Cuando las cosas no adquieren algún sentido en el hombre, éste ya no tiene arraigo ni crea lazos, y se hace incapaz de amar, y quien no ama, desespera.
El sinsentido de las cosas, un artículo de Gilmar Siqueira
En el artículo anterior hablaba de los vínculos que establecemos con las cosas a nuestro alrededor, con las cosas gracias as cuales podemos contar y recontar nuestra historia a lo largo de la vida. Y así sucede porque todo lo que nos rodea – especialmente las personas a quienes amamos – hacen con que nos recordemos de rasgos esenciales de nuestra vida y de nuestra personalidad. Nos nutrimos de las raíces que ya tenemos al nacer y de las que vamos constituyendo a lo largo de la vida. Sin ellas, al contrario de los que creen que los vínculos son cadenas, nos falta la savia que satisface y llena.
El sabio zorro enseñó al Principito de Saint-Exupéry dos conceptos (pero no puros conceptos, sino realidades) muy importantes: la del compromiso y de la domesticación;
Porque, según ese inteligente animal, los hombres tenían muy olvidados la necesidad de crear lazos y de establecer ritos. Estas dos ideas – de lazos y de ritos – completan perfectamente al compromiso y a la domesticación. Por el compromiso nuestra voluntad se somete a crear un vínculo con algo o, más especialmente, con alguien; y lo hace porque necesita nutrirse, pero también necesita dar algo de sí. A eso se llama amor. La domesticación es, a su vez, el acercamiento que sigue a la disposición de voluntad llevada a cabo en el compromiso. El recuerdo siempre vivo tanto del compromiso como de las dificultades que ocurrieron a lo largo de la domesticación es celebrado por medio de un rito, que simboliza los lazos creados y los reafirma.
Y así, entre ritos de antaño y lazos de hogaño que engendrarán más adelante nuevos ritos, el hombre va viviendo como Dios manda y teniendo en cuenta su fin último; su vida le llenará por entero, ya que gracias a los lazos y los ritos sabe que cada cosa tiene una importancia específica y que, para amarlas verdaderamente, no puede sacarlas de su legítimo orden (“Buscad primeramente el reino de Dios…”). Sin embargo, si al hombre se le cortan sus raíces y le dicen que eso de hacerse lazos con las cosas y con otras personas son instrumentos de esclavitud para él, entonces se quedará atontado, débil, airado y nervioso. Verá en los lazos la esclavitud que le habían anunciado, mientras que se entregará a los más tristes yugos creyéndose libre (como el Gedeón de Pereda). Pero esa aparente libertad no lo llenará. Cito El Silencio de Dios, de Rafael Gambra, otra vez:
La Ciudad de los hombres es mansión (con sus estancias diversas) en el espacio, y es rito (con sus horas y días) en el tiempo. La razón desencarnada destruye con sus reducciones lógicas el sentido de las cosas, y produce un desmoronamiento (effritement) del habitáculo humano en el que el hombre mismo se corrompe (pourrit). De él brota el hastío de un tiempo que corre sin construir y de un espacio que no alberga ni orienta ni tiene ya sentido. La Ciudad creada por la entrega y el fervor depara al hombre sus dos bienes más inapreciables: el sentido de las cosas y la maduración de su vivir.
Pero al hombre, por corrompido que esté, le horroriza el hastío. Y le horrorizaría aún más conocer sus auténticas causas, es decir, su propia culpa. Entonces, víctima de esa desazón causada por el hastío (“a consciência de que a metafísica é uma consequência de estar mal disposto”, que dijo Fernando Pessoa en su Tabacaria), buscará sin cesar cuando menos un embotamiento de su sensibilidad para librarse de la desazón. Lo importante es que no se escuche el grito de la conciencia; hay que ahogarla para que no sea ella quien ahogue al hombre. Y esto, como algunos pueden pensar, no es una busca del placer: es el salto al precipicio de la autodestrucción.
Por detrás de ese lúgubre telón, claro está, se oculta la desesperación. Y un hombre desesperado, que ya no tiene banderas por las que luchar – porque las banderas son símbolos de lo que el hombre ama – es una masa amorfa (o cretinizada, como dice Juan Manuel de Prada) tan a gusto de los tiranos del día. Veamos lo que dijo Fernán Caballero en su novela Clemencia:
Es para nosotros un enigma el móvil que lleva a muchas personas de mérito y de talento a defender y aplaudir esa nivelación general, y cuál es la ventaja que de ella resultaría. Que un país sin pasado, sin historia, sin nacionalidad, sin tradiciones, adopte un carácter ajeno por no poseer lo propio, como ha hecho la América del Norte adoptando el inglés, y la del Sur adoptando el español, se comprende. Pero que se afanen por hacer esto algunos hijos del país de Pelayo y del Cid, de Calderón y de Cervantes, para desechar el suyo y adoptar el ajeno, es lo que no concibe ni el patriotismo, ni la sana razón, ni el buen gusto, ni la poesía.
Esto lo dijo Doña Cecilia en 1852. Y hoy ya podemos ver el móvil que llevaba entonces – y siguió llevando – tanto a las personas de mérito como a las que no tenían ninguno a defender la nivelación total de las cosas. El amor es concreto, específico, vivo y exige el conocimiento; por lo tanto establece una saludable jerarquía entre lo amado y lo que sencillamente no es amado. El odio, como también dijo Juan Manuel de Prada, es abstracto; es el signo de la mediocridad, que sin reconocer la propia miseria no acepta que haya nada por encima.
El hombre que no tiene raíces y que no creó lazos es incapaz de amar.
Pero tanto le duele que todo sea triste y desesperadamente igual, que necesita escaparse del sinsentido de su vida embotando lo poco que le queda de humanidad. Eso ya no es vida humana. Y a ese desesperado le echarán al fango mientras le dicen que nunca en su vida fue tan libre como ahora. Y él pedirá más fango. No será capaz de reconocer su esclavitud.
Gilmar Siqueira
Puedes leer el artículo de Gilmar en el siguiente enlace: El sentido de las cosas.
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