«El que conoce su pecado es más grande que el que puede resucitar a los muertos con su oración. Quien ha recibido la gracia de verse a sí mismo es superior a quien puede ver a los ángeles». San Isaac, el sirio.
En 1940, después de un viaje a México en que pudo ver la persecución a la Iglesia, Graham Greene publica una de sus mejores novelas: El Poder y la Gloria. El personaje principal, cuyo nombre no sabemos, es conocido como whisky priest: último cura en un estado en que la pena para su ministerio es la muerte, el whisky priest intenta escapar y no puede. ¿Por qué? Porque su vocación sacerdotal, que viene a conocer justamente en el tiempo de persecución, no le permite. Ese pobre cura, mediocre, borracho y viviendo en pecado mortal sin poder confesarse, es el único que capaz de «poner a Dios en la boca de un hombre y darle el perdón divino»1.
Él, que había ingresado en el sacerdocio por comodidad, para tener prestigio social y algún dinero, no huyó cuando empezaron las persecuciones. Pensó que aquello, cosa al fin corriente, pronto pasaría. Pero no pasó y, poco a poco, el whisky priest se convirtió en un fuera de la ley. Al mismo tiempo, huyendo de pueblo en pueblo, fue dejando de cumplir sus deberes religiosos, a excepción de ministrar los sacramentos. Diez años había vivido así cuando lo conocemos, al inicio de la novela, intentando escapar a Vera Cruz. ¿Qué obstáculo interrumpe su huida? Un niño, quien le dice que la madre está en trance de muerte. Irritado, cansado y algo borracho, el cura se deja conducir por el muchacho. El navío se va mientras caminan, alejando tal vez la última esperanza de escapatoria.
Además de no cumplir con sus deberes y, como él mismo reconoce, haber podido esforzarse más en esos diez años, el cura cae en pecado mortal: se deja llevar por el coñac y la desesperación. En una noche de borrachera, soledad y ninguna señal de amor – divino ni humano –, se acuesta con una mujer de su antigua parroquia y concibe a una hija. Está ultrapasada, para él, la frontera de la desesperación. Pero, al parecer, no para Dios.
Los diez años de persecución, con todos los sufrimientos que conlleva, además de la propia miseria cuyo mapa el cura completaba a cada día, le dan más y más conciencia de su vocación. La vocación sacerdotal no era un trabajo con beneficios, sino una cruz. Como no había otro cura en el estado, el whisky priest – en pecado mortal – se vuelve el único responsable por administrar los sacramentos. Él, claramente indigno de Dios según su propio juicio, les da a las gentes Dios en la boca.
Al reconocerse tan pecador como los fieles – e incluso más, por ser sacerdote –, el whisky priest no puede alejarse de un sentido de responsabilidad. Una responsabilidad de la que no puede huir, aunque lo quiera, aunque tenga miedo tanto de la muerte como de la condenación. Cuando una chica que le ayuda a esconderse pregunta por qué no «renuncia a la fe», él solo sabe decir «que es imposible. Soy un cura»2. El óleo consagrado que un obispo le había puesto en las manos era tan real como las propias manos.
Cuando es arrestado porque la policía le encuentra con una botella de ginebra – que compró junto a otra de vino, para celebrar la misa – y se ve metido en la cárcel, decide revelar su identidad a los compañeros de celda: les cuenta que es un cura, sin que las autoridades lo hayan reconocido. Dice que es un cura y, además, un mal cura: un borracho que engendró una hija ilegítima.
Cuando encuentra su Judas, un campesino que entre protestas de ser “buen católico” le va a entregar a los militares, no lo puede rechazar. Aunque su primer movimiento ante el hombre sea de rabia y repugnancia, acaba por ver también en él la imagen de Dios: «y la imagen de Dios tembló, de arriba abajo, sobre el lomo de la mula, enseñando los dientes amarillos en el labio inferior; y la imagen de Dios hizo su acto desesperado de rebelión con María, en la cabaña, en medio de los ratones». Él, el whisky priest, tampoco era diferente del Judas. Cristo había muerto también por aquel campesino porque, al fin, «era necesario un Dios para morir por los indiferentes y corruptos»3.
En el que, según el Padre Charles Moeller, es el tercer acto de caridad perfecta del personaje de Greene, el whisky priest le sigue al campesino – seguro de que sería traicionado – porque un criminal, muriéndose, había pedido un cura. ¿Qué otra cosa podría hacer? De hecho, encuentra el criminal agonizando para morir, y a los militares que le capturan.
El teniente, gran responsable de la cacería al cura y muy seguro de que la eliminación de la Iglesia era necesaria para el país, le pregunta al cura si él sería considerado un mártir:
Yo no soy un santo. Ni siquiera soy valeroso. Hay otra diferencia entre usted y yo. Su trabajo no valdría nada si usted mismo no fuese un buen hombre. Y no siempre habrá buenos hombres en su partido. Entonces volverán, como antes, el hambre, la violencia y la riqueza. Pero no importa tanto que yo sea un cobarde y todo lo demás. Yo puedo poner a Dios en la boca de un hombre de cualquier manera – y darle el perdón divino. No haría la menor diferencia si todos los curas en la Iglesia fuesen como yo4.
«Es necesario que él crezca y que yo disminuya», dice San Juan Bautista en el Evangelio. La persecución, el hambre, las enfermedades e incluso el pecado reducen el whisky priest a una piltrafa humana, a un despojo de lo que había sido en los “viejos tiempos”. La mediocridad, que a cada paso de la narrativa se hace más clara a los ojos del whisky priest, es precisamente lo que se va borrando a medida que él sufre. Su antigua imagen complaciente, que nunca le agradó, es conformada a la imagen del Varón de Dolores sin que el cura se percate de ello.
Qué tonto había sido él al pensar que podría quedarse cuando todos los otros huyeron. Que tipo imposible soy yo, pensó él, y como soy inútil. No hice nada por nadie. Podría muy bien no haber vivido. Sus padres estaban muertos – muy pronto él no sería ni siquiera un recuerdo –, tal vez él no sería digno ni siquiera del infierno. Las lágrimas escurrían por su rostro: en ese momento no temía a la condenación – el incluso el miedo al dolor quedaba en segundo plano. Él sólo sentía una gran decepción porque tenía que irse a Dios de manos vacías, sin haber hecho en nada. Le pareció en aquel momento que habría sido sencillo ser santo. Necesitaría un poco de autocontrol y valor. Se sintió como alguien que pierde la felicidad por haber llegado tarde a una cita marcada. Ahora sabía que al fin y al cabo solo una cosa contaba: ser santo5.
Lo que Graham Greene logra, en El Poder y la Gloria, es una representación estética de la conformación del whisky priest a la imagen de Nuestro Señor. Dice el Padre Mark Bosco que «es un drama estético porque el individuo es capturado por la imagen de Cristo y moldeado por esa forma»6. Lo que antes le parecía feo al cura complaciente – la suciedad, la bajeza, la pobreza y el dolor –, se convierte en la manifestación de Dios. Si no existiese la herida del pecado, el Médico no sería necesario.
El fusilamiento del whisky priest es «su participación final en la cruz, y el texto implica la plena estatura de la estética religiosa en las páginas finales de la novela»7. Greene sigue a la tradición estética católica de “poner la imagen de Cristo como el padrón del verdadero ‘yo’ ante Dios»8. La imagen de Cristo es conocida, o bien desenterrada, a medida que el pecador va teniendo conciencia de los propios pecados; y no para creerse malo malísimo, sino para percibir que es mediocre incluso en la maldad, que no es nada. Al saberse mediocre, incapaz de salvarse, el whisky priest acepta verdaderamente algo que había oído, pero no comprendido: el sacrificio de Cristo, Dios encarnado, por los pecadores.
La abundancia de la mediocridad, tanto la ajena como la propia, y el hecho de que él era capaz de poner a Dios en la boca de los hombres y darles Su perdón – o sea, la existencia de la gracia confirmada por su misma necesidad –, le permitieron al whisky priest comprender que «son Vuestros el poder y la gloria para siempre». Para el Padre Charles Moeller, toda la obra de Graham Greene es una meditación de las palabras divinas «no juzguéis»: «No juzguéis al mundo que os parece abandonado por Dios: está habitado por Dios. Nos juzguéis a la humanidad que, aparentemente, ha matado a Dios; ha sido salvada por Dios. No juzguéis el fracaso de Dios, pisoteado en instituciones que se entregan a Satán, escarnecido en la debilidad de los sacramentos; el poder y la gloria de Dios están allí presentes»9.
Gilmar Siqueira
1 GREENE, Graham. The Power and the Glory. London: Penguin, 2003.
2 GREENE, Graham. Ibid.
3 GREENE, Graham. Ibid.
4 GREENE, Graham. Ibid.
5 GREENE, Graham. Ibid.
6 BOSCO, Mark. Graham Greene’s Catholic Imagination. New York: Oxford University Press, 2005.
7 BOSCO, Mark. Ibid.
8 BOSCO, Mark. Ibid.
9 MOELLER, Charles. Literatura del Siglo XX y Cristianismo. Vol. 1. Madrid: Gredos, 1955.
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