Escribía Francisco Canals que, allá donde Dios ha desaparecido de la vida, la mente y el corazón de los hombres, se enturbia la distinción ontológica entre el Creador y lo creado, de manera que todas las creaturas tienden a igualarse entre sí, ajenas a su desigual dignidad.
La dualidad de la ideología. Un artículo de Gonzalo J. Cabrera
De modo que, más pronto que tarde, hace acto de presencia el panteísmo igualador que llega incluso a subvertir ese orden de dignidades, otorgando primacía a aquellas realidades que se presentan como más potentes o intimidantes, desde el punto de vista material, a los sentidos del hombre.
Por otra parte, Álvaro d’Ors, en su sublime obra “La violencia y el orden”, constata otro efecto causado por el apartamiento de Dios, como es el enfrentamiento entre lo material y lo espiritual, entendidos como polos iguales de un imán, que se repelen y enfrentan ante la ausencia de un poder sobrenatural creador que los haya armonizado en sus inefables logos y omnipotencia. En cambio, la religión verdadera es la religión de Dios encarnado, a través del cual lo material ha quedado redimido por la divinidad, y de algún modo, tenemos la posibilidad de sanar nuestra carne corruptible, hasta llegar a alcanzar, para los elegidos, la Gloria de la resurrección, que será para la vida, para aquellos que hayan hecho el bien, como recuerda la Escritura.
Así pues, nos encontramos con dos consecuencias aparentemente contrapuestas, fruto de un mismo fenómeno: la primera, una aparente unicidad – que no es sino burda mezcolanza – de los diferentes grados de participación en la perfección del Ser; y la segunda, una dicotomía teóricamente insalvable entre lo eterno y lo terreno, entre lo tangible y lo incorruptible. Y es que: o bien se endiosa, a través del panteísmo, lo que trasciende al hombre en el orden terreno, como por ejemplo, la naturaleza, mucho más fuerte y nunca dominable por parte del hombre, pero cuyos atributos pueden extrapolarse a realidades humanas, como pueda ser el Estado totalitario, que se erige como dios inmanente y artificial; o bien se polariza la naturaleza humana creando enemistad entre cuerpo y alma, en una suerte de neoplatonismo que también acaba derivando en totalitarismo político, pues dicha deificación de lo que de espiritual hay en el hombre, comporta necesariamente la estratificación artificial de la sociedad en función del grado de espiritualización alcanzado, y creando una suerte de clase privilegiada, superior al resto, que puede ejercer su poder totalitario sobre el resto sobre la base de haber descubierto mejor que los demás la especial dignidad del conocimiento de lo espiritual.
Por tanto, podríamos decir que esta aparente contradicción encuentra su común denominador en la eclosión de un paradigma totalitario que no refleja sino la necesidad de encontrar otra divinidad que rija los destinos de los hombres a su voluntad, sea ésta la naturaleza, el Estado, o un grupo de iluminados.
En este sentido, Jesús Fueyo, en su cabal y profunda obra “La mentalidad moderna”, considera que la modernidad filosófica nace de lo que él denomina “espiritualismo humanista”, es decir, la auto-conciencia de la ilimitada perfectibilidad del hombre y de su capacidad para auto-determinarse, siendo su naturaleza corruptible, con el consecuente lastre de la herida original, un obstáculo a eliminar. Emerge así, dice Fueyo, “la exaltación sin límites del hombre como sujeto espiritual”: el gnosticismo / maniqueísmo es el primer fruto del apartamiento de Dios, puesto que si Dios pierde el puesto que le corresponde, ese hueco es rellenado por el sujeto que le sigue en dignidad, que es el hombre. Y solamente cuando el hombre está profundamente degradado, por haberse creído dios, pero al mismo tiempo haber experimentado su inevitable fragilidad, pierde la conciencia de esa supuesta hiper-dignidad, y se hace capaz de esclavizarse de lo que en la Creación hay de irracional. Así, la fase del “super-yo” va seguida de la fase del “infra-yo”; y todo ello, en el marco permanente de la dualidad que alimenta la ideología.
La ideología, como comúnmente se la define, es una determinada interpretación de la realidad concebida sobre la base de unos principios ideados por la mente humana. Las ideologías son, metafóricamente hablando, las lentes con cuya forma y color nos proponemos percibir la realidad, una realidad que es externa y objetiva, pero que nos empeñamos en encorsetar en nuestros apriorismos racionales. Por esta razón, insiste Santo Tomás en que la razón carece de utilidad en aras al fin último del hombre, si no se complementa con la inteligencia, es decir, con el inter legere, con la aprehensión de las esencias por el intelecto. La ideología es, pues, el resultado de una reflexión meramente racional, aplicada una realidad caricaturizada. Por ello podemos decir, sin miedo a ser tildados de fideístas o fundamentalistas, que no todo lo racional es verdad, puesto que la verdad es la adecuación del entendimiento a la realidad. Y si el entendimiento (capacidad para el conocimiento intelectual) está torcido porque no se adecua a esa realidad, estaremos razonando sobre mentiras, y construyendo, sobre éstas, otras.
Esto, precisamente, es la ideología, que no es capaz de encontrar la armonía entre los diferentes niveles de lo creado y por esta razón, genera dualismos ficticios: izquierda/derecha, liberalismo/socialismo, nacionalismo/globalismo, etc. Y, obviando la falsedad de sus premisas, llega a conclusiones derivadas de su lógica interna, pero erróneas al fin. Y que se erigen como dogmas producto del endiosado raciocinio humano. Se nos ha hecho creer que solamente el marxismo y el neo-marxismo proponen enfrentamientos entre las diferentes capas de la sociedad (burgueses-proletarios, hombres-mujeres, padres-hijos), pero la realidad es que la ideología marxista tiene un padre: el liberalismo, que, al separar al hombre de su fin último y hacerlo autónomo (se da su propia ley), lo ha entregado a las pasiones más burdas, y con ellas, a las rencillas más viscerales. Por ese motivo, cualquier régimen que no reconozca, teológica y prácticamente, el Reinado Social de Jesucristo, está condenada al totalitarismo y al enfrentamiento endémico que de él se deriva.
Gonzalo J. Cabrera
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