Miguel Toledano nos trae una obra de Julio Barbey, un católico con una personalidad atípica.
Una vieja amante. Julio Barbey d’Aurevilly. Un artículo de Miguel Toledano
En el artículo de la semana pasada me refería a “las tres bes”, apelativo con el que se alude a los escritores católicos producidos por Francia en los siglos diecinueve y veinte (Bourget, Bazin y Bordeaux). Más propiamente habría que hablar de las cinco bes, pues a los anteriores conviene unir los nombres de Barbey d’Aurevilly y Bloy.
Julio Barbey d’Aurevilly constituye una figura polémica, ya que a su condición de católico se unió la de dandi, generando una personalidad atípica en la línea, entre nosotros, de Valle-Inclán, devoto y carlista, pero también excéntrico. Por señalar sus principales diferencias, Barbey fue considerablemente anterior en el tiempo y contaminado de un jansenismo inexistente en el pontevedrés.
La principal similitud entre ambos es el dominio de la pluma, de manera apabullante en la novela. Hoy nos vamos a centrar en “Una vieja amante”, de 1851, que a su publicación provocó la división en el campo cristiano: ¿Cabe presentar con claridad el vicio y la virtud, para señalar cómo el alma ha de elegir entre ambas? O, por el contrario, ¿es incorrecto describir con tal suerte de detalles el desarrollo de las pasiones?
Barbey se defendió a través de un segundo prefacio redactado en 1865: “El catolicismo no tiene nada de mojigato, de remilgado, de pedante, de inquieto. Les deja esto a los falsos virtuosos, a los puritanismos trasquilados.”
Sea como fuere, el texto fue saludado por Teófilo Gautier y Baudelaire, que se adscribió a quienes defendían que d’Aurevilly, “verdadero católico, evocaba la pasión para vencerla.”
La trama, en buena medida autobiográfica aunque utilizando nombres ficticios, está protagonizada por Ryno de Marigny; tras alcanzar la treintena, se dispone a casarse con la joven Ermengarda de Polastron, de diecinueve años, a la que viene tratando durante los últimos doce meses de amor elevado y verdadero.
Ermengarda, doncella virtuosa de la alta sociedad, es nieta y heredera de la marquesa de Flers, quien la ha cuidado desde niña huérfana de sus padres. La marquesa, personaje procedente del siglo dieciocho francés, oye que Ryno se ha hecho famoso como jugador, aventurero y disoluto; aunque, en conversación con su amiga la condesa d’Artelles, le resta importancia a todo eso si verdaderamente ama a su querida niña.
Para entorpecer la boda, la condesa encarga a un viejo libertino y antiguo amante suyo, el vizconde de Prosny, que espíe a Ryno; al parecer, éste sigue visitando cada tarde a una cortesana española, con la que tiene trato nada menos que desde hace diez años y que todo el mundo conoce con el nombre de Vellini la Malagueña.
Por el contrario, Prosny reporta que Marigny acaba de romper con la Vellini, en coherencia con su sincero amor por Ermengarda. Despechada, la amante ha asegurado al vizconde que Ryno volverá con ella, anticipando así el desenlace fatal de la historia.
La marquesa de Flers prefiere estar segura de las intenciones del novio y le pregunta abiertamente por su vida de pecado. Ryno le detalla cómo se enamoriscó de la Vellini cuando ella tenía veintiséis años. Desposada entonces con un noble inglés, fue retado por éste a duelo por causa de su mujer, de la que Marigny se había encaprichado. El joven fue abatido y, mientras convalecía, la Malagueña robó al médico la bala, que consideraba su más preciada joya entre los muchos regalos que le había hecho su marido, y bebió de la sangre en la herida abierta del agonizante.
Recuperado del trance, la propia Vellini se hirió en el brazo con una daga para dar a chupar a quien se convirtió en su amante desde entonces, sellando con esta hechicería su unión carnal. El frenesí más delirante invadió a la pareja durante días, hasta el punto de que la española repudia a su marido legítimo para vivir en público concubinato.
Tras semejante escándalo, se pusieron a viajar por toda Europa; al pie de los Alpes nació su hija Juanita, muerta treinta meses después en Trieste. Fue incinerada por sus padres en una playa del Adriático; Vellini quedó sumida en una terrible tristeza. De nuevo en París, las cosas ya nunca fueron como antes y Ryno propuso a su amante separarse, para quedar únicamente como amigos. No obstante, Marigny seguiría visitando la cama de la siniestra española, inclusive durante un nuevo amorío de mayor alcurnia. Sólo decidió, más recientemente, interrumpir las visitas a la Malagueña tras el compromiso con Ermengarda.
La sinceridad del joven inspira ternura a la marquesa de Flers, quien confirma su autorización para la boda con su nieta. En efecto, el enlace tiene lugar en la iglesia de santo Tomás de Aquino, del barrio de san Germán. Entre el pueblo, el vizconde de Prosny avista a Vellini, tocada con una mantilla que no disimula su peculiar carácter andrógino. Con la misma furia de siempre, está convencida de que Ryno no podrá librarse de ella, por haber contraído ambos un mágico pacto de sangre.
La segunda parte de la obra nos traslada al castillo de Carteret, una de las propiedades que la marquesa posee en Normandía, donde el autor pasó muchas horas de su infancia. Allí, frente a las playas del Canal de la Mancha, han disfrutado los novios de su luna de miel, acompañados de la abuela y de su amiga de siempre, la condesa d’Artelles.
Ésta ha oscilado de una animadversión frontal hacia Ryno, en su etapa de soltero, a una admiración incondicional por el amor que el esposo profesa ahora a Ermengarda. Tanto el vizconde de Prosny como la marquesa de Flers son más ponderados en su juicio; la primera sospecha cuando se recibe en el castillo una curiosa carta de Vellini, que Ryno echa al fuego sin inmutarse después de haber leído rápidamente.
El segundo, zorro astuto, ha apostado desde París que Vellini conseguirá sus oscuros propósitos a no mucho tardar. La marquesa, para alejar tentaciones, estima que sólo ella y su inseparable condesa d’Artelles retomen la capital al final del otoño. Ermengarda y Ryno habrán de pasar el invierno en el campo, evitando así la posibilidad de todo contacto eventual con la temible Vellini. Aunque la adorable esposa lamenta separarse de su abuela amantísima, el mar, que ahora descubre, y las costumbres rurales le producen un gran bienestar.
Apenas solos, cuál es la sorpresa de Marigny al percatarse de que Vellini se halla en Normandía. Por si fuera poco, dos veces se oyen sus alaridos increíbles desde la playa cuando las sombras cubren los acantilados de la zona. Al día siguiente, los perros de Ryno le conducen hasta la Malagueña. Ella, con afán de acercarse a su antiguo amante, a punto está de lanzarse al mar, pero el protagonista la salva en el último momento.
En la lejanía, Ermengarda los ve juntos. ¿Quién es esa mujer que está en los brazos de su esposo? Duda un segundo si Ryno le es fiel; luego se culpabiliza por albergar tales pensamientos y anhela reunirse con él lo antes posible. Ya de vuelta al castillo, se hace un silencio entre la pareja, sabedores ambos de que se ocultan algo que atentará contra su estabilidad.
Poco después, la Sra. de Marigny vuelve a encontrarse con la enigmática española, que como tantas de sus compatriotas no hace sino fumar. La tristeza de Ermengarda se torna odio hacia la Malagueña al comprobar que los perros la obedecen a ella por haber sido su antigua dueña.
La dicha entre los esposos ha desaparecido. Las dudas de Ermengarda respecto a la fidelidad de Ryno son horrorosas, mientras que él parece más y más obsesionado por su pasado.
De pronto, recibe una segunda carta de Vellini, escrita ahora con su propia sangre en lugar de tinta y utilizando como pliego la página de un misal; la diabólica mujer le propone seguir con sus escarceos, convertirse en la criada de Ermengarda si es preciso, con tal de poder estar cerca de Marigny. En el texto llega a decir que supera a la esposa legítima pues antes que de ésta Ryno tuvo descendencia con la Malagueña, algo que Ermengarda nunca podrá evitar.
Se da, precisamente, la circunstancia de que la Sra. de Marigny espera un bebé; por ella o él le pide Ermengarda a su marido que jure si la ama como el día de su boda. Sin perjuicio de los funestos acontecimientos que se avecinan, Ryno pronuncia el juramento. En ese preciso instante recobra fugazmente la esposa su felicidad.
Al anochecer, Vellini espera la llegada de Ryno y no es en balde. Mientras Ermengarda duerme, Marigny acude a la llamada de su antigua amante; advierte que no obra debidamente, atraído por una fuerza satánica imposible de resistir.
Cuando regresa al castillo antes de despuntar la jornada, al Sr. de Marigny le aguarda un tremendo sobresalto: Su esposa se encuentra levantada de la cama, pero desmayada y medio congelada por la nieve. En ese instante, comprende Ryno que Ermengarda salió a buscarle en plena noche y probablemente ha averiguado e incluso presenciado cómo y con quién pasaba las horas su marido.
Tras despertar, Ermengarda cae en delirio profundo durante una jornada completa; fuera de sí por primera vez en su vida, denuncia que Ryno la engaña con esa otra mujer a la que ha visto fornicando con él la noche anterior. Cuando recupera el sentido, la esposa se resigna a mantener un difícil silencio frente a lo que su marido ha hecho.
Sin embargo, pagará un alto precio, al perder el niño que lleva en sus entrañas e impedirle dicho aborto concebir más hijos. Ryno la cuida durante varias semanas, esperando con ello recuperar la quebrada armonía conyugal.
Entretanto, recibe más cartas de Vellini, que merodea por las cercanías del castillo con la insistencia que la caracteriza. Aprovechando la coyuntura de que Ermengarda asiste a la iglesia local, el Sr. de Marigny aborda a la fatal Malagueña a fin de reprocharle lo sucedido.
Al enterarse de que su rival ha perdido el bebé, Vellini se alegra y propone a su amante seguir viéndose de forma esporádica. Ryno, impulsado por una maligna atracción, no opone demasiada resistencia y sigue cometiendo su horrible adulterio.
En una ocasión, retorna al castillo lleno de sangre en cara y camisa, para espanto de Ermengarda; mientras yacía con la española, ésta se había mordido a sí misma y había rociado a su amante con el líquido viscoso y embriagador de su espeluznante relación.
Meses después se produce un primer y único reproche de la esposa a tanta infidelidad manifiesta. El Sr. de Marigny se siente obligado a confesarse ante la marquesa, a través de una carta en la que pormenorizadamente le cuenta toda su insoportable afección a los vicios de Vellini. Alberga con ello la esperanza de que la anciana pueda mediar y devolver la ventura al matrimonio; él se muestra dispuesto a que ambos esposos se trasladen lejos, fuera del alcance de la maléfica mujer.
Pero, antes de que se reciba la carta de Ryno, la condesa d’Artelles anuncia que su amiga está muriendo. Trasladados los Sres. de Marigny a la capital, no llegan a tiempo de dar un último adiós a la abuela inolvidable. La condesa entrega el sobre a la joven esposa, quien al leer el texto manuscrito de su marido pierde definitivamente toda esperanza de fidelidad por parte de él.
La novela se cierra en París como comenzó. El vizconde de Prosny explica a su querida condesa d’Artelles que, durante el segundo acto de la ópera, Ryno ha abandonado a su esposa en el palco; minutos después, su carruaje ha sido visto en la morada de Vellini, sin demasiada discreción. La condesa, hundida de por sí tras la desaparición de su íntima amiga, es consciente de lo poco que valía su confianza extrema en el amor del joven esposo. El ladino aristócrata ha ganado su apuesta y procede a cobrarse el premio: una suculenta cena en su club, el Círculo de la Unión, a costa del amancebamiento de los Marigny.
Miguel Toledano Lanza
Domingo segundo de Cuaresma, 2021
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