Nicea supuso también el inicio de una larga y ardua lucha teológica que desembocaría en el Concilio de Calcedonia, y que marcaría profundamente la política eclesial en los siglos siguientes. La unidad de la Iglesia, levemente amenazada por el gnosticismo durante los siglos anteriores, se vería seriamente amenazada por las luchas doctrinales nacidas a partir de Nicea.

NICEA, ¿EL PRIMER CONCILIO DE LA IGLESIA?

Tradicionalmente, se considera el concilio de Nicea es considerado el primero de una serie de concilio ecuménicos que culminan, para la Iglesia Católica, en el Concilio Vaticano II. Nicea fue la primera gran reunión teológica en la historia de la Iglesia, si bien, ya existía en los siglos anteriores una larga tradición de sínodos particulares, destinados a establecer normas doctrinales, pastorales y canónicas en las distintas regiones cristianas. Estas eran convocadas por los obispos y en ellas se reunían los principales representantes del clero de una región o provincia, y que, en ocasiones, sus decisiones tenían un eco en el resto de la Iglesia, sentado importes precedentes en la vida de la misma.

Ahora bien, nunca hasta el año 325 se había reunido un Sínodo o Concilio de alcance universal y destinado a establecer una norma doctrinal definitiva, que había de ser seguida por toda la Iglesia. Sin embargo, ya había habido en la Iglesia un precedente de este tipo de reuniones eclesiales, y que tuvo lugar en los primeros compases de la misma. Esta tuvo lugar en el año 50, en la ciudad de Jerusalén, y cuyo desarrolló nos narra san Lucas en su obra Hechos de los Apóstoles. Allí, bajo la atenta mirada de Pedro, Pablo y Santiago, se decidió que no era necesario someter a los gentiles a la circuncisión ni a la observancia de la Ley mosaica, para poder alcanzar la salvación traída por Jesucristo. Fue un paso decisivo, y que marco el progresivo despegue del Cristianismo del Judaísmo, y su confirmación como una religión universal, abierta a los no judíos.

Según narra san Lucas, en Jerusalén, no sólo estuvieron presentes Pedro, Pablo y Santiago, cuyos discursos transcribe el autor sagrado, sino que hubo una concurrida presencia de miembros de la comunidad cristiana de Jerusalén, destacando la presencia de antiguos fariseos convertidos al Cristianismo. Así, la reunión contó con un grupo nutrido de dirigentes cristianos, con sus máximos representantes a la cabeza: Santiago, representando al grupo de los judeocristianos; Pedro, a los partidarios de la apertura de los gentiles, que él mismo había protagonizado con la conversión de Cornelio; y Pablo, al que se unía Bernabé, a la de la nueva generación de misioneros que estaban llevando la fe de Cristo a los gentiles, rompiendo con las ataduras de la Ley mosaica. Los discursos fundamentales fueron los de Pedro y Santiago, cada uno trasluciendo en ellos su postura, mientras que Pablo se limitó a presentar los avances y dificultades de la fe entre los gentiles.

El peso decisivo de Santiago entre los judeocristianos era clave para el resultado de la reunión y, a pesar de representar la facción más vinculada al Judaísmo, el Obispo de Jerusalén se inclinó por las tesis de Pedro, confirmadas por las noticias de Pablo, y aceptó liberar a los gentiles de la obligación de la circuncisión y de la observancia de la Ley mosaica. La resolución del “Concilio” de Jerusalén fue transmitida a todas las comunidades cristianas, por medio de un decreto, que puede de considerarse el primero emanado por un concilio, y en el que se establecía una norma universal para todos los seguidores de Cristo:

<<Los apóstoles y ancianos hermanos, a sus hermanos de la gentilidad que moran en Antioquia, Siria y Cilicia, salud. Habiendo llegado a nuestros oídos que algunos salidos de entre nosotros, sin que nosotros les hubiéramos mandado, os han turbado con palabras y han agitado vuestras almas, de común acuerdo nos ha parecido enviaros varones escogidos en compañía de nuestros amados Bernabé y Pablo, hombres que han expuesto la vida por el nombre de Nuestro Señor Jesucristo. Enviamos, pues, a Judas y a Silas para que os refieran de palabra estas cosas. Porque ha parecido al Espíritu Santo y a nosotros no imponeros ninguna otra carga más que estas necesarias: que os abstengáis de las carnes inmoladas a los ídolos, de sangre y de lo ahogado y de la fornicación, de lo cual haréis bien en guardaros. Salud>>. (Hch 15, 23-29)

De esta manera solemne se establecían unos mínimos que debían observar los gentiles adheridos a la doctrina de Cristo. Sin embargo, como en toda historia posterior, el posconcilio de Jerusalén fue bastante conflictivo: solamente las comunidades mayoritariamente gentiles se adhirieron sin fisuras al decreto conciliar, mientras que las conformadas por judíos fueron progresivamente cerrándose en sí mismas, conservando celosamente sus tradiciones anteriores, desvinculándose del desarrollo posterior de la Iglesia. Que esto fue así lo evidencia el hecho de que Pablo fue largamente perseguido por los cristianos judaizantes, que en no pocas ocasiones interferían en las comunidades por él fundadas, imponiendo las normas mosaicas y predicando un Evangelio distinto al suyo. En su Carta a los Gálatas, por ejemplo, se queja de que estos hayan preferido adherirse a la doctrina de los judaizantes y abandonar la doctrina que de él recibieron. Incluso tuvo que afrontar el comportamiento errático de Pedro que, en Jerusalén, se mostró abiertamente partidario de librar a los gentiles de las cargas de la Ley mosaica, pero que, en Antioquia, se apartó de los cristianos gentiles para agradar a los judaizantes.

Habría que esperar hasta el siglo IV para que tuviese lugar otra magna asamblea que reuniese a lo más florido de la Cristiandad a fin de pacificar la Iglesia y rechazar una doctrina que, como veremos, ponía en peligro el misterio salvador de Cristo. Esta espera vino motivada por varios motivos: las persecuciones impedían la necesaria estabilidad y paz, para convocar una reunión que acogiese a un gran número de obispos; los sínodos locales habían hecho frente, hasta entonces, a los principales problemas doctrinales y pastorales surgidos en el seno de la Iglesia; las herejías no pasaban de ser un problema de escuela que, en poco o nada, afectaba al núcleo esencial de la fe; las diferencias doctrinales no eran una cuestión de Estado, dado que este, a la hora de perseguir al Cristianismo, no distinguía entre ortodoxos y heterodoxos…

Sin embargo, todo esto cambió con la paz de Constantino en el 313 y el progresivo auge del Cristianismo como religión social y elemento unificador del Imperio. Finalizado el tiempo de las persecuciones, salieron a la luz las diferencias doctrinales de las Escuelas teológicas, provocando agrias disputas que, en los casos más extremos, amenazaban a la paz de la Iglesia, pero también a la de la sociedad. Estas, que eran más acaloradas en Oriente, eran vistas por Constantino como un peligro para la estabilidad interna, en un momento en que se recrudecía la amenaza de los barbaros en Occidente y de los persas sasánidas en Oriente. Poner coto a estas disputas y pacificar la Iglesia, se convirtió en el principal objetivo del Emperador que se veía a sí mismo, a pesar de no ser cristiano, como el principal protector de la unidad y de la fe de la Iglesia.

ORIGENES DEL CONCILIO DE NICEA: LA HEREJIA ARRIANA

El Concilio de Nicea constituye un punto de inflexión en la historia del dogma cristiano, pues, como hemos dicho, es la primera vez que se ve la necesidad de convocar una asamblea universal para definir una doctrina esencial de la fe cristiana. Y se convoca en un momento clave en el desarrollo teológico del Cristianismo, llamado la “edad de oro de la Patrística” (Ss. IV-V), en el que las mentes más privilegiadas de la Iglesia aunaron esfuerzos para clarificar la doctrina cristiana y combatir las herejías que, en torno a la Santísima Trinidad y Cristo, iban desarrollándose abiertamente al amparo de la paz de la Iglesia.

Pocas veces a lo largo de la historia de la Iglesia coincidieron un número tan importante de teólogos, muchos de ellos también pastores, que iluminaran la fe de sus fieles con sus escritos y doctrinas. Es la época de San Atanasio (295-373), San Basilio Magno (330-379), San Gregorio de Nisa (335-394), San Juan Crisóstomo (344-407) y san Cirilo de Alejandría (370/3-444), que brillaron con luz propia en Oriente; de San Ambrosio de Milán (333-397), San Jerónimo (342-420), San Agustín (354-430), San León Magno (390-461) y san Gregorio Magno (540-604), que lo hicieron en Occidente.

Fue principalmente san Atanasio quien tuvo que enfrentarse con la herejía arriana que amenazaba con socavar el misterio trinitario al negar que la persona del Verbo fuese Dios. Y es que, con anterioridad a Arrio, se habían desarrollado diversas herejías en el seno de la Iglesia en torno a la defensa del monoteísmo como signo distintivo del Cristianismo. Frente al politeísmo pagano y gentil, el Cristianismo defendía, siguiendo la tradición judía, la existencia de un solo Dios, manifestando, no pocas veces, un monoteísmo radical. Esta defensa extrema de la unicidad perfecta de Dios llevó, en algunos casos, a negar o dificultar la distinción entre las Personas Divinas, como fue el caso de Sabelio (c. 215), o a establecer una subordinación del Hijo respecto al Padre, que anulaba o atenuaba su condición divina.

En el caso de Sabelio, este autor cristiano del siglo III, sostenía que sólo existía una Persona divina, conformada por el Padre y el Hijo, que se manifestaba de distintos modos, de ahí, el nombre de <<modalismo>> para esta herejía. Según Sabelio, el único Dios se había manifestado de diferentes modos a lo largo de la Historia de la Salvación: como <<Padre>> en el Antiguo Testamento; como <<Hijo>> en el Nuevo Testamento y como <<Espíritu Santo>> en Pentecostés. Evidentemente, esta enseñanza no casaba con el contenido de la Revelación, lo que llevó a su condena en el 220 por el Papa San Calixto (155-215).

La segunda versión de este monoteísmo extremo era el subordinacionismo que, paradójicamente, surge como contestación a la herejía <<modalista>>. Si Sabelio y los otros modalistas acentuaban tanto la unidad divina en detrimento de la pluralidad de Personas, los partidarios del subordinacionismo se situaban en el extremo opuesto: exageraban tanto la distinción entre las Personas divinas que llegaban, en los casos más extremos, a situar al Hijo en mayor o menor medida subordinado al Padre. Autores, pocos sospechosos de herejes, como San Justino o San Ireneo de Lyon sostuvieron un subordinacionismo atenuado, sin llegar a los extremos de quienes negaban el atributo de eternidad al Hijo, rebajaban su naturaleza divina con respecto al Padre o consideraban a Cristo un simple hombre dotado de una singular fuerza divina.

Es evidente que, en su defensa de la unicidad de Dios, frente al Politeísmo pagano y en fidelidad a la tradición monoteísta judía, algunos autores cristianos terminaron por desviarse de la doctrina ortodoxa, sin que ello pusiese en peligro el Deposito de la Fe a un nivel universal. Los sínodos locales, como el romano del 262, presido por el Papa san Dionisio (+268), condenaban este tipo de desviaciones, que no pasaban de ser, a veces, disputas entre escuelas teológicas, y cuyas trascendencias no solía sobrepasar los límites de las Iglesias locales.

Sin embargo, no pocas veces, estas disputas traspasaban esas fronteras y enfrentaban a sus principales representantes, así, por ejemplo, el Papa San Dionisio (+268) exigió explicaciones al obispo de Alejandría, Dionisio, acerca de las noticias que le habían llegado sobre la doctrina por él defendida y que sostenía, según las noticias que le llegaban, la separación de las tres divinas personas en tres deidades distintas. Esta disputa, conocida como “la controversia de los dos Dionisios”, ponía de manifiesto que el tema trinitario podía constituir un problema entre los cristianos, si no se clarificaba en qué consistía este misterio y como había que entender la existencia de una sola naturaleza divina y tres personas distintas.

Estas disputas, acaecidas todavía en el marco de las persecuciones, no lograron resquebrajar la unidad de fe de la Iglesia, concentrada entonces en afrontar la persecución y solventar los problemas pastorales derivados de las apostasías provocadas por ellas. Sin embargo, la situación cambia a partir del 311 a raíz del Edicto de Milán y la paz de Constantino. Los problemas pastorales dejaron paso a los doctrinales, especialmente en Oriente, donde se disputaban la primacía teológica las dos grandes escuelas teológicas de Antioquia y Alejandría, cuyos seguidores habrían de protagonizar las grandes disputas trinitarias y cristológicas de los siglos IV y V.

Situado en este contexto de efervescencia teológica, se sitúa la figura de Arrio (256-236), presbítero de Alejandría, que con su doctrina trinitaria y cristológica habría de dividir a la Cristiandad por primera vez en su historia. El pensamiento de Arrio habría que situarlo dentro de la corriente subordinacionista más extrema que, como hemos visto, al intentar salvaguardar la distinción de personas, terminaba por situar al Hijo en una posición inferior al Padre. Arrio toma como punto de partida la afirmación de que sólo el Padre es ingenito o no creado, sin principio ni fin, eterno, por tanto; frente a ello, el Hijo habría sido creado, y por lo tanto no era eterno como el Padre, y, por lo que tendría un principio. Esto suponía, evidentemente, que el Hijo no sería Dios, ni igual al Él en poder y gloria, quedando como mucho en un <<dios menor>>, la más perfecta de todas sus creaciones.

Arrio, por tanto, negaba tajantemente la divinidad del Verbo, pues, al negar su consustancialidad con el Padre, es decir, el participar de su misma naturaleza divina, no podría ser llamado propiamente Dios. Sin embargo, reconocía que el Hijo era <<dios>> en el sentido de haber sido adoptado por el Padre en virtud de una gracia especial, por lo que, en un sentido moral e impropio era licito llamarle <<Dios>>. Su relacion con respecto a Él era de subordinación y no de igualdad, como afirmaría el Concilio de Nicea al incluir en el Símbolo las expresiones “Unigénito engendrado del Padre, es decir de la substancia del Padre, Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado no creado, consustancial al Padre>>, que reafirmaban la fe en que el Verbo poseía la misma naturaleza del Padre y del que procedía por vía de generación y no de creación.

Las tesis de Arrio, que incluían la negación de la existencia en Cristo de un alma humana, cuyas funciones serian realizadas por el Logos, se extendieron rápidamente en amplios sectores de la sociedad culta, gracias a la familiaridad de esta con el pensamiento helenista, racionalista y con la creencia de la existencia de un Dios supremo; también, contribuyo el concepto de Verbo que se extraía de las doctrinas de Arrio, y que enlazaba con la figura del Demiurgo de la filosofía helenística y gnóstica: un ser intermedio entre Dios y la Creación, que habría sido el encargado de llevar a cabo la obra creadora. La figura del Demiurgo estaba ya presente en las doctrinas cristianas gnósticas, como el Marcionismo, que creían que con ella podían salvaguardar la trascendencia de Dios, atribuyendo a este ser, identificado con Cristo o con los ángeles, la creación del mundo material, con el que el Dios trascendente no tendría ningún contacto.

En el fondo, el planteamiento de Arrio suponía la asunción acrítica de determinadas doctrinas filosóficas y místicas helenísticas, que daban lugar a una <<helenización del kerigma cristiano>>. Este fue siempre el peligro que corrió el Cristianismo desde su primer contacto con el mundo filosófico pagano, y que el Concilio de Nicea, a pesar de que algunos teólogos modernos piensen lo contrario, logro neutralizar, fundamentando el misterio trinitario en el dato revelado. Nicea se bien se sirvió de categorías filosóficas procedentes del mundo cultural que rodeaba entonces a la Iglesia, a fin de evitar el lenguaje a veces ambiguo de la Escritura sobre este punto, logro salvaguardar la esencia de la fe revelada en un Dios encarnado, realidad incomprensible para el pensamiento pagano.

Probablemente, Arrio pensó en que su doctrina lograba salvaguardar la trascendencia de Dios en el aspecto de la Creación y la Encarnación, al no implicarlo ni en una ni en otra, facilitando así el acercamiento del mundo intelectual helenístico a la fe cristiana. Sin embargo, Arrio con su planteamiento hipoteco la esencia misma del Cristianismo, al destruir la soteriología cristiana en alas de un entendimiento con los no cristianos. Efectivamente, si Cristo no era Hijo de Dios en el sentido revelado, es decir, de la misma naturaleza del Padre, no se habría producido una verdadera redención del hombre y, por ende, sacramentos tales como el Bautismo no tendrían eficacia soteriológica alguna. Si Cristo no era Dios, carecería del poder divino necesario para que, por medio del Bautismo, el hombre fuese regenerado y adoptado por Dios en Él.

Lo mismo puede decirse del hecho de que Cristo no gozara de una autentica alma humana, pues, se trataría de una humanidad imperfecta, y, por ende, no podría darse una redención plena del ser humano. No se cumpliría el axioma de los Santos Padres, por el cual, “lo que ha sido asumido, ha sido redimido”: si Cristo no asume una humanidad perfecta, su obra redentora o no tendría lugar o no sería perfecta, pues no abarcaría a todo el hombre, que es alma y cuerpo.

Esta hipotecación del mensaje cristiano en aras de un entendimiento con el mundo intelectual del momento, explica la rápida expansión del arrianismo por ser más aceptable para un ambiente intelectual que, como ya había experimentado el propio San Pablo, veía difícil que el Dios trascendente tuviese algún contacto con el mundo material del hombre. El peligro para la integridad de la fe, como hemos visto, era evidente, como ya advirtió el obispo de Arrio, Alejandro, que no tardó en llamarlo al orden para que se corrigiese. Sin embargo, Arrio, que había expuesto su doctrina en sus sermones y escritos, como Thalia, se mantuvo recalcitrante, a pesar de ser condenado en el 318, cinco años después de la paz constantiniana, por un sínodo de cien obispos de Egipto.

La rápida extensión del arrianismo se debió, no sólo a lo atrayente de su mensaje para los intelectuales paganos, sino también a la acción misionera de sus adeptos. En muy poco tiempo, el arrianismo se había convertido en una fuerte corriente doctrinal que, no sólo se extendía en el Oriente cristiano, sino también más allá de las fronteras romano – cristianas. Por medio de misioneros arrianos, como el obispo Ulfias, los pueblos barbaros adoptaron el cristianismo arriano provocando, tras las grandes invasiones del siglo IV y V, un choque religioso – cultural que, si bien fue bastante leve en Oriente, tuvo una importante repercusión en Occidente, donde una mayoría católica se vio pronto dominada y perseguida por una minoría bárbara arriana.

EL CONCILIO DE NICEA

La situación generada por las doctrinas de Arrio llegó a tal punto que amenazaban con poner en peligro el status quo alcanzado por la Iglesia merced al apoyo de Constantino al Cristianismo. Para el emperador, que recientemente había logrado unificar el Imperio bajo un único mando, las disensiones religiosas podían poner en peligro la unidad política recién alcanzada, y que debía garantizar la paz interna de cara a afrontar los peligros externos que amenazaban al Imperio.

Esta dependencia de la paz política respecto de la paz religiosa, constituía la esencia de la política personal de Constantino y que había sido dibujada por el obispo Eusebio de Cesárea (265-339/340), para quien había sido providencial la unión del Cristianismo con el Imperio. Para el obispo áulico, el emperador <<es el intérprete de Dios y del Logos-Cristo porque, a la manera del Logos-Cristo, tiene la ciencia requerida de las cosas divinas, es un maestro.>> Sobre esta base teológica, Constantino asumió como algo personal la defensa no sólo de la intuición, sino también de la doctrina frente a las amenazas de la herejía que, desde su punto de vista, constituía un elemento perturbador, no sólo de paz eclesial, sino también social.

Esta conciencia de su misión dentro de la Iglesia, es lo que explica que a fin de frenar las disputas y pacificar los ánimos, el emperador tomase la decisión de convocar un Concilio que pusiese termino a dichas disputas y restaurase la paz religiosa que tanto le interesaba. La convocatoria conciliar imperial era una manifestación de esta conciencia providencial y del deseo de ejercer una misión mediadora entre las partes enfrentadas, a fin de ser un instrumento eficaz de reconciliación y pacificación. Nunca aspiro el emperador en influir en las decisiones doctrinales, para lo cual tampoco se hallaba preparado, sino que sus intervenciones personales en él, promovidas por el obispo Osio de Córdoba, estuvieron destinas a promover el espíritu de conciliación y la búsqueda de soluciones entre los Padres conciliares, quienes estaban realmente capacitados para tomar las decisiones doctrinales correspondientes.

Resulta curioso el papel casi desapercibido que, en esta ocasión, tuvo el Obispo de Roma, en aquel entonces san Silvestre (314-335), a la hora de convocar la magna asamblea, manifestando que esta se trataba de una iniciativa político – religiosa del emperador, más que interna de la Iglesia. La lejanía geográfica del conflicto o la autonomía de las Iglesias de Oriente explican que Silvestre no tuviera un papel destacado en Nicea, lo que no significa que la Iglesia romana no estuviese representada en él, cosa que hizo a través de los presbíteros Vito y Vicente. Sin embargo, el protagonismo del poder imperial en la vida de las Iglesias orientales hizo que durante los siglos IV y V los concilios, como el de Nicea, fuesen convocados por la autoridad civil, con el respaldo o aprobación del Papa, que era representado por los legados pontificios por él designados. A partir del I Concilio de Letrán (1121), celebrado ya en Occidente, se impondrá la norma de que este tipo de asambleas habrían de ser convocadas por el Papa y no por otra autoridad.

Así las cosas, Constantino convoca la celebración de un concilio en la ciudad de Nicea para el 20 de mayo de 325, el cual habría de estar presidido por el obispo Osio de Córdoba, hombre de su entera confianza. A dicha ciudad acudieron unos 318 obispos, partidarios y detractores de Arrio, destacando la figura de Marcelo de Ancira (+374), enconado enemigo del heresiarca, y del joven diacono Atanasio, futuro campeón de la ortodoxia nicena frente al arrianismo. Frente a ellos se encontraba Arrio, que acudió personalmente al Concilio para defender sus tesis y buscar la rehabilitación, que se encontró con el apoyo de 22 Padres Conciliares, liderados por Eusebio de Nicomedia. Tras el discurso inaugural pronunciado por el propio emperador, llegó el turno de los debates sobre las doctrinas de Arrio, quien pronto se encontró sólo ante sus enemigos, pues, la lectura ante los Padres conciliares de sus escritos derivo en una fuerte oposición de la mayoría de ellos.

Pronto los Padres Conciliares se dieron cuenta del peligro que corría la fe cristiana si se adoptaban los puntos de vista de Arrio pues, como hemos dicho, al negar la divinidad del Verbo destruía el misterio trinitario y toda la soteriología cristiana, y, por ende, la eficacia de los Sacramentos. El principal opositor a Arrio fue el diacono san Atanasio quien, asumiendo los puntos teológicos de su obispo Alejandro, el primero en denunciar la herejía arriana, desmontó desde el dato revelado las tesis del heresiarca, afirmando con claridad la divinidad del Verbo. Para san Atanasio el Verbo era <<consustancial>> al Padre, de su misma naturaleza divina, afirmación que fue expresada con el termino homooúsios, que era apropiado para expresar el kerigma apostólico de la generación eterna del Hijo por parte del Padre y de su plena participación en la naturaleza divina.

Con la defensa abierta de la filiación divina del Hijo, san Atanasio resolvía el problema soteriológico que planteaba la doctrina arriana: si para Arrio Cristo, que no era Dios pues rechazaba su divinidad y el misterio de la Encarnación, era un personaje extraordinariamente bueno y sabio, que salvaba al hombre en el sentido de que le ofrecía un modelo perfecto de vida, pero no una salvación absoluta y universal; la confesión de la divinidad del Verbo salvaguardaba el dato original de la fe bíblica que afirmaba que el hombre es salvado por Cristo, en cuanto que este es Dios verdadero, y por cuyo poder divino es redimido del poder del Pecado.

Los Padres Conciliares vieron en la doctrina trinitaria de Atanasio un reflejo del mensaje cristiano autentico y para que no hubiera dudas acerca de lo que había de creerse, decidieron reflejarlo en un <<Símbolo>>, un <<Credo>> que recogiese de modo sencillo, pero claro, la doctrina conciliar sobre el Verbo y los principales puntos de la fe cristiana. Así, nació el Símbolo de Nicea, la primera fórmula de fe universal elaborada por un Concilio, y que habría de completarse con las aportaciones del I Concilio de Constantinopla (381), que versaría sobre la divinidad del Espíritu Santo:

<<Creemos en un solo Dios Padre todopoderoso, creador de todo lo visible y lo invisible.

Y en un solo Señor Jesucristo, Hijo de Dios, unigénito engendrado del Padre, es decir, de la substancia del Padre, Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, consustancial al Padre, por quien han sido creadas todas las cosas en el cielo y en la tierra. Por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajo del cielo y se encarnó y se hizo hombre, padeció y resucitó al tercer día, subió al cielo y vendrá a juzgar a vivos y muertos. Creemos en el Espíritu Santo.

A los que dicen: “Hubo un tiempo en que no existía” o “No existía antes de ser engendrado” o “Ha sido creado de la nada”, o afirman que deriva de otra hipostasis o substancia o que el Hijo de Dios es creado, o mutable o alterable, a todos esos los condena la Iglesia católica y apostólica.>>

Con esta solemne proclamación de fe, que contó con el beneplácito del emperador Constantino, el Concilio rechazaba las doctrinas de Arrio, a quien condenaba formalmente. Por una circular emitida por el Concilio y el emperador (19 de junio del 325), enviada a la Iglesia de Alejandría y las de su alrededor, se deponía al presbítero y a los dos obispos que aún le apoyaban (Theonas y Secundus), y los enviaban al exilio en el Ilirico.

UN POSCONCILIO CONFLICTIVO

Con la promulgación del Símbolo niceno y la condena de Arrio y de los obispos recalcitrantes al exilio, parecía que la crisis arriana había terminado. Obispos como Theognis de Nicea, Eusebio de Nicomedia y Maris de Calcedonia, que se habían manifestado partidarios de Arrio en el Concilio, terminaron por suscribir el credo niceno, pero no por convicción, sino más bien para agradar a Constantino. Este se mostró satisfecho con los resultados del Concilio y, en un primer momento, se mostró como su más denodado defensor.

Sin embargo, pronto la situación volvió a cambiar, con motivo de un giro de Constantino en su apoyo a los arrianos. Este giro fue provocado por las intrigas de Eusebio de Nicomedia quien, a través de su influencia en Constancia, hermana del emperador, logro que este cambiara su opinión acerca del arrianismo: si en un primer momento, este había representado para él un motivo de división en el Imperio, ahora, mediante las intrigas del obispo de Nicomedia, era la fe nicena la que provocaba la tensión y división religiosa en el mismo.

Convencido por esta idea, Constantino inicio un progresivo acercamiento hacia el arrianismo, que facilito la rehabilitación de Arrio quien, merced a esta política, pudo volver a su tierra y publicar sus escritos, ahora más recatados acerca de sus doctrinas sobre la Trinidad y Cristo. Como parte de esta política de acercamiento, Constantino ordenó a Alejandro, obispo de Arrio, que lo acogiese de nuevo en su diócesis, a lo cual el anciano prelado respondió que rezaría para que Arrio falleciese antes de que eso ocurriera. Más tarde, ordenó el destierro del sucesor de Alejandro, san Atanasio, que se había destacado en Nicea como principal defensor de la divinidad del Verbo, bajo la acusación de chantajear al Imperio dificultando los envíos de trigo a fin de que el emperador le diese la razón frente a Arrio.

En este clima de presión política, no es de extrañar que el Sínodo de Jerusalén del 336, readmitiese a Arrio a la comunión eclesial y se iniciase una política de exilios entre el episcopado fiel a Nicea, siendo las sedes ocupadas por obispos arrianos o al menos más tolerantes con la herejía. Esta política, iniciada por Constantino y seguida por sus sucesores, puso en verdadero peligro la unidad de fe en la Iglesia, pues, llegó un momento en que el arrianismo, amparado bajo el palio del poder civil, amenazo con imponerse como doctrina oficial de la Iglesia. La constante defensa del credo niceno por parte de obispos como san Atanasio, exiliado varias veces por ello, y la fidelidad de la mayor parte del pueblo fiel a la ortodoxia nicena, evitaron la imposición oficial del arrianismo.

Sin embargo, mientras que entre los católicos fieles a Nicea se mantuvo un fuerte espíritu de resistencia y fidelidad, amparado desde Occidente por la autoridad del Obispo de Roma y de otros grandes prelados occidentales; los partidarios del arrianismo fueron dividiéndose en sucesivos partidos que defendían versiones más o menos diluidas de la herejía original. Así, en el transcurso del siglo IV, nos encontramos con tres facciones arrianas: los <<anomeos>> o arrianos puros; los <<homeos>>, que sostenían que el Hijo era semejante al Padre, y los semiarrianos, más cercanos a la doctrina de Nicea, que sostenían que el Hijo era <<semejante en todo>> o <<semejante en la sustancia al Padre>>. Estas divisiones fueron debilitando la fuerza del arrianismo en Oriente, mientras se buscaban fórmulas de conciliación a través de diversos sínodos, sin que se lograra resultado alguno que favoreciera la paz religiosa.

En tal estado de cosas, la Iglesia se vio sometida a una nueva persecución, auspiciada por el ultimo descendiente de Constantino, el emperador Juliano II (361-363). Este, educado en la fe cristiana, pronto manifestó un rechazo a la misma y una admiración casi obsesiva por el mundo pagano. Esta obsesión le llevo a declarar abiertamente la guerra a la Iglesia, realizando acciones tales como la rehabilitación de la religión pagana o el proyecto de reconstruir el Templo de Jerusalén. La Iglesia, especialmente en Oriente, debilitada por las disensiones internas, se encontró casi indefensa ante este nuevo rebrote del paganismo que, breve, aspiraba a barrer de nuevo la fe de Cristo de la sociedad romana. Sin embargo, la repentina muerte de Juliano II (336), mientras estaba luchando contra los persas, supuso no sólo el fin de la dinastía constantiniana, sino también el inicio de un nuevo ciclo para la Iglesia que, libre del influjo de Constantino y sus descendientes, se preparaba para asestar el golpe definitivo a la herejía arriana.

Con la llegada al poder de Teodosio el Grande (379-395) se habría de nuevo para el Imperio una nueva etapa. Tras la desaparición de Juliano “el apóstata” se había vuelto a producir la división del Imperio y la anarquía. Teodosio, tras imponerse a los usurpadores de Oriente y Occidente, se convirtió en el único emperador de Roma, iniciando un periodo de recuperación que incluiría la paz religiosa. Así, al contrario que Constantino, que fue hasta sus últimos días pagano, Teodosio manifestó desde el inicio de su reinado un fuerte compromiso por la conversión total del Imperio a la fe cristiana. Esto le llevo a una política de supresión de los últimos símbolos del paganismo que quedaban en Roma y la proclamación, en el 380, por medio del Edicto de Tesalónica, de la fe católica como la religión oficial el Imperio. Sin embargo, a pesar de ello, Teodosio no desencadenó persecución alguna contra los adeptos que aún quedaban del paganismo, muchos de ellos miembros de la milicia, manteniendo algunos símbolos del mismo como la Academia de Atenas, pero suprimiendo otros como el fuego perpetuo del Templo de Vesta en Roma o el altar de la Victoria situado en el Senado de Roma.

Con respecto al problema arriano, Teodosio se mantuvo firme en su confesión de la fe nicena, manteniendo buenas relaciones con los principales representantes de la ortodoxia católica como san Ambrosio de Milán y beneficiándose de la labor teológica de los Padres Capadocios (Basilio de Cesárea, Gregorio de Nisa y Gregorio Nacianzeno). Estos, a través de su doctrina teológica acerca del misterio trinitario, lograron el acercamiento de muchos de los partidarios del semiarrianismo a la fe nicena, preparando el camino para la solución de un conflicto que había anegado la Cristiandad oriental desde hacía casi un siglo. Con la celebración del I Concilio de Constantinopla (381), que proclamo la divinidad del Espíritu Santo, se ponía fin a la controversia arriana.

A partir de entonces, el arrianismo fue progresivamente desapareciendo del escenario teológico de la Iglesia universal, quedando reducido, tras la caída del Imperio de Occidente, a una forma concreta de Cristianismo practicado por la mayoría de los pueblos germánicos que, a partir del 411, irían asentándose de forma violenta en los antiguos territorios del Imperio occidental.

CONCLUSION

El Concilio de Nicea marca un punto de inflexión en la Historia de la Iglesia, no sólo por ser el concilio que condenó la primera gran herejía trinitaria, sino también porque puso de manifiesto la necesidad de definir y clarificar el dogma católico frente a las opiniones teológicas.

La elaboración del Símbolo niceno fue un paso importante para ayudar a los fieles a conocer, de un modo sencillo, los puntos fundamentales de su fe. Tanta fue la importancia del símbolo niceno, completado por el Concilio de Constantinopla acerca de la divinidad del Espíritu Santo, que pronto fue incluido en la celebración eucarística, manifestando en la lex orandi la lex credendi. De esta manera dogma y litúrgica se unían para rechazar cualquier herejía y para manifestar la unidad de fe presente en la celebración litúrgica central de la Iglesia. Hasta tal punto fue así, que, hasta la reforma litúrgica de 1969, el Credo era recitado en todas las misas de los apóstoles y doctores de la Iglesia, como expresión de comunión con los primeros predicadores de la fe y de sus más conspicuos defensores y difusores.

Nicea puso también de manifiesto el rechazo de la “helenización del kerigma cristiano”, que Arrio había realizado en pos de un acercamiento al mundo cultural pagano, y que explica, en parte, la rápida difusión de su herejía. El Concilio rechazó esta orientación de Arrio, consciente de las repercusiones soteriológicas de la misma, pues, como hemos visto, el arrianismo destruía la fe en Cristo Salvador y en la universalidad de su salvación, reduciéndolo a un mero hombre virtuoso que ofrecía una doctrina moralista que en poco se distinguía de las doctrinas de Sócrates. Al afirmar la divinidad de Cristo, los Padres nicenos confirmaron la doctrina soteriológica tradicional, asentada sobre el dato revelado, que presentaba al Dios hecho hombre como salvador universal y cuya gracia era capaz de regenerar al hombre pecador. No sería la primera vez que se intentaría sacrificar el dato revelado en aras de un entendimiento con la cultural y el pensamiento de la época. Siglos más tarde, por ejemplo, el Modernismo y sus partidarios intentarían un camino similar al de Arrio, socavando los fundamentos de la fe, elaborando un Cristianismo capaz de ser aceptable a la cultura contemporánea, a cambio de sacrificar verdades fundamentales que afectaban a su misma raíz.

Los Padres nicenos, si bien rechazaron los postulados de la filosofía helenística para explicar el misterio trinitario, fueron capaces de asumir aquellos elementos que, purificados, podían ayudar a explicarlo. De ahí, la formulación del concepto de consustancialidad, expresado a través del termino homooúsios, que, si bien no estaba contenido en la Revelación, expresaba perfectamente el hecho revelado de que el Hijo poseía la misma naturaleza que el Padre y, por ende, era Dios. Siglos más tarde, la Iglesia recurriría al termino transustanciación, extraído de la filosofía, para explicar el misterio de la conversión del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Al contrario que Arrio, los Padres nicenos acudieron subsidiariamente a la filosofía con el fin de clarificar una verdad de fe que, contenida en la Sagrada Escritura, resultaba complicada expresar por el lenguaje ambiguo de la misma acerca de ella.

El posterior desarrollo de la fe nicena puso de manifiesto la fragilidad e imperfección de la alianza entre la Iglesia y el poder civil. Si bien es cierto que sin la actuación decisiva de Constantino no se habría convocado el Concilio, como tampoco lo habría hecho el de Trento sin la insistencia de Carlos V; también lo es que, los sucesivos vaivenes del poder imperial respecto a la herejía arriana, ponían en evidencia la fragilidad de la libertad de la Iglesia a la hora de resolver sus propios problemas. El posconcilio de Nicea manifestó hasta qué punto la intervención del poder imperial restaba autonomía a la Iglesia, que vio a sus obispos ortodoxos exiliados, sus sedes ocupadas por herejes, sus sínodos promulgando fórmulas de concordia impuestas por el emperador y persecuciones oficiales impulsadas por los teóricos defensores de la fe. La política <<Cesaropapista>> desarrollada en Oriente supuso una grave merma de la autonomía de sus dirigentes religiosos que terminaron convirtiéndose en marionetas del poder civil, puestos y depuestos a merced de los intereses político – religiosos del Emperador de turno.

Finalmente, la defensa de la fe nicena a lo largo de cincuenta y cinco años ponía de manifiesto que el espíritu de resistencia de pastores y fieles no había menguado a pesar del fin de las persecuciones paganas. A pesar de las presiones imperiales, de las ordenes de los sínodos y de los obispos usurpadores, la mayoría de los fieles perseveraron en su fe ortodoxa, gracias al apoyo y ejemplo de sus pastores que, como san Atanasio, tuvieron que sufrir destierros y humillaciones. Pocas veces la Iglesia se ha encontrado en una situación en la que la herejía, instalada en la cima del poder eclesial por fuerzas externas a él, amenazaba con anegar la fe verdadera. Gracias a la resistencia de los confesores (obispos, sacerdotes y seglares) pudo pervivir la fe ortodoxa en ambiente tan hostil, y lograr sobreponerse a la herejía y a las fuerzas que la sustentaban.

En definitiva, Nicea es más que un concilio: representa el espíritu de fidelidad a la fe recibida, que debe expresarse con las categorías culturales apropiadas, pero respetando siempre la Verdad que nos ha sido revelada.

Vicente Ramón Escandell Abad, Pbro.

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Author: Rev. D. Vicente Ramon Escandell
Rev. D. Vicente Ramón Escandell Abad: Nacido en 1978 y ordenado sacerdote en el año 2014, es Licenciado y Doctor en Historia; Diplomado en Ciencias Religiosas y Bachiller en Teología. Especializado en Historia Moderna, es autor de una tesis doctoral sobre la espiritualidad del Sagrado Corazón de Jesús en la Edad Moderna