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El tribunal supremo profana la cruz

Miguel Toledano, como jurista nos da su punto de vista sobre la profanación en la Basílica del Valle de los caídos. No es un artículo político, en ningún caso, es religioso.

«El tribunal supremo profana la cruz» Miguel Toledano

Este artículo no es político, sino religioso y jurídico.  No en vano la justicia es una virtud cardinal, elevada por la fe, virtud teologal.  Aunque hoy se pretenda impartir justicia con separación de toda consideración religiosa.

En España se encuentra la Cruz más grande del orbe, erigida por decisión del Generalísimo Francisco Franco.  A los católicos, esto nos honra y así debe ser, agradeciéndoselo como es de bien nacidos a Dios y al Generalísimo, que en paz descanse a pesar de que algunos quisieran estorbar dicha paz.  A tal Cruz le corresponde la denominación de Santa en virtud de los acuerdos existentes entre España y la Santa Sede.  A los pies de dicha Santa Cruz se encuentra una Basílica católica administrada por la gloriosa Orden de San Benito, bajo el nombre de Valle de los Caídos.

Por decisión de su sucesor a título de Rey, el Generalísimo Franco fue enterrado en tal Basílica, junto a miles de caídos de ambos bandos en nuestra Cruzada de 1936 a 1939.  Sobre el enterramiento de infieles en un templo católico no nos extenderemos aquí, más allá de resaltar que parece un acto de concordia de las autoridades existentes en la época del Generalísimo Franco y sin perjuicio de valorar la ortodoxia de tal práctica concordial.

Proclama la Constitución de 1978 que la justicia se administra en nombre del Rey.  También dice que la justicia emana del pueblo, aunque esto no sea verdad, puesto que todos los católicos sabemos desde nuestro catecismo que la justicia emana de Dios.  Sea como sea, quedémonos con que esa misma Constitución de 1978 establece que la justicia en España, desde 1978, se administra en nombre del rey que esa misma Constitución determina.  Luego en nombre de Felipe de Borbón y Schleswig-Holstein, que preside el orden vigente con el título de Felipe VI, se administra la justicia en España.

Con arreglo al mismo texto legal, el Tribunal Supremo es el órgano superior de la justicia en España, salvo en materia de garantías constitucionales.  Luego las sentencias del Tribunal Supremo se dictan en nombre del Rey.

En expreso nombre del citado Felipe de Borbón y Schleswig-Holstein se ha dictado el 30 de septiembre pasado una sentencia que profana la Santa Cruz más grande del orbe.  Por eso esa profanación es también la más grande del orbe.  Tanto Felipe como su padre, aún vivo, callan.  Y, sin embargo, la profanación se ha hecho en su nombre.

¿Es una profanación? 

Sí, porque supone desenterrar a los muertos de su lugar sagrado de reposo, sin autoridad ni de su familia ni de los monjes que administran tal lugar sagrado.

¿Es obra del Tribunal Supremo, del Gobierno de España y/o de Felipe?  De los tres, porque el Tribunal Supremo ha determinado la supuesta justicia de la profanación querida por el Gobierno de España y lo ha hecho en nombre de Felipe.  El padre de éste resulta ser cómplice por omisión, malnacido por ausencia de agradecimiento y sinvergüenza por tolerar olímpicamente lo contrario de lo que él dispuso.  El hijo también le debe su puesto a la víctima inmediata de la profanación, luego resulta igualmente malnacido, según asevera el acervo popular.

Para los católicos, la escasa -por no decir nula- calificación moral del régimen que ambos príncipes presiden, más que coronan, ya nos es conocida en virtud de las leyes que desde hace más de cuatro décadas sancionan y hacen guardar uno y otro.  La sentencia del 30 de septiembre está a la altura de esa calificación.  El Tribunal Supremo al fin se ha colocado al mismo nivel que las demás instituciones (?) del régimen de 1978.  En esto, es cierto que la justicia no emana de Dios; esto no ha podido emanar de Dios ni lo ha hecho, sino que ha sido perpetrado en nombre de Felipe de Borbón y Schleswig-Holstein.  Dios no es capaz de esto (puesto que no sería Dios); Felipe, sí.

Al leerla una vez publicada, se da cuenta uno de que se trata de una bajeza, jurídica y religiosa.

Es una bajeza jurídica, porque su argumentación es mentirosa, burocrática y además nada elegante en el empleo de la elegante lengua española.  El ponente ha sido D. Pablo Lucas Murillo de la Cueva, jurista procedente de Deusto, antiguo Subdirector General durante el gobierno de Felipe González y magistrado por el cuarto turno.  Flaco favor le ha hecho al prestigio de la universidad bilbaína obra de la Compañía de Jesús; desde sus tiempos de estudiante, ha olvidado el servicio de la fe que guía a esa obra misionera de la Iglesia.  Al contrario, ha prestado un útil servicio a los enemigos de la fe y, encima, poco antes de disfrutar de su jubilación.  Más le hubiera valido jubilarse sin haber “culminado” su carrera con esta perla, inicua y gruesa.

Pero, aunque la responsabilidad del ponente en la sentencia sea mayor, no deja de ser un primus inter pares respecto de los otros cinco magistrados que la han firmado igualmente.  Por eso, aunque se llamen “Excelentísimos”, no son excelentísimos estos individuos, sino pésimos.  Un señor excelentísimo no profana tumbas en lugares sagrados.  Eso lo hacen los malhechores, nunca jamás los señores excelentísimos, por más que así se llamen.

A mí me produciría un cierto vértigo tener que pronunciarme jurídicamente acerca del general victorioso de la Cruzada; sobre las consideraciones del Derecho pesaría siempre la grandeza de haber salvado militarmente a la Iglesia y a España.  Muy brillantes deberían ser las líneas de argumentación para estar a la altura de la hazaña bélica; quizá genios de la talla de un Castán Tobeñas o un Vallet de Goytisolo pudieran alcanzar el nivel acorde con la significación del asunto, sin que la posteridad advirtiese el abismo entre la importancia del uno en vida y la enanez de quien ni siquiera reconociese dicha importancia.  Mas si la intervención es para deshonrar al General fallecido, la sensación sería más bien de permanente escalofrío e incluso horror.

No es el caso.  La escasez de vergüenza arriba referida se ha transmitido por ósmosis a los miembros del Supremo, que han producido un engendro sólo admirado por la Vicepresidenta Carmen Calvo Poyato, engendro antirreligioso en sí misma.  Sin perjuicio de las sombras políticas -con sus luces- de las que insisto no es objeto este artículo, el Generalísimo Franco está en la Historia por haber vencido al ateísmo en la Guerra de España; los seis magistrados susodichos pasarán a la petite histoire por sus paupérrimas consideraciones, al alcance del juicio de cualquier estudiante de primero de la facultad sin dejar de asombrarse ante la mendacidad del órgano jurisdiccional.

La primera de las consideraciones es, en efecto, mendaz o, más bien, pilatesca y por eso hablaba antes, con razón, de bajeza religiosa.  A fin de justificar la supuesta “extraordinaria y urgente necesidad” del decreto-ley producido por el Gobierno para profanar la tumba de Franco, el Tribunal Supremo alaba como “sumamente relevante” que el Congreso de los Diputados así lo entendiese por mayoría.  Es decir, que en lugar de impartir justicia, los seis señores magistrados reflejan lo que hace la asamblea, como Pilatos miró a la multitud antes de ejecutar al Inocente.  También los revolucionarios franceses y los tribunales del Reich alemán miraban a los “representantes del Pueblo” cuando administraban su justicia.  La ideología liberal presume de la separación de poderes, frente al orden tradicional de la monarquía hispánica, pero ese carácter “sumamente relevante” constituye precisamente una debilidad de este fallo que sin duda la brillante representación legal de la familia Franco sabrá explotar en instancias sucesivas.

Hay más debilidades en la pluma funcionarial de Murillo:  De acuerdo con la propia doctrina del Tribunal Constitucional que la sentencia cita, el requisito de la “extraordinaria y urgente necesidad” supone la “necesidad de establecer una regulación con fuerza de ley en menos tiempo del que requiere al desarrollo del procedimiento legislativo”.  Mi admirado amigo y colega Luis Felipe Utrera-Molina, del Ilustre Colegio de Madrid, podrá hacer ver que o bien en este caso el Tribunal Supremo no justifica en modo alguno que exista tal necesidad o bien ha inventado por la vía de hecho una nueva doctrina constitucional de la “extraordinaria y urgente necesidad” para la figura del decreto-ley, lo que no le corresponde y excede de su competencia.

A continuación hace juegos malabares el Tribunal Supremo con el artículo 14 de la Constitución de 1978. 

La “atención singular” que el Gobierno de España ha dispensado a Francisco Franco, desenterrándole a él pero no a los demás inquilinos de las sepulturas del Valle aún por profanar algún día quizás a no mucho tardar, no vulnera el derecho a la igualdad, otro de los puntales de los llamados derechos humanos y de las democracias liberales que los pacientes administrados y generosos contribuyentes venimos padeciendo.  Es lo que tiene el derecho a la igualdad – que, como decíanlos chanchos de Orwell, todo somos iguales pero unos somos más iguales que otros.

Igual filfa producen Murillo y cía. para excusar el derecho a la tutela judicial efectiva.  Tres sofismas, por si uno no fuera suficiente, acreditarían que el régimen liberal (eso que se llama Estado de derecho) ha concedido las suficientes garantías de defensa a la familia del difunto Jefe del Estado, a saber, dos acuerdos del Consejo de Ministros, la existencia del proceso y la posibilidad de intervención en el mismo.  La decoración más o menos oscura de este punto no altera la tomadura de pelo para eludir la cuestión de inconstitucionalidad.  Conozco a Luis Felipe y sé que hará añicos a semejantes trileros.  La separación de poderes se muestra como la trampa que es en manos del progresismo español; que las decisiones sucesivas del Consejo de Ministros se aleguen como base de la tutela judicial no es serio, sino que constituye verdaderamente una broma, y de muy mal gusto.

En cuanto a la intimidad personal y familiar y el derecho conexo de la familia a impedir la exhumación de su antepasado, hay que reconocer que la jurisprudencia inmoral de los dichosos derechos humanos ofrece ciertas dificultades a la decencia de que no se moleste a los muertos; dos son los requisitos que aduce el Supremo de acuerdo con los pronunciamientos internacionales, esto es, que se trate de una “medida necesaria en una sociedad democrática” y que “responda a una finalidad legítima”.  En un contexto liberal, el concepto de finalidad legítima es de lo más ambiguo y contrario a la seguridad jurídica, puesto que más allá de lo legal, ¿qué es legítimo, si el bien y el mal no se conocen y dependen de la voluntad de la mayoría?  Por lo que se refiere a una sociedad democrática, es cierto que el Generalísimo Franco no parecía precisamente un adalid de la misma, pero ¿era necesario desenterrar a quien fue enterrado por su propio sucesor, el principal alfil de la democracia liberal en España?  En todo caso, el Tribunal Supremo no razona ninguno de ambos requisitos; los aduce y eso le basta y le sobra para no plantearse la cuestión a sus colegas del Tribunal Constitucional.  Algo huele a podrido en las Salesas.

Le sucede luego la discusión sobre la libertad religiosa, que incluiría el derecho a que los parientes no sean removidos de su sepultura por motivos de carácter ideológico o político.  La ratio decidendi aquí del Supremo es que la sepultura en la que se encuentra el Generalísimo no es privada, sino que se encuentra en una basílica de titularidad pública estatal.  Esto, nuevamente, supone una base muy débil y un nuevo flanco de ataque, por ser motivo grosero con fáciles contraejemplos, reales o hipotéticos.  Lo cierto es que, después de este fallo, cualquiera se entierra en lugares de titularidad pública, por muchos honores que eso suponga, si va a acarrear la posibilidad de que el primer Pedro Sánchez que aparezca por ahí pueda removerlo precisamente por no ser la tumba en propiedad.  “El respeto a la libertad religiosa no impide las exhumaciones y el traslado de los restos en general”; curiosa doctrina la que sienta el Supremo a partir de ahora.  En general, las exhumaciones de cadáveres y sus traslados a donde el Gobierno de turno le apetezca, aun por razones políticas explícitamente confesadas, no suponen vulneración del derecho a la libertad religiosa.  La paradoja, que probablemente Murillo de la Cueva desconoce, es que quien introdujo la libertad religiosa en España fue precisamente Francisco Franco, allá por 1966, mediante referéndum nacional.  Ahora se ve el carácter sinuoso de este concepto, que se vuelve nada menos que contra quien lo recomendó a los españoles, a diferencia del instituto tradicional de la libertad de la religión o libertad de la Iglesia, que asegura el respeto a ésta por parte del Estado en sus respectivas esferas de competencia y colaboración.

Lamentablemente, el Concordato de 1979, por contraste con el alabado concordato anterior entre la España de Franco y la Santa Sede, asegura la inviolabilidad de la Basílica “con arreglo a las leyes”. 

Esta coletilla es una trampa típicamente liberal para poder saltarse la inviolabilidad y un ejemplo más entre tantos de cómo la Iglesia se dejó robar la cartera, a manos del personalismo y la democracia-cristiana, en los años siguientes al Concilio Vaticano II.  Con todo y con eso, el hecho de que a pesar de todos estos encajes de bolillos el Supremo ni siquiera se plantee la cuestión de inconstitucionalidad refuerza la vía del amparo ante el Constitucional y obliga -en buena lógica, no ya sólo jurídica, sino de puro sentido común- a que dicho recurso mantuviese la suspensión del desaguisado, porque debería ser el otro Tribunal, con arreglo al artículo 123.1 de la Constitución in fine, quien ofreciese alguna garantía constitucional que de otro modo sería simple papel mojado.

Respecto a la nulidad de pleno derecho de los acuerdos del Consejo de Ministros, Murillo despliega su talento de tramposo con el mismo Padre Prior, para sortear el impedimento de su negativa a la profanación.  Como quiera, dice Murillo, que dicha negativa se basa a su vez en la de la familia, y ésta no es absoluta, decae la negativa del Prior y con ello queda abierto el muro infranqueable de la inviolabilidad del Valle.  Pero esto es, además de burdo, absurdo; el Prior ya ha explicado, por activa, pasiva y perifrástica, los distintos motivos por los que se ha negado a facilitar el acceso de las autoridades estatales a la tumba del principal benefactor de la comunidad monacal.  Uno de ellos, por supuesto, es el respeto al deseo de las familias por sus muertos, pero no es, ni mucho menos, el único.  Ergo lo único que decae es la lógica de Murillo.  Cómo sus congéneres tuvieron el estómago de firmar semejante impudicia, sin, al menos, adecentarlo un poco, escapa al entendimiento del decoro procesal.

Finalmente, los atropellos urbanísticos necesarios para ejecutar la tropelía se despachan en el altar mayor del foro hispánico con una nueva postración ante el Ejecutivo y con la convalidación formal del chapucerismo.  Los magistrados lacayunos vuelven a referirse a los acuerdos del Consejo de Ministros para justificar la ausencia de licencia municipal en la ejecución de proyectos; sin embargo, a mí mis maestros de la Universidad Pontificia Comillas me enseñaron que las relaciones entre el poder ejecutivo central y la administración local se rigen por el principio de competencia, no de jerarquía, para asegurar la autonomía de los ayuntamientos.  Esto lo debería saber el Profesor Murillo; como igualmente él y sus colegas deberían haber diferenciado el informe de la Comunidad de Madrid de una autorización por parte de la misma, pues igualar ésta con aquél podrá ser práctica habitual en la cueva de Alí Babá, pero nunca debería serlo en los descendientes de San Raimundo de Peñafort o de la Escuela de Salamanca.

Miguel Toledano Lanza

Domingo décimo-octavo después de Pentecostés, 2019

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Author: Miguel Toledano
Miguel Toledano Lanza es natural de Toledo. Recibió su primera Comunión en el Colegio Nuestra Señora de las Maravillas y la Confirmación en ICADE. De cosmovisión carlista, está casado y es padre de una hija. Es abogado y economista de profesión. Ha desempeñado distintas funciones en el mundo jurídico y empresarial. Ha publicado más de cien artículos en Marchando Religión. Es fiel asistente a la Misa tradicional desde marzo de 2000. Actualmente reside en Bruselas. Es miembro fundador de la Unión de Juristas Católicos de Bélgica.