La ociosidad, la maldad…le damos mucho a la lengua y quitamos la buena fama al prójimo. No olvidemos que la maledicencia es pecado, nos lo recuerda Miguel Toledano y nos invita a la reflexión.
«En torno a la maledicencia», Miguel Toledano
Cumplido su primer año de vida, Marchando Religión acumula ya un cuerpo de doctrina relevante, un depósito magisterial no desdeñable, con fondos tanto de laicos como de clérigos, que permite revisitarse para encontrar nuevas facetas, ángulos o aproximaciones sobre la Verdad que es una.
Hace poco más de un mes, el maestro Pedro Luis Llera nos regaló un artículo verdaderamente señero, acerca de la maledicencia. En él, denuncia el grave pecado mortal que entraña manchar el nombre de alguien. Merece la pena que nos detengamos hoy en ese texto, para sacar algunas derivadas implícitas en el mismo y otras vías de aplicación de sus postulados. De entrada, cabe recordar que se trata de un asunto considerado muy significativo durante el pontificado actual; al poco de su elección, el Papa Francisco pronunció un importante sermón sobre la charlatanería malévola, llegando a comparar a los calumniadores con los homicidas y aún con el príncipe de todos ellos, Caín. Era la tercera vez que el recién coronado siervo de los siervos de Dios trataba sobre la calumnia, habiéndolo hecho por segunda cinco meses antes y apenas a días de su inauguración, pero dejamos aquellas intervenciones iniciales para una posterior ocasión aquí, con el fin de no extendernos demasiado.
Hay quien también ha comparado los injuriosos con los violadores, pues la maledicencia consiste nada menos que en violar el honor del inocente, más cruelmente si es el de una mujer. Quien ensucia el nombre de una mujer es como quien la viola, deseoso de forzar su carne de tanto como ilícitamente le atormenta; quien parlotea para atacar a una menor, siguiendo la misma regla de tres, es un abusador.
¿Mas qué ocurriría, volviendo a la argumentación de Pedro Luis, si los rumores no se esparcen a la puerta del colegio, sino en la misma capilla? ¿Qué pasa si los insultos no los vierten unas mujerucas, sino el director del centro? ¿Qué sucede si destrozar la reputación del prójimo no es un pasatiempo, sino que se convierte en una táctica, o incluso en una estrategia? ¿Y si el autor del atropello es un sacerdote? ¿Y si se sirve de sus subordinados, o incluso de seminaristas, para la ejecución de sus turbios propósitos? ¿Es tolerable mancillar la reputación de quien además es más débil que tú?
Hace bien nuestro querido colega en recordar al cotilla que debe primero mirarse a sí mismo. Es precisamente lo que proclama el Papa Francisco, aludiendo al mensaje evangélico en la citada homilía: No vaya a ser que veas la paja en el ojo ajeno y no la viga en el tuyo propio.
Ese pseudo-juicio al prójimo -porque de juicio, como veremos, tiene poco- es, según nuestro admirado autor, gravemente pecaminoso. Esa pseudo-condena -porque, como veremos, también le faltan los requisitos para serlo- resulta igualmente impresentable. Para el Papa, ese tratamiento de los defectos de los demás es vicioso, puesto que atenta contra la virtud de la mansedumbre. El homicida del chisme, el violador de la palabra, el abusador del calumniado, es un vicioso.
¿No tiene nada mejor que hacer? La pregunta de Pedro Luis es pregunta pertinente. Sin duda, en el origen de las tropelías del sátrapa se encuentra la ociosidad. Los corrillos mundanos, la ocupación del aburrimiento en el lugar de la escasez de la oración, la molicie como forma de vida en oposición a la sobriedad hispánica, el fomento de la cizaña en las relaciones de sociedad, las tertulias sin más altura que la murmuración como divertimento, todo ello es propio de quien tira la piedra y esconde la mano.
Sobre la murmuración cabe un análisis específico. Se trata del ataque verbal al difamado (¡o difamada!) sin que ésta siquiera esté presente. La justicia brilla aquí por toda ausencia. A la víctima se le hurta la posibilidad de defensa o aclaración en el abuso, violación u homicidio del que figurativamente habla el Papa, citando a Nuestro Señor.
Por eso decía antes que, propiamente, no hay juicio. Cuando tanto el Pontífice, como siguiéndole Pedro Luis, advierten de no juzgar para no ser juzgados, debe interpretarse ello en el sentido pastoral de la mortal maledicencia. El juicio, cuando goza de las garantías del derecho, es un establecimiento noble, presidido por la práctica de la Justicia. La condena misma, si se produce con los requisitos debidos de fondo y forma, es una afirmación en donde vuelve a resplandecer la segunda de las virtudes cardinales para la preservación del bien común.
Por el contrario, la difamación, la calumnia, el acoso o el fraude informático implican un juicio paralelo y secretista, una condena interrupta y chapucera, un ardid de juez y parte, una culminación desastrosa de un espíritu acomplejado e inseguro; si en un seglar constituyen un atentado a la caridad, en un sacerdote representan, en fin, un ejemplo deplorable para la preservación de la Fe que, de predicarse en el seno de una congregación, puede contaminar la existencia mística de todo el instituto.
Si en un soldado de a pie corre el riesgo de empeorar la moral del grupo, en un general representa la puesta en marcha de un estilo directivo que merecerá una disgresión en estas mismas páginas, con ejemplos concretos de personas y obras, en oposición a lo que son las buenas prácticas del “management”, que ante todo debe observar la ley y el respeto de las personas.
En cualquiera, la denigración feroz se ventila en tres juicios, uno natural y dos sobrenaturales. En el eclesiástico, ha de acarrear cuatro, pues dos son los naturales, ante la jurisdicción pública y también ante la autoridad eclesiástica, que de conocerlos corregirá los desafueros del chismoso y de cuantos los apoyen o toleren, despreciando a las víctimas.
El Papa acierta recordando al orbe que el maledicente es un criminal y un violento. De hecho, las palabras de Francisco son fortísimas, porque llega a decir que el difamador es asesino de Dios; al hablar mal del hombre o de la mujer, del chico o de la chica, el energúmeno impostor está “matando a Dios”, en tanto que aquéllos son imagen de Éste. Lógica es la conclusión del magisterio pontificio, puesto que estas maniobras oscuras se encuentran en las antípodas de la caridad, del amor entrañable que predica Pedro Luis, del reconocimiento de las buenas personas, educadas, respetuosas y serviciales.
Incluso en el caso hipotético de que “se lo mereciera”, como dice el Santo Padre, “no se lo digas a todos”; sé noble y empieza por el interfecto – el crimen es peor cuando hablamos con otros, es en ese momento cuando cometemos el homicidio virtual que denunciaba el Pontífice en septiembre de 2013.
Calumnia, que algo queda, dice la vieja expresión española que recogiera ya el Marqués de Santillana a comienzos del siglo XVI. Los ingleses, comúnmente más pérfidos y más prácticos, lo aconsejan incluso con audacia, siguiendo al calvinista Francis Bacon: “Calumniad con audacia, pues siempre quedará algo”. El inglés que aprende de niño o de joven esta paremia sabe que, si es audaz, siempre obtendrá rédito. Que al fin y al cabo el rédito es algo que suele interesar al talante británico, calculador y empírico.
Resulta, en efecto, muy difícil demostrar la inocencia del calumniado y doblemente difícil recuperar su buena fama. Demostrar la inocencia puede llevar aparejada una probatoria diabólica, desagradable y hasta imposible, además de injusta. Más todavía, recuperar la buena fama ejemplifica como nada el principio de que destruir es más fácil que construir. Y la destrucción es más eficaz si el difamador ha continuado erosionando la reputación del damnificado, entrevistándose con terceros en vía desesperada de tapar sus propias vergüenzas.
Alabamos este magisterio pontificio y secular. Porque en este mundo, calumniar sale gratis, casi siempre. Aunque no siempre.
Miguel Toledano Lanza
Primer domingo de Adviento, 2019
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