En nuestra sección literaria…
Imaginación y Dogma. Un artículo de Gilmar Siqueira
«No podemos amar lo que no conocemos, dice el antiguo adagio tomista, pero no podemos conocer lo que no podemos imaginar». Justin Shay. Rediscovering the Heavens.
Yo me acuerdo que, ya entrado en la adolescencia, asistía a clases de historia en el colegio y me fascinaban. Me gustaba saber las cosas – y sobre todo las gentes – del pasado. De alguna manera, probablemente debido al interés de los maestros, las figuras antiguas estampadas en los libros volvían a vivir con sus pasiones, desalientos y entusiasmos. Aunque muy lejanos para mí, no podía dudar de la existencia de un Solón, de un Julio César, de un Constantino o de un Carlos V.
Pero había uno de quien se hablaba poco en la escuela y cuya existencia histórica no era mencionada: Nuestro Señor Jesucristo. No es que yo haya estudiado en escuelas anticatólicas ni mucho menos; pero la idea que se tenía ahí como en otras partes acerca de Nuestro Señor era más bien vaga. Al fin de la adolescencia, cuando la Iglesia apareció con alguna insistencia ante mis ojos, no pocas veces miré el Crucificado con una duda vergonzosa: ¿habrá existido?
¡Pero si hasta la pregunta es necia!, me dirán ustedes. Y con razón. Entonces, como ahora, tenía yo abundantes medios de quitarme esa “duda”. No lo niego como tampoco intento justificar mi falta. Cuento algo de mi propia circunstancia para llamarles la atención a otro punto: Nuestro Señor no entraba en mis posibilidades imaginativas. Mi propia indiferencia, muy semejante a la de mi entorno, era señal de una imaginación estéril.
Pongo aquí el fragmento de un artículo del profesor Justin Shay1, en que comenta acerca de la novela Más allá del Planeta Silencioso, de C. S. Lewis:
La manera como imaginamos el mundo tiene consecuencias profundas y de gran alcance en la manera como experimentamos nuestras vidas. Una imaginación ya formada es difícil de cambiar. Mismo después de haber experimentado la sorprendente vitalidad de un viaje por los cielos, el Dr. Ransom, héroe de la novela, no podía liberarse de sus viejas formas de imaginación. Durante sus viajes al misterioso planeta, Malacandra, Ransom escucha a sus captores hablaren de manera siniestra sobre los habitantes. La imaginación de Ransom inmediatamente le lleva a los más oscuros parajes, figurando criaturas de formas monstruosas con nada más que malicia en sus corazones. Después, cuando finalmente llega a Malacandra, Ransom se sorprende al descubrir que era bello. La posibilidad de que otro mundo que no el nuestro fuera bonito, y por lo tanto bueno, no tenía espacio en la imaginación oscurecida de Ransom.
Todavía no he leído la novela de Lewis, pero por este párrafo se puede comprender la argumentación del profesor Shay: la imaginación de Ransom estaba oscurecida; en ella no tenía cabida para una belleza quizás más grande de la que había conocido. Hay personas que, dentro mismo de nuestro planeta, no pueden imaginar ninguna belleza porque creen no haberla nunca visto ni vivido: su imaginación fue oscurecida por experiencias feas (para decirlo grosera y llanamente) y nunca alimentada con otras posibilidades. La belleza no les parece ni siquiera verosímil. Sigamos con el profesor Shay:
Yo creo que la situación de Más allá del Planeta Silencioso es la misma en que nos encontramos muchos de nosotros. Nos encontramos desde hace mucho empapados en las formas de pensar del mundo. Somos formados inconscientemente de manera que es difícil imaginar, mucho menos experimentar, la realidad de un mundo superior, especialmente de un mundo superior de bondad y belleza. No podemos amar lo que no conocemos, dice el antiguo adagio tomista, pero no podemos conocer lo que no podemos imaginar. Como la imaginación moderna – alimentada constante e inconscientemente por una dieta de informaciones mundanas – rechaza la idea de la realidad de un orden sobrenatural, corremos el riesgo de perder la habilidad de creer realmente en el Dios de la revelación Cristiana. He descubierto, tristemente, que la mera idea de Dios no es sencillamente desconcertante, sino que inaccesible a las mentes de muchos de mis alumnos. Incluso las defensas bien fundadas de la doctrina cristiana se encuentran, en las más de las veces, ante una mezcla de apatía blanda y cabal incomprensión. No es su culpa y no están solos.
No podemos conocer lo que no podemos imaginar. A mí me pasó lo mismo: leía verdades profundas acerca de Nuestro Señor y las repetía; pero, como no podía realmente imaginarlo, no comprendía lo que leía y decía. Mi imaginación seguía tan oscurecida como la del Dr. Ransom; no esperaba nada porque no era capaz de imaginarme qué es lo que debía esperar.
En su Autobiografía, Chesterton cuenta que, cuando joven, había estado sumergido en el pesimismo. “El ateo me decía pomposamente que no creía en la existencia de ningún Dios; y hubo momentos en que yo no creía ni siquiera en la existencia de ningún ateo”. Quien niega a Dios también niega a su prójimo. Pero este puede ser un tema para otra ocasión. Cito la frase de Chesterton como ejemplo de que una imaginación oscurecida no da espacio ni siquiera a las esperanzas y realidades menores. El que tiene la imaginación oscurecida empieza por negar lo que no ve y termina negando hasta lo que tiene delante de sus narices. Cito a Unamuno:
Es evidente que una ligera molestia propia, un leve dolor de muelas, nos duele más que el espectáculo de un terrible dolor ajeno, como nos incita más el propio apetito de una golosina que no el pensar en el hambre del prójimo. Y esta falta de imaginación, que es la facultad más sustancial, la que mete a la sustancia de nuestro espíritu en la sustancia del espíritu de las cosas y de los prójimos, esta falta de imaginación es la fuente de la falta de caridad y de amor.
¿Cómo curar a una imaginación oscurecida? Iluminándola, si me permiten la perogrullada. El profesor Shay, en su artículo, da el ejemplo de la novela de Lewis. Yo, en algunas ocasiones, escribí sobre Pereda. Volviendo al terreno personal, Sotileza tiene gran importancia en mi propia imaginación. El arte fecunda la imaginación y la ilumina: las imágenes que tomamos del arte – en este caso, de las novelas – pueden convertirse en la base para nuestras esperanzas ahincadas en la realidad.
Flannery O’Connor dijo que la ficción encarna el misterio a través de las formas. En mi propio caso, lo que leí en las novelas me llevó primero a ver lo que tenía delante de los ojos y, después, a lo que esa realidad misma podía significar. Si pienso en la Creación como la novela de Dios, las formas que veo me llevan a meditar acerca del misterio de su fundamento, de su Autor.
Dios también comunica sus misterios por formas que podemos contemplar, aunque no desvendar (y reducir) con nuestra razón, mismo que no sean contrarios a la razón (la trascienden). Esas formas los católicos las conocemos como dogmas. Lo que ocurre es que un dogma, al contrario de la novela, es un hecho. Si no me equivoco, Tolkien dijo a Lewis que la diferencia del Cristianismo para los mitos paganos era que realmente había acontecido. Así es.
Si ante las buenas novelas no nos basta con una lectura, y aun después de muchos años seguimos contemplando las formas creadas por el autor, más razón tenemos para percibir que aquellas formas de Dios son inagotables.
Por supuesto que muchísimos santos llegaron a ellas sin leer novelas. Mi punto no es más que una analogía (quizás pobre) desde mi propia experiencia. Partiendo de las formas artísticas humanas, mi imaginación poco a poco se fue abriendo para que entraran los infinitos misterios de las formas de Dios.
Aquí finalizo otro artículo Newmaniano, aunque no haya citado el maestro.
Gilmar Siqueira
1 El artículo fue publicado en la revista católica Dappled Things Magazine. Recomiendo la lectura de este y otros artículos. Aquí el enlace: https://dappledthings.org/18579/rediscovering-the-heavens/?fbclid=IwAR2JboEVHhb1TmDAR2R3RiTJ9XGFzd8171MSmMk1uGXTVNofZyWB05ji-_I.
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