La soberbia campea por el mundo, nos cuenta nuestro articulista y para alejarla de nosotros, nos acercamos a la Navidad cristiana, de la mano de Santo Tomás de Aquino
La Navidad Cristiana aleja del mal. Un artículo de Miguel Toledano
Con ornamentos verdes hemos comenzado ya el tiempo posterior a la Epifanía, aunque -hasta el domingo de Septuagésima- seguimos en el ciclo de Navidad.
Cumple así seguir analizando el problema de si la Encarnación era, para Dios, necesaria, exactamente donde lo dejamos la semana pasada.
Ya avanzamos que santo Tomás de Aquino, en la tercera parte de su Suma de Teología, ofrece cinco razones por las que la primera venida de Nuestro Señor, de la manera más perfecta y conveniente posible, ayuda al hombre a alejarse del mal.
Una vez más, el Doctor Angélico sigue a san Agustín en todas y cada una de las reflexiones que al efecto realizó el obispo de Hipona ochocientos años antes.
Nosotros, a su vez, seguimos al aquinate también ocho siglos después de su argumentación.
El primero de los cinco fundamentos es relativo al maligno. San Agustín, en su Tratado acerca de la Trinidad (libro XIII), explica que, a diferencia del hombre, los demonios no tienen carne. Esto, en sí, no convertiría al hombre en un ser superior, sino solamente distinto del demonio. Pero, al haber Dios asumido también la carne de la naturaleza humana, la eleva a un nivel divino; lógicamente, esto aúpa al hombre a un estadio superior al de los ángeles caídos.
Santo Tomás concluye donde su antecesor dejó la cuestión: El hombre no tiene por qué sentir ante el demonio reverencia alguna. Y, sin embargo, en todas las épocas ha existido la extraña veneración hacia Luzbel, desde el mito de Fausto hasta los disparatados satanistas de hoy en día, pasando por la masonería.
Para su segunda motivación, el aquinatense acude a una doble fuente de autoridad moral: además del Doctor de la Gracia, la del Papa san León Magno. Ambos muestran que la naturaleza humana, tras la Encarnación, aumenta excelsamente en dignidad; por lo que no hemos de mancharla de forma lamentable a través del pecado.
Modernamente se habla a menudo de la dignidad del hombre. Hasta las recientes leyes que inicuamente establecen en las sociedades secularizadas la inducción al suicidio se basan en la invocación de dicha dignidad. No obstante, los cristianos podemos decir que la dignidad del hombre es muy superior, al asumir Dios la humana naturaleza. Hasta la Encarnación, el mismo texto del papa León utilizaba un término menos optimista para referirse a la cualidad moral de los hombres: “vileza”, en el lugar de dignidad.
El tercer riesgo que el nacimiento del Divino Infante contribuye a neutralizar es la soberbia. San Agustín recuerda que la gracia de Dios en Cristo nos ha sido otorgada “sin ningún mérito nuestro”. Santo Tomás refuerza la máxima agustiniana: si no le corresponde al hombre el mérito de su salvación, si ella se alcanza sólo a través de Cristo, nuestra presunción queda destruida.
Vano sería el orgullo cuando nuestra propia salud eterna no se deriva de nuestra exclusiva valía. Ahora bien, nuestros contemporáneos se ensoberbecen locamente de haber alcanzado hitos que incluyen la mayoría de edad como sociedad, ser la generación mejor formada, estar logrando alcanzar altas cotas de progreso y autonomía, etc. Aunque aparezca un virus minúsculo y se lleve por delante a un par de millones de personas; perdida la fe en la Encarnación, la soberbia campea libre por el mundo y su mundialismo.
Al mismo vicio de la soberbia se dirige la penúltima de las pruebas. Dios ha sido profundamente humilde haciéndose hombre; éste, por consiguiente, resulta conmovido por la decisión divina y curado así del pecado de Lucifer y de nuestros primeros padres. Santo Tomás no necesita, en este caso, añadir absolutamente nada. La fuerza de esta deducción, de orden no solo lógico sino también psicológico, es suficiente para corroborar la necesidad de la Encarnación.
Todavía la religión cristiana conmueve a muchos. Todavía la Navidad, aun desprendida frecuentemente de sus atributos propios, sigue representando una etapa anual que refuerza los vínculos de amor entre los hombres. Nos centramos en los niños, que son humildes; nos acordamos de los pobres y necesitados, que tampoco se cuentan entre los poderosos de nuestras naciones repletas de bienestar material; nos reunimos con los ancianos de la familia, a veces abandonados el resto del año. Es como si aquel portalillo de Belén infundiese a todos los hombres, aun los no bautizados o los que han apostasiado, su perenne vitamina de humildad.
Y llegamos así al quinto y definitivo silogismo, aunando una vez más los precedentes agustiniano y leonino: se trata del necesario resplandor de la justicia, de la evitación y superación de la iniquidad, a la que el hombre se asoma por culpa de su naturaleza caída.
La justicia, en efecto, quedó originalmente violada cuando Lucifer engañó al hombre en el Paraíso y lo ató al pecado. El hombre desobedeció, traicionó, robó a su propio Creador y benefactor. Era preciso que esa justicia pudiese restablecerse, que ese mal pudiese resultar sanado, que la esclavitud del hombre que arrastraba tal pecado y todos los que derivaban de él -dice santo Tomás- fuese liberada.
Y qué mejor modo que haciéndose hombre el mismo Hijo de Dios. Con ello resultaba, en primer lugar, vencido el Príncipe de la Mentira; vencido por un hombre, que además es Dios. Con ello quedaba también satisfecha, a través de la Pasión, la afrenta infinita cometida al Padre, por Adán, Eva y por todos los hombres pecadores pasados, presentes y futuros.
Pero un solo hombre -discurre san Agustín-, no podía redimir a todos. Por eso era necesario que ese hombre fuese al mismo tiempo Dios, ya que un ser infinito puede pagar un precio infinito. La lógica de la Revelación cristiana vuelve a imponerse con toda su potencia. El hombre dejaba, a partir de ese instante, de ser esclavo del pecado en la medida en la que aprovechase la mediación de Cristo.
No quiero terminar este artículo sin recordar lo que el mismo santo Tomas añade para culminar su tratamiento genial de la cuestión. Todas las razones expuestas son aquéllas que el entendimiento humano capta como beneficios óptimos de la Encarnación; pero no son las únicas. Existen otras, “muchas otras”, dice él; pero ésas no serían accesibles a todos los hombres a través de las luces de la razón, como sí lo son la decena que hemos reseñado para los lectores de Marchando Religión.
Es sabido que, después de haber escrito su magna obra, el santo de Aquino tuvo una visión mística de la bienaventuranza, tras lo cual decidió no volver a escribir nada, pues toda la altura de su ciencia le pareció una pantomima en comparación con lo que nos está destinado después de la muerte. En el análisis de la Encarnación se avistan esos dones eternos que la razón humana no alcanza y ante los que el Doctor Angélico se frena con una reticencia que nos deja asombrados.
Miguel Toledano Lanza
Fiesta de la Sagrada Familia, 2020
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