Hace poco nos hicimos eco de un artículo publicado en el Mises Institute, titulado “Respuesta católica libertaria a los católicos tradicionalistas”, artículo que, a pesar de su ya indicativo título, merece algunas consideraciones, no tanto en cuanto a su contenido, que se descalifica por sí mismo, sino por cuanto merita algunas reflexiones que nos pueden servir para meditar acerca de la situación de la Iglesia hoy, como reflexión previa a un intento de acercamiento a las razones del pensamiento libertario a favor de la libertad religiosa moderna.
El libertario y la libertad religiosa. Un artículo de Gonzalo J. Cabrera
El artículo comienza diciendo que “sí se puede ser católico romano y libertario. Ambas cosas son oficialmente compatibles desde que el Concilio Vaticano II decreta la Dignitatis humanae (1965)”. Y continúa: “Un católico romano fiel a enseñanzas católicas romanas no puede seguir el ‘tradicionalismo’ católico, puesto que este rechaza la reforma oficial de la Iglesia de 1965, el Concilio Vaticano II. Las ideas ‘tradicionalistas’ (al menos como hemos definido que usamos aquí el término, para referirnos a los integristas modernos) son manifestaciones religioso-políticas que ya no son admitidas por la Iglesia”.
El artículo deja entrever numerosas falacias que no entraré a discutir ahora, pero llama poderosamente la atención que no da explicación alguna acerca del por qué esa aceptación del Concilio es tan selectiva en cuanto a sus frutos. Me pregunto por qué se engaña identificando a la Iglesia con el Concilio, como si de la fidelidad a un Concilio pastoral que rompe, en determinados aspectos, de manera notoria, con la tradición de la Iglesia, dependiese la fidelidad a la propia Iglesia; y por otro lado, no paran de enviarse censuras al “socialista” Francisco, Papa actual, y paradigma del desenvolvimiento de la teología conciliar; tampoco dicen nada acerca de por qué el “ejecutor” del ala más progre del posconcilio ha estrangulado la Misa por el rito llamado “extraordinario”, esa a la que tantos libertarios llamados “católicos” acuden; tampoco aluden en base a qué alguien que vivió centurias atrás, debía sentir con una Iglesia que, según dijo Jesús Huerta de Soto, miembro del Mises Institute, en su conferencia titulada “Anarquía, Dios y el Papa Francisco” (2017), se convirtió en un “instrumento del maligno” desde que se coaligó con el Estado, hito que data de tiempos del emperador Constantino, que cometió hechos tan deleznables como “instaurar el domingo como festivo en el Imperio”; hito al que, a su vez, achaca “todas las atrocidades de la historia (sic), desde las Cruzadas, o instituciones genocidas como la Inquisición”.
Lo anterior deja claro que el llamado “catolicismo” libertario emplea la religión al modo maquiavélico, supeditándola a sus intereses ideológicos (una suerte de liberal-catolicismo, entendido como la religión al servicio del liberalismo). En definitiva, una Iglesia con la que hay que estar en comunión solamente cuando parece favorecer los intereses apologéticos libertarios. Con el Concilio, a muerte; en cambio, a Francisco, por socialista, ni los buenos días.
La anterior es una lectura cierta, pero al mismo tiempo, superficial. Un análisis más profundo, y a la vez, humilde, nos debe llevar a cuestionarnos si la Iglesia conciliar y posconciliar ha dado alguna “señal” objetiva que permita atribuir esta supuesta y aberrante compatibilidad entre libertarismo y fe católica.
Analizando el Magisterio social posconciliar, la respuesta parece ser que, por lo que respecta a las cuestiones económico-sociales, no hay evidencia alguna de esas “señales”. Los grandes documentos, Centesimus Annus, Populorum Progressio, Laborem Exercens, Octogesima Adveniens, Caritas in Veritate, etc., cierran las puertas a la inmensa mayoría de los postulados de la economía liberal, de manera que cualquier coincidencia entre ambos es meramente coyuntural. No obstante, hay una laguna importante en lo que atañe a las cuestiones metapolíticas. Algunas de ellas (por ejemplo, la apología de una autoridad mundial) quizá no sean del agrado de los libertarios (como tampoco de los católicos tradicionales), aunque en el mencionado artículo, rebosante de “fidelidad” a la Iglesia, no lo explicite. Pero otras, sí. Y me estoy refiriendo, concretamente, al asunto de la libertad religiosa. Para empezar, es llamativo que, de todos los documentos del Concilio, el autor del citado artículo escoja precisamente Dignitatis Humanae (DH) como coartada para la compatibilidad que “ahora ya” (antes, no) se permite, entre catolicismo y libertarismo. Dicho sea de paso, parecen dejar entrever que 1965 es el primer Habemus Ecclesiam desde los nauseabundos tiempos de Constantino.
Para evitar ampliar más la digresión, vayamos a la cuestión central: ¿qué tiene DH que tanto agrada a los libertarios? Pues, hay que reconocerlo, tiene justamente lo que ellos dicen que tiene. El reconocimiento a uno de los pilares del pensamiento moderno: las libertades públicas de conciencia, religión, culto, pensamiento y opinión. La libertad sin posibilidad de lo que ellos llaman “coacción” estatal, salvo, claro está, el llamado “orden público”, concepto tan del gusto de la “gente de orden” criada en el conservadurismo burgués. Pues bien, hecho este acercamiento, procedamos ahora a la breve reflexión acerca del encaje de la libertad religiosa moderna en la forma mentis liberal-conservadora.
El liberalismo, especialmente el conservador, amante de la llamada “tradición anglosajona” (Hayek dixit), es un movimiento filosófico de raigambre empirista. Figuras como Hume, Adam Smith, Stuart Mill, y europeos continentales como Constant o Tocqueville, tienen en común el gusto por proponer que el progreso material de la sociedad, meta principal de la vida social del conservador, solamente se consigue mediante el sistema ensayo-error, método que no es viable sin una amplia y extendida libertad de expresión y de creencia. Y eso en contraste con la llamada “tradición francesa”, racionalista en sentido abstracto, anti-práctica, rígida de planteamientos, resabida y totalitaria en la aplicación de los mismos. Se trataría de la humildad del conservador laissez faire frente a la fatal arrogancia del estatismo jacobino; de la soberanía del individuo frente a la soberanía del Estado; del desarrollo supuestamente orgánico, espontáneo y auto-correctivo de la sociedad, frente al dirigismo mesiánico de las voluntades férreas.
Y qué mejor manera para fundamentar la importancia instrumental de DH para el credo libertario, que la apelación a la dignidad humana personalista en la que DH, y en general, toda la antropología conciliar, asienta su reflexión. El hombre, por fin, aparece como el “centro y cima” (GS, 12) de todos los bienes de la tierra. Marcado ese horizonte antropocéntrico, por fin se abren las puertas del cielo para la mentalidad economicista-naturalista burguesa. Por fin podemos compaginar el no-ser-del-mundo, con el parecer-serlo. Por fin la Iglesia bendice la libertad de no coacción, la libertad moderna como expresión máxima de la dignidad humana, de ese hombre de quien Pico della Mirandola dijo que “era árbitro y soberano artífice de [sí] mismo”.
Por fin tenemos, pues, esa Iglesia separada de la autoridad política, tal como quieren Huerta de Soto y sus discípulos, colocada en el pequeño recinto decorativo en el que la clerical “laicidad positiva” retoza creyendo haber descubierto la primavera eclesial y la paz perpetua en la relación Iglesia-mundo, dejando atrás esas atroces Cruzadas, Inquisiciones, etc. Que la autoridad política haga como si la Iglesia no existiese, y ésta haga las veces de “animadora de la democracia”, del capitalismo democrático Novakiano. Y cuando la autoridad eclesial, en esas reminiscencias de Iglesia docente que aún – a Dios gracias- quedan, salta a denunciar el latrocinio de la especulación, la falta de autosuficiencia moral de las leyes del free market, y sus derivadas, el lobby libertario gritará: “¡socialistas!”. Entonces, la comunión con la Iglesia del concilio, se habrá vuelto más pequeñita.
Sin duda, tendrán que pensar cómo gestionan esa incongruencia que tan poco se cohonesta con el rigor intelectual. Una sugerencia, aunque no les resultará agradable: piensen que el liberalismo (que impregna la doctrina conciliar) es padre del socialismo, de manera que no se extrañen de que Francisco sea “socialista”. Las ideas tienen consecuencias.
Sea como sea, la afirmación, un tanto burda en su formulación, de que “las ideas tradicionalistas […] son manifestaciones político-religiosas que ya no son admitidas por la Iglesia”, es un argumento más que nos interpela a la reflexión acerca de la hondura que ha supuesto la ruptura filosófico-teológica conciliar, y las graves consecuencias doctrinales y pastorales que de ella se han derivado: entre ellas, la posibilidad de haber dado alas al liberal-catolicismo laissez faire.
Gonzalo J. Cabrera
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