Última parte de este interesante artículo sobre la Iglesia contemporánea y sus controversias, las cuales podemos evaluar a la luz del tiempo presente.
Las grandes controversias de la Iglesia contemporánea (II). Un artículo de Miguel Toledano
Tras el modernismo, todavía deberá san Pío X combatir otra desviación teológica y política. Se trataba del movimiento defendido por la revista originalmente literaria Le Sillon (El Surco), de tendencia demócrata cristiana. Había sido fundada por Marc Sangnier, influido por Lamennais y por Blondel. Podríamos decir que si hay una continuidad del catolicismo liberal entre Lamennais, Blondel y Sangnier, también hay una coherencia correctiva desde Gregorio XVI, pasando por Pío IX y hasta san Pío X; de tal forma que, el 23 de septiembre de 1910, el papa Sarto publica la encíclica Notre charge apostolique relativa a los errores sillonistas sobre la democracia.
Sangnier defendía que la educación democrática lleva a Dios y afirmaba que “la Iglesia no son los sacerdotes ni los obispos ni el papa, sino Jesucristo”. San Pío X le recuerda que el poder no procede del pueblo, sino de Dios; que la democracia no es un régimen político que merezca una consideración superior; que la neutralidad religiosa en la vida política es contraria a la doctrina de la Iglesia; que no cabe defender como situación deseable que el estado no sea anticatólico (el actualmente denominado principio de “laicidad”); y que no es aceptable la colaboración con la impiedad y con las restantes religiones, por ser falsas.
El reinado del inmenso Pontífice véneto llega a su ocaso con nubarrones bélicos. Durante la Primera Guerra Mundial, el papa Benedicto XV intenta lograr la paz. Para ello, utiliza a los príncipes Sixto y Javier de Borbón-Parma (quien posteriormente sería Rey legítimo de las Españas, transmitiéndose sus derechos sucesorios a su hijo don Sixto Enrique, actual abanderado de la Comunión Tradicionalista) como enlaces entre París y Viena. Sin embargo, el presidente del Consejo de Ministros francés y el Ministro de Asuntos Exteriores italiano frustran las conversaciones ya muy avanzadas en junio de 1917. El papa siguió intentando la paz, aunque chocaría nuevamente con el bloqueo galo.
Finalizada la contienda alcanzo su apogeo un movimiento de signo muy distinto a la democracia-cristiana de Sangnier. Nos referimos a la Acción Francesa, que, desde su periódico homónimo, agrupaba a laicos y sacerdotes tradicionalistas y monárquicos, a pesar de algunas tesis heterodoxas por parte de su principal figura, el escritor Charles Maurras. Decisivamente influido en contra de él, el nuevo papa Pío XI expresa su condena formal el 29 de diciembre de 1926. Su sucesor Pío XII levanto la sanción apenas trece años más tarde, el 1 de julio de 1939. La Acción Francesa apoyaría al gobierno de Vichy del mariscal Pétain.
Como había hecho su predecesor en la Gran Guerra, también Pío XII condujo conversaciones secretas, esta vez entre Inglaterra y la oposición a Hitler en Alemania, con el fin de evitar el conflicto bélico a través de un golpe de estado que derrocase el Tercer Imperio. No habiéndolo logrado, sí pudo alertar el papa a Bélgica y a Holanda de su próxima invasión por las tropas nazis.
El 20 de octubre de 1939, sopesando el riesgo para la población europea, el hoy venerable príncipe Pacelli llego a afirmar lo siguiente en su encíclica Summi Pontificatus: “La sangre de tantos hombres, incluso de no combatientes, que han perecido levanta un fúnebre llanto, sobre todo desde una amada nación, Polonia.”
En 1940, el papa volvió a intentar un acuerdo entre Inglaterra e Italia, lamentablemente frustrado por Mussolini. Dos años después fallecía asesinada en Auschwitz la carmelita descalza alemana Edith Stein, de origen judío.
En 1943 Pío XII previó, para el caso de su posible arresto por parte de la Gestapo, que se pudiera convocar un cónclave con rapidez, lo que no llegó a ser necesario. Para escapar a la vigilancia de alemanes e italianos, el papa se comunicaba con los obispos de las distintas diócesis a través de una red clandestina de sacerdotes y religiosos.
Finalizada la contienda, se haría mundialmente famoso un pensador contemporáneo que intentó realizar una síntesis entre el cristianismo y el pensamiento moderno: el heterodoxo francés Teilhard de Chardin, de la Compañía de Jesús, llegó a afirmar que si él debiera elegir entre la filosofía cristiana y su concepción del mundo, abandonaría la primera. Además, defendió la teoría de la evolución no como hipótesis, sino como certeza científica; y colocó al hombre, en lugar de Dios, en el centro de su pensamiento.
Acercándose el final de la Guerra Fría, la Iglesia se planteó la convocatoria de un nuevo concilio ecuménico. Lo cierto es que ya Pío XI había considerado esa posibilidad en la primavera de 1922. Pío XII había retomado la idea en 1951, si bien con un alcance limitado. Finalmente, sería Juan XXIII quien se decidiría, por una especial inspiración que atribuyó al Espíritu Santo Paráclito, en este caso con la amplitud y falta de control por todos conocidas.
De entre los polémicos documentos pastorales salidos de la reunión universal, destacamos aquí Dignitatis Humanae, de 1965, que contra la doctrina tradicional de la Iglesia proclamó el derecho a la libertad religiosa; y Lumen Gentium, que al hablar de la Iglesia exaltó a los judíos como “pueblo amadísimo”, a los mahometanos -“a los que abarca también el designio de salvación”- e incluso a los que “buscan en sombras e imágenes al Dios desconocido”.
El último capítulo del ensayo del padre Verbist está dedicado a la crisis postconciliar de la Iglesia, ya visible cuando se escribió el libro, en 1969. Concluye así la obra con tres epígrafes, respectivamente dedicados a los sacerdotes obreros, los sacerdotes contestatarios y los “otros” sacerdotes – es decir, los que hoy llamaríamos tradicionalistas (por aquel entonces empezó a utilizarse el apelativo).
Respecto a los primeros, el 23 de octubre de 1965 el episcopado francés, de acuerdo con la Santa Sede, autorizó que un grupo de clérigos trabajase a tiempo completo en las fábricas, como si se tratara de simples obreros, durante un plazo contractual de tres años. Los aires postconciliares eran de una renovación sin paliativos.
Por lo que se refiere a los sacerdotes y laicos que se oponían a la metamorfosis de la Iglesia en apenas unos pocos años tras una historia bimilenaria, el autor cita un llamativo ejemplo: en 1965, un grupo de católicos holandeses envía a sus obispos una carta para que se mantenga al menos una vez a la semana la Misa en latín. Visto lo sucedido después, hasta la reciente publicación por Francisco de su motu proprio Traditionis custodes, aquello nos hace sonreír – por no llorar.
En enero de 1968 dimite el cardenal Ottaviani de su puesto de pro-prefecto al frente de la Congregación para la Doctrina de la Fe, lo que en su momento fue juzgado como el epílogo de la resistencia tradicional en el seno de la Iglesia. El 28 de marzo de ese mismo año, Pablo VI decreta el motu proprio Pontificalis domus, mediante el que transformaba la corte papal en “Casa Pontificia” supuestamente para actualizarla a los nuevos tiempos postconciliares, eliminando funciones hereditarias u honoríficas (llamadas “decorativas” por el papa Montini). Quedaron, en concreto, abolidos los Cardenales Palatinos, los Prelados de Borla, los Príncipes asistentes al Solio, los Mayordomos de su Santidad, el Ministro del Interior, el Comendador del Espíritu Santo, el Magistrado Romano, el Maestro del Santo Hospicio, los Camareros de honor de hábito purpura, los Capellanes Secretos y Capellanes Secretos de honor, los Clérigos Secretos, el Confesor de la Familia Pontificia, los Acólitos ceroferarios, los Capellanes comunes pontificios, los Maestros Ostiarios de “Virga Rubea”, los Custodios de las Tiaras Sagradas, los Maceros y los Cursores Apostólicos.
Habiendo llevado al hartazgo a los defensores de la tradición de la Iglesia, el progresismo espera de Pablo VI innovaciones fulgurantes en el control de la natalidad. Sin embargo, el papa milanés opta por concebir su encíclica Humanae vitae de forma casi secreta: primero, habiendo evitado su tratamiento por el Concilio; segundo, rechazando en bloque todas las conclusiones de la comisión de expertos que la preparó; tercero, no incluyéndola en el orden del día del Sínodo de Obispos reunido en Roma en 1968; y cuarto, enviándola a los obispos tan sólo veinticuatro horas antes de su publicación el día de Santiago Apóstol de ese mismo año.
En medio de aquella vorágine concluye el autor su volumen. Nosotros jugamos con ventaja intelectual, porque podemos evaluarlo ahora con el transcurso de medio siglo. La Iglesia sigue sumida en una profunda crisis; las vocaciones se han desplomado; la práctica religiosa, no digamos. Las sociedades católicas, a las que se aplicó la medicina de la libertad religiosa, han apostasiado. El optimismo demócrata cristiano de Verbist ha probado ser un rotundo error. Ahora bien, el sacerdote belga creía que el nombre de Misa desaparecería para denominar a la celebración eucarística. Y eso, afortunadamente, no ha ocurrido; al menos, no en su totalidad.
Miguel Toledano Lanza
Domingo décimo después de Pentecostés, 2021
Les recomendamos la primera parte de este artículo: Las grandes controversias de la Iglesia contemporánea (I)
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