Espejo de defectos-MR

Espejo de defectos

«[…] porque a nada se odia con más intensos bríos que aquello a que uno se parece y uno llega a aborrecer el parecido».

Camilo José Cela. La Familia de Pascual Duarte.

Suele suceder que alguien, cegado por la cólera contra otra persona, diga algo como: «puedo tener todos los defectos, menos este» o «este pecado no lo debo yo». Claro que el defecto o pecado específico a que se refiere el airado es el que tiene su desafecto. La cortina de humo que es la rabia no impide que se vean los defectos ajenos; y, lo que es más curioso, la vista parece agudizarse de tal manera que al airado no le hace falta inventar un defecto para el otro: lo que ve y dice puede ser cierto. ¿Cómo es posible semejante precisión?

«¿Por qué te fijas en la mota del ojo de tu hermano, y no reparas en la viga que hay en el tuyo?». Es una buena pregunta que parece suponer la realidad de la mota en el ojo del hermano. Ni siquiera la viga en el propio ojo quita la visión de la mota en el ajeno. Es esta una capacidad singular de procurar – y encontrar – vicios en los demás, mientras que los nuestros, alimentados a diario, tantas veces permanecen ocultos largo tiempo. Lo que más me sorprende no es tanto la capacidad de buscar vicios ajenos como la clarividencia para encontrarlos.

Conocemos algunos de nuestros defectos e incluso podemos decir, parcialmente conscientes de la realidad, que somos pecadores. Lo decimos con la serenidad de quien repite una fórmula consabida. Pero, ante el defecto del otro, delante de ese vicio cuyo camino seguimos y cuyas consecuencias creemos sobrevenir injustamente a nosotros; delante de esa monstruosidad de quien no nos da (a nosotros) señales de mejora, nos sulfuramos. Nos preguntamos, indignados y cansados (si es una persona cercana), cómo puede vivir así sin ni siquiera hacer el menor intento de cambio. ¿Cómo es que no lo ve? Es tan obvio, tan claro, tan molestamente claro. Nuestra conclusión es que no tenemos que soportarlo más.

El defecto cristalino – percibido por todos menos el que lo tiene – nos causa rabia. En personas con quienes tenemos que convivir, el defecto se nos aparece como un antifaz; poco a poco alimentamos una antipatía que crece a medida que la vemos más justificada, a medida que sufrimos el defecto ajeno y lo percibimos desde el inicio: ya sabemos sus causas, condiciones y el residuo que caerá sobre nosotros. La cara de nuestro prójimo cobra la forma misma del defecto y lo aborrecemos. ¿Cómo no se da cuenta de esa porquería? ¿Por qué nos obliga a aguantarla?

Imaginamos, por la fórmula consabida, que también tenemos nuestros defectos y que el mismo prójimo puede sufrirlos. Sí, es posible. Pero la imaginación es débil y no tiene tiempo para concretarse en algo, en una falla precisa. Antes que eso suceda ya se nos cae encima el condenado fulano con su defecto insoportable. Ya no lo podemos aguantar. De repente todo viene abajo: le echamos en cara quién es y le decimos cómo su defecto es repugnante. En el momento de mayor furor nos damos cuenta de que lo odiamos.

Semejante camino puede ser recorrido al cabo de algunos años o de pocos meses (también hay antipatías a primera vista). La pregunta que hicimos al principio queda sin responder: ¿cómo es posible semejante precisión? Esta pregunta ya puede ser acompañada por otra: ¿por qué odiamos a la persona?

Odiamos ciertos defectos en otras personas, ciertos defectos que nos molestan especialmente, porque también los tenemos

Creo que la odiamos porque, detrás del antifaz que he mencionado hace poco, intuimos que la cara oculta es la nuestra. Repito la frase que está en el epígrafe: « […] porque a nada se odia con más intensos bríos que aquello a que uno se parece y uno llega a aborrecer el parecido». Esto es lo que ha dicho el Pascual Duarte, personaje de Camilo José Cela, comentando la relación de odio que tuvo con su madre; la odió porque vio en ella los propios defectos. Odiamos ciertos defectos en otras personas, ciertos defectos que nos molestan especialmente, porque también los tenemos.

Las frases airadas que puse en el primer párrafo entonces son a modo de confesiones involuntarias de nuestros propios defectos. Aquel defecto que odiamos en alguien, o mejor, aquella persona que nos molesta por esta o aquella razón, es para nosotros un espejo de nuestros propios defectos. Vemos claramente – en la mota del ojo del hermano – lo que no somos capaces de ver en nosotros. Curioso síntoma del engaño: odiamos nuestro defecto siempre y cuando se nos presente bajo la apariencia de lo ajeno.

Si no me falla la memoria, Proust también señaló ese síntoma del engaño diciendo que odiamos, en el otro, la visión de quien podemos ser o ya somos sin que nos demos cuenta. Tal vez no sea odio precisamente, sino más bien una rabia que manifiesta a la vez repulsa y miedo por una posibilidad que no queremos reconocer como nuestra; el otro nos humilla porque, en ese vicio concreto, nos revela quienes somos. Si en nuestro furor pretendemos suprimirlo – aunque sin llegar al extremo de Pascual Duarte –, es para que deje de enseñarnos lo que no queremos ver.

Gilmar Siqueira

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Author: Gilmar Siqueira
Feo, católico y sentimental