La humildad y su contrario-MR

La humildad y su contrario

«Un fariseo no puede escribir su autorretrato».

Padre Leonardo Castellani.

Julián Marías, en varios de sus libros, hace hincapié en la estructura narrativa de la vida humana. El hombre busca dar razones para lo que hace; actúa dramáticamente porque se va realizando a medida que se acerca o aleja de su vocación. Frustrado o bien sucedido, tiene en la punta de la lengua su historia de vida, su biografía. La va narrando de alguna manera mientras vive.

«Contar la vida, ¿no es acaso un modo, tal vez el más profundo, de vivirla?», ha preguntado Unamuno en Cómo se hace una novela. La estructura dramática de la vida humana, expresada más precisamente por la narración (según Julián Marías), me parece estrechamente relacionada a la confesión. La confesión, que tiene su plenitud en el sentido sacramental, abarca el conocimiento de la propia historia, la conciencia de los malos pasos y la necesidad de contarle a Dios mismo – en la persona de un siervo Suyo, ordenado – el cauce y consumación de nuestras meteduras de pata. Cada confesión es una conversión; es la jornada de regreso del hijo pródigo, exiliado, a la casa de su padre.

«El arrepentimiento», escribió San Isaac, el sirio, «es adecuado a todo tiempo para todas las personas». No se puede reducir la narrativa biográfica, confesional, a unas cuantas conductas. Las conductas descritas son la manifestación de un proyecto de vida, adoptado o no en plena conciencia; son la respuesta afirmativa o el rechazo a la vocación; son la cara o la espalda que presentamos a Dios. Las fechorías que contamos al cura en confesión son la síntesis de una biografía; de una biografía que, en cuanto a los desvíos, nos desagrada, pero que necesitamos ser capaces de contarla entera si algún día queremos ver a Dios cara a cara.

¿Cómo hacerlo? Con la ayuda de una virtud aparentemente poco autoconsciente: la humildad. No consiste la humildad en el desprecio de uno mismo sino, como dijo el cura rural de Bernanos, en “olvidarse”. ¿No es eso desprecio? No. Uno se olvida, se vuelve poco autoconsciente de sus actos, cuando ama; no porque se convierte en irresponsable, sino porque la persona amada es la que importa. Por la humildad, uno le devuelve a Dios lo que es “digno y justo”: la propia vida.

Aquí viene otra paradoja: ¿cómo es posible confesarse, reconocer las malas andadas y sus raíces, si uno tiene que olvidarse a sí mismo? Enfrentando a la vergüenza, reconociéndonos “desagradables” a nuestros ojos e incapaces, por virtud propia, de ser todo lo bueno que nos gustaría. Por eso el arrepentimiento que lleva a la humildad es obra de toda una vida: «hasta el momento de la muerte, ni el tiempo ni el trabajo del arrepentimiento pueden ser completos… a medida que alguien se perfecciona, va teniendo más conciencia de su propia imperfección», concluye San Isaac. Para que no nos volvamos demasiado conscientes de si somos más o menos humildes, si “progresamos” en humildad, su búsqueda será hasta el fin una tensión.

Parte de la tensión está en la vergüenza y en la culpa. Si permitimos que ellas, aunque motivadas por actos reales, nos dominen de tal manera que sean como un juicio sobre toda nuestra identidad, volveremos la espalda a Quien nos ha creado. Si, por otra parte, ignoramos tanto los actos como sus consecuencias, también Le volvemos la espalda a Dios. El camino para conocernos tal y como somos – para narrar nuestra historia verdadera a Dios – es pasar por la vergüenza, como dijo el Padre Stephen Freeman:

Hay una experiencia de vergüenza de la identidad y que es sencillamente inevitable. La vergüenza está asociada a un sentido personal de que hay algo equivocado con “quien soy yo”. Ese sentido viene de las experiencias, a menudo inevitables, en la vida. Entonces no podemos ir demasiado fondo en nosotros sin encontrarnos al dolor y al incómodo. Hay partes de nosotros que no compartimos y preferiríamos que permaneciesen ocultas. El incómodo que conllevan esas cosas puede ser tal que nos impide el confronto con nosotros mismos. Es la primera causa por la que se suele evitar la conciencia.

Eso sí es autodesprecio, manifestado por quien se condena – al no poder soportar el dolor ni el incómodo – o bien quiere transformarse de tal manera que se vuelva otra persona, incapaz de hacer lo que le da tanta vergüenza; incapaz, tal vez, incluso de acordarse “del otro” que quiere abandonar. El que se condena quiere dejar de ser; y el que busca transformarse también quiere dejar de ser, aunque su justificativa es cambiarse en otra persona. ¿Os acordáis de la relación que hice entre confesión y conversión? El que pretende transformarse no quiere convertirse y, por lo tanto, no se confiesa.

Para no confesarse y no enfrentarse al dolor y al incómodo – que de verdad pueden ser grandísimos – podrá adoptar una serie de actitudes exteriores, de máscaras, que encubran a quien pretende dejar de ser. Y así, sobre una mentira de base, es cómo nace la disposición contraria a la humildad: la hipocresía.

La hipocresía suele ser entendida como una máscara, totalmente deliberada, utilizada para engañar a los demás. El hipócrita sería, como el Tartufo de Molière, quien actúa de una determinada manera para obtener ventajas. Ese es un aspecto de la hipocresía, pero no el único. Si propongo la hipocresía como el extremo opuesto de la humildad, y si la humildad no tiene conciencia de sí misma (porque manifiesta una espontaneidad que es entrega a la verdad), entonces hay un lado más oscuro de la hipocresía; un lado en que, caricaturizando a la humildad, se expresa como falsa naturalidad.

El pobre Tartufo de Molière, es un infeliz, un estúpido, un bribón vulgar y silvestre que lleva un transparente antifaz de devoto. Pero el fariseo verdadero no lleva antifaz; es todo él un antifaz. Su natura se ha vuelto máscara, miente con toda naturalidad pues ha comenzado por mentirse a sí mismo. Lo que él simula, que es la santidad; y lo que él es, el egoísmo, se han amalgamado; se han fundido y se han hecho un espantoso veneno que de suyo no tiene antídoto alguno. Glicerina más ácido nítrico igual dinamita1.

Por la mentira contada inicialmente a sí mismo, es decir, por el falseamiento de la narrativa confesional, empiezan las demás mentiras. Ignorar la vergüenza y la culpa no hace con que desaparezcan; siguen molestando en una tensión permanente. En vez de enfrentarlas, el atormentado las quiere borrar. No soporta el hecho (irrevocable, al parecer) de que sea un miserable; no se soporta a sí mismo. Hay que cambiar; no convertirse – lo que demandaría la confesión –, sino cambiar, hacerse otro mejor.

Para hacerse mejor, hacerse otro, hay muchísimos caminos, desgraciadamente. El autodesprecio tiene tantas cabezas como una hidra. Podríamos hablar de las escapadas ideológicas, afectivas, físicas, sexuales, psicológicas y aún otras. Es posible también seguir dos o más de esos derroteros perversos a la vez. Pero quiero centrarme en uno; en un camino que quizá esté más cercano a mí y a ti lector, mon semblable: la hipocresía religiosa.

Todos los derroteros perversos pueden ser interrumpidos por una confesión. Una confesión en que se cuenten los pasos equivocados y, tal vez por sus consecuencias, por fin se llegue a enfrentar aquella primera vergüenza, el desprecio a sí mismo. El sufrimiento causado por las escapadas puede ser más grande que la vergüenza que las hubo motivado. Entonces ya no habrá para qué mentir, ya no habrá máscara con que ocultarse. Alcanzado semejante abismo, se quiere volver… como el hijo pródigo.

¿Y aquélla hipocresía que nos amenaza a ti y a mí, lector? También es reversible para Dios, desde luego. Pero más delicada, más sutil. Su dificultad está en que, contada la mentira inicial para ignorar el autodesprecio, los pasos siguientes – la urdidura de la máscara – no serán mundanos como los demás; serán la imitación – en actos, palabras y pensamientos – del único camino verdadero. Repito un fragmento de la citación de Castellani: «Lo que él simula, que es la santidad; y lo que él es, el egoísmo, se han amalgamado». Los gestos exteriores – que son auténticos en la espontaneidad del amor – se vuelven cáscara. Por fuera parecen auténticos, «pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de podredumbre».

Como repiten los actos correctos – especialmente la frase consabida: “soy un pecador” – creen que se confiesan, que están delante de Dios. La vergüenza y la culpa de la pobre identidad abandonada – irónicamente, la identidad dada por el mismo Dios – no son recordadas más que en pesadillas ocasionales. La amalgama aumenta y el veneno se va formando.

Si los caminos mundanos tienen como consecuencia los sufrimientos palpables, más humillantes, el camino aparentemente correcto no tiene consecuencias exteriores. Si algo falla, hay que hacer más, repetir más y más. “Confesión” – pensará –, “¿no es eso mismo lo que estoy haciendo?” Otra vez la actitud exterior, el protocolo cumplido, el procedimiento realizado. “¿No es eso?” “¿No basta con cumplir unas cuántas reglas?” “¿Qué ha faltado?”. Ahí empiezan los escrúpulos. En el fondo, la pregunta es esta: “¿No me cambiaré en otra persona después de cumplir las reglitas?”

Por supuesto que no. La identidad magullada por la culpa y la vergüenza sigue existiendo. Pero, como fueron cortadas las posibilidades de confesión – de narrativa autobiográfica verdadera –, mezcladas a descripciones de reglas no cumplidas, de faltas individuales y no reconocidas como desamor, la inquietud será nuevamente escondida por el antifaz. Triste ironía: el que parece más cerca de confesarse, de enseñar a Dios su cara tal y como es, no puede hacerlo porque, imitando perversamente a la humildad, ya no es capaz de ver nada, de narrar la verdad que se le ha escurrido por entre los dedos. No «puede escribir su autorretrato».

Gilmar Siqueira

1 CASTELLANI, Leonardo. Cristo y los Fariseos.

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Author: Gilmar Siqueira
Feo, católico y sentimental