¿Qué sucede cuando se compone el libro de Daniel, cuál es el escenario del pueblo judío en ese momento? D. Vicente da respuesta a estas y a otras preguntas en este artículo
El libro de Daniel: La esperanza de un nuevo comienzo. Un artículo de D. Vicente Ramón Escandell Abad
PALABRA DE VIDA
Daniel y la esperanza de un nuevo comienzo
<<Tú, mi Señor, tienes razón y a nosotros nos abruma la vergüenza, tal como sucede hoy a los hombres de Judá, a los habitantes de Jerusalén y a todo Israel, a los de cerca y a los de lejos, en todos los países por donde los dispersaste a causa de los delitos que cometieron contra Ti.>> (Dn 9,7)
El espíritu compungido es el sacrificio más grato a Dios: “¡Oh dichoso dolor – dice san Jerónimo – que atrae la mirada de Dios!”
Dios no es como los hombres que se dejan arrastrar por la cólera. A pesar de la severidad de sus castigos, permanece eternamente justo y misericordioso y no hay quien pueda inculcarle porque su misericordia sobrepuja todas sus obras.
Mons. Juan Straubinger.
Historia de una esperanza
Cuando se compone el libro de Daniel, el pueblo judío vive inmerso en una profunda persecución, motivada por el deseo de uniformizar el Imperio Seleucida bajo una misma ley y una misma religión. Si bien los hechos que nos relata pertenecen al pasado, en el trasfondo del mismo se deja ver esa lucha por permanecer fieles a la fe que ocultan los relatos que lo componen.
Y es que para cuando se compone el libro, el pueblo de Israel ha vuelto a perder de nuevo su libertad, difícilmente mantenida bajo el dominio de Alejandro Magno, pero cuyo domino respetó la fe y las costumbres de los pueblos conquistados. Desde la caída de Jerusalén en el 586 a. C., el pueblo judío había dejado de ser un pueblo autónomo y se encontraba sometido al dominio extranjero, primero de los babilonios y después de los persas. Bajo estos últimos, por mano de Ciro el Grande, los judíos exiliados en Babilonia habían obtenido cierta autonomía y la libertad para volver a Judá y reconstruir el Templo y la Ciudad Santa. No muchos decidieron correr el riesgo de retornar a la patria de sus padres, y liderados por Esdrás y Nehemías, se pusieron manos a la obra para restaurar Jerusalén, si bien, de una manera lenta y costosa. El apoyo de diferentes reyes persas y las admoniciones de los profetas, impulsaron esta reconstrucción y brindaron a Jerusalén un breve tiempo de paz y libertad, dentro del Imperio multicultural de los persas.
Sin embargo, esta paz y libertad habrían de durar poco tiempo, pues, debilitado el Imperio persa por luchas intestinas e incapaz de frenar el avance del joven Alejandro Magno, Palestina termino por pasar a manos del macedonio como todo el Imperio persa. Según algunos historiadores, el propio Alejandro visito Jerusalén y llegó a entrar en el mismo Templo, algo, por otra parte, bastante improbable dado el celo con que los judíos vigilaban el acceso de los gentiles al recinto santo. Con todo, el carácter abierto y tolerante de Alejandro Magno facilito a los judíos una relativa paz, que no impidió, como en otros lugares del Imperio alejandrino, la penetración progresiva de la cultura helenística. Esta surgió de la fusión de la cultura griega, persa, egipcia e india, dando lugar al fenómeno que se conoce como “helenismo”, que representa la primera forma cultural universal de la historia humana. Y como en otros lugares, no tardaron en surgir entre los judíos fervientes seguidores de esta nueva expresión cultural, sobre todo entre las elites, dando lugar así a una tensión interna que estallaría en el periodo siguiente.
Sin embargo, este fenómeno no era nuevo para los judíos. Ya antes del exilio, en los momentos más bajos de la fidelidad de pueblo elegido a Dios, se habían introducido en la Ciudad Santa cultos paganos, llegando incluso a tener su lugar en el Templo. Si el primero de los reyes en introducir este tipo de cultos fue Salomón, sus sucesores, continuaron esta práctica, motivada, principalmente, por las alianzas políticas con los Imperio de turno. Y es que, en aquellos tiempos, los pactos políticos y militares tenían un matiz religioso, que comportaba la obligación, para la parte más frágil del mismo, de adoptar la divinidad de la parte más fuerte. Así, se fueron introduciendo los cultos idolátricos de egipcios, asirios o babilonios, a los que se unía la pervivencia de los cultos cananeos, previos a la llegada del pueblo judío a la Tierra Prometida, que incluían muchas veces el sacrificio humano a la divinidad. Esta situación, fue especialmente grave en el Reino del Norte, en el que el culto al Dios único estuvo casi extinguido, como lo testimonia el profeta Elías, ante la imposición del culto a Baal; gracias a Elías y a sus seguidores, el culto a Yahveh sobrevivió en el norte, y tras la caída de Samaria en el 720 a. C., muchas de sus tradiciones llegaran a Judá enriqueciendo y fortaleciendo el culto al Dios vivo y verdadero.
Hay que tener en cuenta, que el monoteísmo entre los judíos no surgió de la noche a la mañana, sino que fue descubierto de un modo progresivo y, paradójicamente, a través de la experiencia del Exilio. Hasta entonces, Yahveh era verdaderamente el Dios de Israel, pero ello no comportaba que este diera culto a otros dioses menores, importados o autóctonos, algo que denunciaban con frecuencia los profetas. Las serias advertencias contra la idolatría tienen su causa en esta limitada inteligencia de la unicidad del Dios de Israel que, en muchos lugares de la Escritura, manifestaba su rechazo al culto de los dioses extranjeros, y la exigencia de un amor único e indivisible de su pueblo para con Él. A pesar de estas advertencias, la idolatría estuvo siempre presente en la vida religiosa del pueblo judío, y, como hemos dicho, fue practicada por los mismos reyes, como podemos leer en el Libro de Samuel, respecto a Salomón, y en el de los Reyes respecto a sus sucesores.
Sin embargo, la gran experiencia monoteísta del pueblo judío se produce, como hemos dicho, en el Exilio. La caída de Jerusalén, que supuso el fin de la dinastía davídica y el I Templo, supuso un duro golpe espiritual y psicológico para el pueblo superviviente: desde niños les habían instruido en la fe en la promesa de Dios a David de la pervivencia de su dinastía, incluso a pesar de los pecados de sus representantes, y de que el Templo seria la defensa de la Ciudad Santa contra todos sus enemigos. Pero la debacle del 586 a. C. a manos de los babilonios, que pasaron a fuego el palacio de David y el Templo, supuso un golpe de gracia a esa fe casi supersticiosa en la Dinastía y el Templo. Y ello repercutió en la imagen que los judíos tenían de Dios: si las Escrituras Sagradas proclamaban la grandeza y magnificencia de Yahveh, si este era llamado “Señor Dios de los Ejércitos”, si había frenado a los asirios en tiempos de Isaías ante las murallas de la Ciudad Santa…, ¿que había pasado ahora? Y es que, como en la política, en la guerra había mucho de religioso: en los campos de batalla, en los asedios, en las victorias y las derrotas, no sólo tomaban parte los hombres, sino también los dioses. Si Jerusalénhabía caído, si David había quedado sin descendientes y el Templo había sido destruido, significaría ello que Yahveh ha sido vencido, que los dioses babilónicos eran más poderosos.
Los cuarenta años de exilio sirvieron al pueblo judío, desposeído de reyes, profetas y sacerdotes, para meditar la luz de la experiencia y de la gracia de Dios, el sentido de su fracaso. Allí, en los canales de Babilonia el pueblo empezó a ver la luz y a darse cuenta de su fracaso: no era Dios quien los había abandonado, sino que ellos le habían abandonado a Él con sus continuas infidelidades y pecados. No es que los babilonios hubieran sido mejores por sus dioses, sino que Dios se había servido de ellos para ejecutar su castigo, tanto tiempo retrasado, con la esperanza de su conversión. En definitiva, los judíos del exilio descubren que el Dios de Israel estaba con ellos también exiliado, y que, al contrario que los dioses de los gentiles, vinculados a una tierra, era un “Dios nómada” que marchaba errante con su pueblo. A partir de esta revelación, el pueblo exiliado reinterpreta su historia y descubre en ella una dinámica de pecado – castigo – conversión – perdón, que traspasa toda su existencia y que les ayuda a comprender el porqué del drama del 586 a. C.
Ahora empiezan a comprender también, que su Dios, que Yahveh, es el Dios creador del universo y del hombre. Que ese Dios que los acompaña, abarca mucho más que un pueblo o una raza, y que a su lado las otras divinidades no son más que demonios, invenciones del hombre. Al conocer otros hombres, otras culturas y religiones, los judíos descubren la universalidad de su Dios y su grandeza, que supera toda concepción humana, iniciando una progresiva apertura al mundo que les rodea y que necesita de su luz para encontrar la única Verdad que salva. Así lo irán comprendiendo los profetas del postexilio que ven en Israel una luz para el mundo y un instrumento de salvación para todos los hombres, intuyéndose ya la figura de un Salvador, no circunscrito al pueblo judío, sino abierto a todos los hombres, a todas las criaturas.
Daniel, profeta de los últimos tiempos
En este contexto se mueve el profeta Daniel quien, según los datos que nos proporciona el libro, desarrolló su actividad profética bajo el dominio babilónico y persa (Nabucodonosor, Baltasar, Darío y Ciro). Probablemente, se tratase de un miembro de la corte de Jerusalén que fue deportado tras la caída de la misma y que formaba parte de los círculos sapienciales de la misma. Diversos episodios avalan este último dato, como, por ejemplo, las interpretaciones que hace de los sueños de Nabucodonosor y Baltasar, y su intervención en el juicio de la joven Susana, donde, con sagacidad, descubre las mentiras de los ancianos que habían acusado falsamente a la joven de adulterio. Ello sitúa a Daniel dentro de la corriente sapiencial de finales del periodo veterotestamentario y que había de producir obras de gran importancia como Eclesiastés, Eclesiástico o Sabiduría.
Ahora bien, hay que tener en cuenta, a la hora de situar históricamente a Daniel y su libro, el hecho de que este no sólo narra unos acontecimientos ocurridos durante la estancia de los judíos en Babilonia, sino que, en el fondo, está haciendo referencia a la persecución de que son objetos estos durante el periodo helenístico. Debajo de la narración histórica, subyace el mensaje de resistencia frente al perseguidor y de victoria final del poder de Dios sobre el Tirano. Lo que pretende el autor, ocultando a los perseguidores su mensaje, es llevar un rayo de esperanza a su pueblo perseguido, proclamando que en las manos de Yahveh está el destino de todos los pueblos y gobernantes, judíos y gentiles, y que nadie escapa de su justicia, por muy sólido que pueda parecer el poder humano. Así, del mismo modo que Dios anunció y realizo la caída de Babilonia, del mismo modo, Dios hará caer el poder de Antíoco Epifanes, el nuevo Nabucodonosor, que oprime ahora a su pueblo. Esto mismo, lo encontramos en el Libro de Judit, cercano en su composición al Libro de Daniel, donde se nos narra, con bastantes datos históricos ficticios, la lucha por la supervivencia del pueblo judío frente a Nabucodonosor; aquí, es una joven viuda, Judit, la que personifica al Israel rebelde que lucha por defender su fe frente al poder de los paganos, que no son otros que los babilonios – seleucidas.
Sin embargo, Daniel no sólo habla en su libro del poder de Dios, reconocido incluso por los enemigos de Israel, sino que apunta a algo más. Es para el Antiguo Testamento, lo que el Apocalipsis es para el nuevo, es decir, un apocalipsis, un relato del fin de los tiempos y la instauración del reino de Dios. De ahí, la consideración de profeta de Daniel, cuya influencia se percibe en toda la apocalíptica intertestamentaria, es decir, la aparecida entre el fin del Antiguo Testamento y el principio del Nuevo, inspirando toda una serie de obras apocalípticas que, si bien, no forman parte ni del canon judío ni del cristiano, tuvieron cierta influencia en la espiritualidad del pueblo judío y en el mensaje cristiano. Libros como el Apocalipsis de Enoc o los Libros IV de Esdras, ejercieron una gran influencia en las comunidades judías y cristianas, alimentando la esperanza de sus miembros sometidos a persecución y necesitados de consuelo. Pero su influjo más importante, se percibe en el Apocalipsis de san Juan, en el cual, muchas de sus figuras y referencias fueron tomadas por el discípulo amado de este libro y el de Ezequiel, otro de los referentes de la apocalíptica canónica del Antiguo Testamento.
También su influencia se percibe en la misma predicación de Jesús, en el hecho del uso, por parte de este, del título de hijo del Hombre, que Daniel describe como un ser humano y celeste que es entronizado por Dios en el Cielo. Esta figura, realmente enigmática, fue interpretada por el judaísmo del siglo I como el Mesías personal y preexistente,y en este sentido lo utilizo Jesús para revelar el misterio de su persona y misión. Conectada en su predicación con la figura del Siervo de Yahveh, la figura del Hijo del hombre estaba menos sujeta a malinterpretaciones políticas como los títulos de hijo de David o Mesías, y se adecuaba mejor al sentido que iba adquiriendo progresivamente la vida de Jesús, una vida encaminada al sacrificio en la cruz y a la reivindicación del Padre en la resurrección. De esta manera, desde la perspectiva cristiana, adquiría su verdadero sentido esta figura enigmática, que algunos autores, identifican no con una persona concreta sino con la totalidad del pueblo de Israel o, al menos, con el resto que habría de salvarse a causa de su fidelidad.
Más enigmáticas si cabe que las visiones del Hijo del hombre, son las referentes a los sucesos que acaecerán antes del final de los tiempos. Aquí se mezclan elementos históricos y escatológicos de difícil lectura, pero que se sitúan dentro de la tradición apocalíptica, donde presente, pasado y futuro se entremezclan entre sí. En este caso, Daniel habla de forma criptica del advenimiento de un gran enemigo para el pueblo judío que, teniendo en cuenta que el texto se escribe en la época de la persecución de Antíoco IV Epifanes, es identificado con este por la mayoría de los expertos: la cesación del culto al Dios verdadero, la profanación de la Casa de Dios, y la divinización del perseguidor son elementos que apuntan, históricamente, a lo vivido por el pueblo judío en tiempos de Antíoco. De ahí, la necesidad de leer, de forma complementaria, el libro de los Macabeos para ir descifrando el sentido de estas visiones, pues, como he dicho, responden a hechos históricos contemporáneos al autor del libro. Por ejemplo, cuando Daniel habla de la profanación del Templo, el fin del culto y la entronización de la “abominación de la desolación” en él, hay que tener delante los hechos que narra el libro de los Macabeos de como Antíocono sólo profano el Templo con la colocación en él de la imagen del Zeus Olímpico, sino también el altar del mismo al que embadurno con grasa de cerdo, que hacía de él algo impuro para el culto a Yahveh.
Ahora bien, cabría preguntarse si estas profecías fueron consignadas por el autor sagrado a posteriori o a anteriori, es decir, una vez acontecidos o antes de que tuvieran lugar. Dado el carácter críptico de estos oráculos, imprecisos adrede, puede darse una respuesta en un sentido y en otro: si aceptamos la primera opción, el autor habría puesto por escrito, crípticamente, unos hechos que ya han acontecido, pero que podrían servir de señales para acontecimientos futuros; en el caso contrario, estaríamos ante una profecía en sentido estricto, un aviso divino de lo porvenir, que manifestaría que Daniel, siglos antes que ocurrieran, tuvo conocimiento de los mismos. Tal vez nos enfrentamos a un misterio dentro de otro misterio, y, en el caso de Daniel, como en el de otros textos apocalípticos, estemos ante una combinación de ambas teorías: el texto haría referencia a hechos ya acontecidos, pero que encierran en sí mismos el misterio de otros por venir, de nuevas pruebas para el pueblo de Dios, y que, dada la constante naturaleza humana, revestirían similares rasgos.
Pero como toda obra apocalíptica, el libro de Daniel se cierra con un canto a la esperanza, lo que demuestra que no necesariamente lo apocalíptico es sinónimo de desgracia. Y es curioso el hecho de que Daniel predice la resurrección de los mártires de la fe, poniendo de relieve la evolución en la doctrina sobre el más allá dentro del judaísmo. Este tema, que daría para un artículo propio, es sumamente interesante, pues en la época de Daniel, como también evidencia el Libro de los Macabeos, se consolida entre los judíos la fe en la retribución en el más allá para los justos. Así dice san Miguel a Daniel: Cuando llegue ese momento, todos los hijos de tu pueblo que estén escritos en el libro se salvarán. Y muchos de los que duermen en el polvo de la tierra se despertarán, unos para la vida eterna, otros para la vergüenza, para el castigo eterno (Dn 12, 2). No pueden por menos hacernos recordar estas palabras a las dichas por Jesús en su discurso sobre el Juicio Final o las escritas por san Juan en el Apocalipsis, que se cierra igualmente con un canto a la Nueva Jerusalén y con la reivindicación de los justos y los mártires inscritos en el libro de la vida.
Daniel, juez y sabio de Israel
El Libro de Daniel no se cierra con la última de las visiones con la que es bendecido el joven noble y consejero del rey persa, sino que se prolonga a través de algunos añadidos al relato hebreo, que fueron consignados en griego. En estos relatos, siguiendo el hilo del texto hebreo original, se nos presenta a Daniel como un juez y sabio, defensor de los inocentes y vengador de los idolatras.
Esta parte del libro de Daniel fue escrita en griego e incorporada al texto sagrado por los sabios que llevaron a cabo la traducción de las Sagradas Escrituras del hebreo al griego, para ser usada por las comunidades de la diáspora. Fue tanta la importancia de esta traducción que la Iglesia, desde sus más inmediatos orígenes, adopto la versión de los LXX como texto referencial. De este modo, se asumió desde el principio el canon alejandrino que incluía todos los libros aceptados por la Sinagoga, pero también otro que, por su origen griego, fueron excluidos de la misma. Así Tobías, Judit, Baruc, I – II de Macabeos, Sabiduría y las partes griegas de Ester y Daniel fueron aceptados por la Iglesia como libros divinamente inspirados, mientras que los judíos, siguiendo el canon palestino, si bien no los aceptaban como divinamente inspirados, sí que les tenían una cierta veneración.
Cronológicamente, las historias que nos presenta este epilogo deben situarse entre los capítulos primero y segundo del Libro de Daniel, pues se nos presenta a este como un joven, con cierta ascendencia entre judíos y gentiles, que manifiesta ante ellos su inteligencia y sagacidad. En el caso de Susana, es capaz, como si fuera un moderno detective, hallar las contradicciones en las declaraciones de los dos ancianos; o descubrir las maquinaciones de los sacerdotes paganos para aprovecharse de la credulidad de la gente y alimentarse de los dones que los fieles depositaban ante el altar de Bel. En ambos casos, los culpables reciben su castigo, mientras que Daniel recibe las alabanzas de su pueblo y su rey, por su sagacidad e inteligencia.
De las tres historias, dos son sobradamente conocidas hasta el punto que han inspirado innumerables obras de arte. Una es la de Susana y los ancianos, y otra la de Daniel en el foso de los leones. La primera pone de manifiesto, como el propio Daniel proclama, que el pueblo judío no se había librado, ni en el exilio, de sus corruptelas, hasta el punto de que dos de sus ancianos, que se suponían hombres sabios y santos, para satisfacer sus más bajos instintos, fueron capaces de prevaricar y casi condenar a muerte a una inocente. La segunda, que podríamos situar en la línea de la historia de José, nos presenta a Daniel como el justo perseguido y reivindicado por Dios: acusado ante el rey de no adorar la estatua de una divinidad, es lanzado por este a un foso lleno de leones, con la esperanza de que estos acabaran con él; sin embargo, Dios protegió a su siervo, como lo había hecho con los tres jóvenes compañeros de Daniel en el horno ardiente, y, ante el asombro del rey, compungido y arrepentido por su injusticia, el joven sabio apareció sin daño alguno.
Desde muy pronto, este último relato, cautivo la imaginación de los primeros cristianos, hasta el punto de representarlo frecuentemente en las catacumbas. Y ello, porque vieron en él un reflejo de la misma pasión de Jesús que, al igual que Daniel, fue acusado injustamente ante Pilato e injustamente, como él, condenado a un castigo que no merecía. De esta manera, Daniel se convertía en figura de Cristo, pues, como en el caso del profeta, nada pudieron contra Él sus enemigos, representados por los leones del foso, y como Daniel, Dios revindico su inocencia resucitándolo de entre los muertos.
En conclusión, Daniel compendia perfectamente la tradición profética y sapiencial de Israel, en vísperas del advenimiento de Cristo. Si para el pueblo judío la lectura de sus hazañas y oráculos sirvió para alimentar su esperanza en el futuro triunfo de Dios; para los cristianos no dejan de ser igualmente un canto de esperanza, con la mirada puesta en el triunfo definitivo de Cristo sobre sus enemigos, que, como nos enseña el Apocalipsis de Juan, pasara necesariamente por el crisol de la prueba y la tribulación.
Señor, que, por medio por las palabras de Daniel, fortaleciste a tu pueblo en medio de la persecución; fortalécenos también a nosotros para que, fieles a Ti, perseveremos en la verdadera religión. Por Jesucristo, Nuestro Señor.
Rev. D. Vicente Ramón Escandell Abad
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