Jacques Duquesne es un periodista y escritor francés, con importante recorrido mediático y que desde joven podríamos adscribir dentro del movimiento católico liberal de nuestra época.
En 1994 dio a la imprenta un ensayo dedicado a Nuestro Señor, titulado “Jesús”, que gozó de gran repercusión en su país. Ello me ha hecho acercarme a una obra posterior, “El Dios de Jesús”, publicada cinco años después de la primera (y traducida al español en 2009).
El Dios de Jesús. Un artículo de Miguel Toledano
Son numerosas las tesis heterodoxas del texto. No me voy a centrar en ellas. Por el contrario, procuraré extractar aquellos puntos que son aprovechables, esperando que alguno pueda aportar novedades provechosas a los lectores de Marchando Religión.
La metodología del libro es interesante: Consiste en partir de la figura de Cristo para conocer a Dios. “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre”, repite en varias ocasiones Duquesne siguiendo el capítulo 14 del Evangelio de san Juan (que, por cierto, el autor defiende tratarse de una tercera versión, al existir según el dos anteriores).
O, dicho de otra manera, con san Ireneo: “lo que perdimos en Adán, es decir, ser a imagen y semejanza de Dios, lo recuperamos en Cristo Jesús”. Luego, conociendo como era Adán antes de la caída en el pecado, y sobre todo conociendo a Cristo Jesús según Él mismo afirmó, podemos conocer a Dios.
Sin embargo, ya digo que después las argumentaciones se dirigen en sentido a menudo desviado y errático. Una de las líneas que recorre “El Dios de Jesús” es la obsesión por volver a los orígenes del cristianismo, en la convicción de que posteriormente la Iglesia ha echado sobre el mensaje de Cristo capas de tal grosor que desfiguran aquél por completo. Mucho de esto hay en la época del pontificado de Pablo VI y del brillo fulgurante de la “Nueva Teología” a la vuelta del Concilio Vaticano II, que coincidía con los primeros éxitos de nuestro autor.
Entre muchos, denuncia Duquesne a un gran culpable de esa supuesta alteración teológica: el pobre san Agustín, que al parecer se inventó diversas ideas que no se corresponden con lo que Jesucristo dijo jamás. Por cierto, que santo Tomas sale, sorpresivamente, mejor parado; y todo ello en medio de alusiones ecuménicas -a los estudiosos protestantes- e interreligiosas -al judaísmo (más que a la secta de Mahoma)-.
Ante todo, destaca como núcleo conceptual del ensayo el amor de Dios. Según Duquesne, el amor no es un atributo de Dios entre otros, sino que define a Dios, más allá de Su omnipotencia, Su infinitud o Su sabiduría. “El amor es paciente”, según la conocida descripción de san Pablo en su Carta a los Corintios, que muchos hemos escuchado a menudo con ocasión de las ceremonias matrimoniales. Dios sabe esperar, aunque pueda ser negado o despreciado una y otra vez.
Pero entonces Duquesne se embarca en una deriva antropocéntrica; ésta le lleva a deducir que Dios ama al hombre de tal manera que, en realidad, lo ha creado para servirle, no para ser servido. O sea, que, según nuestro escritor, el hombre no debe servir a Dios, sino que Dios sirve al hombre. Nos parece ésta una forma equívoca de estirar el infinito amor de Dios llegando a alterar el orden creado.
En relación precisamente con la Creación, el amor de Dios explica la configuración del hombre como ser libre. El verdadero amor, para el liberal Duquesne, lleva a dejar ser como quiera ser la criatura amada, despojándose el amante, en esa medida, de sus propias preferencias, en beneficio del otro. Hay algo de psicológicamente cierto en esa actitud de respeto de la libertad de nuestros prójimos, obviamente; pero una y mil veces debemos decir que la libertad no es el fin, sino el medio. Pues el fin es la gloria de Dios; y la libertad se nos concede para realizar dicho fin. Podemos rechazar la persecución del mismo, pero no cabe elegir la consecuencia de ese rechazo.
Por otra parte, Dios es inteligible para el hombre. Al menos en una medida importante, el hombre puede conocer a Dios. Nosotros añadiríamos que no puede amarse lo que no se conoce; y también que la inteligibilidad de Dios constituye otra excepcional muestra de Su amor: haber dotado al hombre de una inteligencia capaz de elevarse para conocer a su Creador a través de la razón y, sobre todo, de la fe.
Sobre la Trinidad comienza Duquesne discurriendo con muy buen pie, recordando, según hemos expuesto en un artículo anterior, cómo fue revelada por primera vez a Abraham. Seguidamente expone que el Dios trinitario es la consecuencia lógica de la revelación por Jesús de un Dios todo caridad, que se da a los hombres a través de la Encarnación y del envío de su Espíritu de amor.
La Encarnación se explica, pues, por el amor de Dios. Ahora bien, Duquesne lleva las cosas una vez más demasiado lejos, hasta la heterodoxia, cuando sostiene que Dios no podía dejar de encarnarse. La decisión divina de que el Verbo se hiciese carne y habitase entre nosotros es una muestra del amor infinito de Dios por sus criaturas, pero no se ve de ello que Le obligase tal decisión existente en Sí desde el principio de los tiempos.
A su vez, la Encarnación conduce a la Pasión y Muerte de Nuestro Señor en la cruz como supremo sacrificio. Pero no se entienda, en la tesis duquesniana, un sacrificio como modo de compensar la deuda existente entre Dios y los hombres por razón del pecado. Sino más bien como la elevadísima expresión del don de Sí mismo por nosotros, de la misma forma en la que una madre ofrecería su vida por salvar la de su hijo o la de un soldado por el éxito de su misión.
Nosotros no creemos que esta concepción del sacrificio en el Gólgota a cargo del Hijo en favor del Padre y de nosotros mismos sea excluyente del fin expiatorio de nuestros pecados. Pues, de lo contrario, resultaría falsa la misma doctrina paulina: “Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras” (I Cor. 15, 3). Duquesne llega a contradecir en ese punto a san Pablo y también niega la autoría de la carta a los Hebreos por parte del Apóstol de los Gentiles.
Por otro lado, la Pasión, Muerte y Resurrección no constituyen propiamente, según Duquesne, la razón de la Encarnación. En el libro hay una desafortunada critica (en boga tras el Concilio) de lo que se entendería un excesivo peso de la adoración de la Santa Cruz o de la devoción al Sagrado Corazón coronado de espinas. “Yo no he nacido y venido al mundo más que para dar testimonio de la verdad” (Juan 18, 37). Luego, el objetivo único del Hijo del Hombre sería contribuir a revelar verdaderamente quién es Dios. Nuevamente, no creemos que proceda una interpretación deductiva literal del relato evangélico, en virtud de la cual se oponga la finalidad expiatoria a la didáctica del amor.
Al menos, sí se reconoce que, con el sufrimiento de Cristo, Dios participa en los padecimientos de los hombres, mostrándose cercano a ellos. Por tanto, demuestra ser un Dios lejano de ese frío arquitecto creador que se desentiende de su propia obra. San Bernardo expresó este sentido de la Pasión cuando proclamó: “Señor, tú estás conmigo en el sufrimiento”.
También en el Antiguo Testamento se encuentran huellas de esa com-pasión o solidaridad de Dios para con sus criaturas. El Antiguo Testamento se opone frecuentemente al Nuevo, en la mentalidad del vulgo liberal. No así Duquesne, cuando glosa que, ya en el relato veterotestamentario, el Dios cristiano se muestra más próximo a los hombres que, por ejemplo, las deidades griegas; Dios cede a las demandas del pueblo elegido, les habla, les hace promesas, les consuela y les perdona.
Ahora bien, no debemos caer en un reincidente antropocentrismo al pensar que la Pasión de Nuestro Señor se justifica únicamente como modo de expresión de la cercanía de Dios al hombre – un Dios hecho a la medida del hombre, un Dios, una vez más, concebido para servir al hombre en una época en la que el hombre se endiosa.
Hemos visto que sin duda Duquesne reconoce a Dios como autor de la Creación. Sin embargo, Adán no es para el periodista francés el nombre de una persona, sino que representa a la humanidad en general. Por lo tanto, toda la humanidad no descendería de un solo hombre. Esta negación es heterodoxa, chocando frontalmente con la doctrina enseñada por la encíclica Humani Generis de Pío XII (núm. 30).
Tal tesis no sólo contraviene el tenor del Génesis, sino también -por segunda vez- el del mismo san Pablo: “La muerte vino por un solo hombre” (1 Corintios 15, 21-22). Negada la personalidad de Adán decae igualmente el pecado original, inventado según Duquesne por el creativo y manipulador san Agustín. El dogma cede frente a la teoría de la evolución, merced a la opinión errada del periodista francés.
Sin embargo, nos recuerda Duquesne que Juan Pablo II, en el discurso pronunciado el 24 de octubre de 1996 ante la Pontificia Academia de las Ciencias, ensalzó la teoría de la evolución diciendo que “es más que una hipótesis”, lo que desde el punto de vista magisterial e intelectivo tampoco genera satisfacción en orden a la claridad. Más nitidez produce la relectura de la citada carta Humani Generis, que recomendamos.
El papel de Dios como juez queda en un segundo plano respecto de Su amor. Bien es verdad que Duquesne acierta cuando matiza que “Dios no quiere destruir sino corregir al hombre”; o cuando implícitamente reconoce un juicio final al imaginar que estará presidido por la generosidad, advirtiendo a los pecadores con anterioridad y otorgándoles las máximas garantías en orden a su salvación.
Por eso, más que un juez gusta Duquesne comparar a Dios con un médico, que inspira confianza a sus pacientes, de los que se ocupa compasivamente. Además de la compasión, esa figura de la preferencia por los enfermos entronca directamente con el actual pontificado, propagador asimismo de la imagen de un Dios que inspira confianza. La gracia, de la que habla el capítulo primero del Evangelio de san Juan, se caracterizaría precisamente por esa confianza y amabilidad con la que Dios se inclina hacia sus criaturas para serles favorable, no para condenarlas.
La celebérrima parábola del hijo pródigo refleja la ternura con la que Dios, sin imponer condición alguna, acoge con ternura, indulgencia y misericordia a sus criaturas descarriadas. Acogida, ternura e indulgencia son también conceptos muy queridos del papa Francisco. Duquesne añade que tales acogida y ternura no presuponen el arrepentimiento del pecador; entramos aquí ya en más terrenos pantanosos puesto que, como el mismo autor concede, el hijo pródigo reconoció sus faltas y no pidió a su padre privilegio de favor alguno, sino que, al contrario, se mostró dispuesto a ser conducido como esclavo.
El testimonio de Jonás, volviendo la mirada al Antiguo Testamento, anticipaba la misericordia divina: un Dios “de piedad y de ternura, lento a la ira, rico en gracia”, según las palabras del profeta. Tan abundante en gracia que Su amor y compasión universal a todos alcanza. Y aquí brota otro riesgo de exageración: Si hay tal universalidad y si el mismo Cristo nos indica que debemos amar a nuestros enemigos, el amor de Dios se torna incondicional hasta el punto de incluir al pecador y al injusto – y de ello se pasa, una vez más con lógica deductiva, a la inexistencia de las penas del infierno. Quienes no siguen la llamada de Dios al amor, más que penar eternamente, morirían a la vida eterna; pero esto es incompatible con el dogma de la inmortalidad del alma (certeza a la que los mismos paganos llegaron a través de la filosofía).
En suma, por la mezcla de aciertos con abundantísimos errores no podemos recomendar ni el libro ni el autor, prefiriendo orientar a los interesados en el catolicismo francés -casi siempre elegante en la exposición y creativo en el razonamiento- hacia otras referencias bibliográficas más convenientes expuestas en esta serie de artículos. Y ello a pesar de la expresa adscripción del periodista a la fe católica, en un tiempo en el que está de moda la apostasía; o a pesar de la defensa de la Iglesia en abundantes ocasiones, como al alegar que en época constantiniana se eliminó la crucifixión como medio de ejecución de la pena capital, gracias a la benéfica influencia de los seguidores de Cristo.
Pero la contaminación liberal y modernista es muy ponzoñosa y hay que empezar por ahí. A las pruebas de los párrafos anteriores me remito.
Miguel Toledano Lanza
Domingo décimo cuarto después de Pentecostés, 2021
Nuestro artículo recomendado: Don Manuel Fraile, Obispo de Sigüenza
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