Hay personas que con su sola presencia provocan grandes catástrofes, hasta podrían hundir definitivamente a la misma Iglesia, es el caso de este canónigo gafe del que nos habla Miguel Toledano.
«El canónigo gafe», Miguel Toledano
Entre la audiencia de Marchando Religión, varios de nuestros lectores se han dirigido a mí para mostrar gran interés por la referencia que en el artículo “Pío XI y San Francisco de Sales” hacía in fine a un clérigo pseudo-salesiano que tiene la curiosa habilidad de procurar la desgracia por doquier. Con Michael Ende, advertía de que esa historia sería contada en otra ocasión y, aunque en mi fuero interno no tenía especial prisa por hacerlo, lo cierto es que no acostumbro a realizar afirmaciones retóricas o que no deban tomarse con un probable grado de literalidad.
Por otra parte, quizás sea éste el mejor momento para compartir con el público las andanzas del cura en cuestión, en vista de que celebramos el primer año de vida de nuestro medio y en tal atmósfera festiva cuadran adecuadamente, en tono jocoso, las peripecias de quien, aun con traje talar, remite a un género y a un fenotipo no demasiado alejado de Simplicius Simplicissimus, Pedrito el Greñoso, Till Eulenspiegel o, entre nosotros, Antoñita la Fantástica. Pero, a diferencia de la imaginativa niña y su chacha Nicerata, las trapisondas de nuestro Canónigo Gafe no responden al patrón de que cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia, sino que son estrictamente ciertas.
Como en la ópera cuando sucede un accidente inesperado, la liturgia tradicional de la Iglesia puede correr el riesgo de caer en el ridículo si sus protagonistas no están a la altura de la categoría que deben representar. La lírica está repleta de brillantes caracteres eclesiásticos que hacen las delicias de la comedia, por todos el Don Basilio de Mozart y Rossini, verdadero antídoto moral contra el clericalismo. La corrupción de lo mejor es lo peor. Quizás entre las causas de la decadencia litúrgica de los años sesenta del pasado siglo se encuentre también la degradación y el descuido del propio rito tridentino, celebrado con un hastío o carente de la debida dignidad que empujaron a muchos al extremo opuesto de buscar la originalidad y la creatividad.
En el caso que nos ocupa del Canónigo Gafe, el hastío cobra una nueva dimensión: la falta de carisma del abate, que por buscar otra referencia dramática recuerda al siniestro Scarpia de “Tosca”, se ve continuamente acompañada del acaecimiento de algún episodio funesto, que provoca de modo natural la reacción esperada entre la grey, a saber, todo el mundo huye del personaje, quedando así multiplicados los efectos del hastío y de tal falta de carisma. Donde el Canónigo Gafe ejerce su ministerio no vuelve a crecer la hierba de la forma extraordinaria del rito romano, que se torna odioso. Aviso para navegantes éste que no deja de tener su importancia; no hagamos odiosa la belleza y la verdad.
Se dice el pecado, pero no el pecador.
Aunque no se trata del Canónigo de Sigüenza que hace algunas décadas huyó con la criada, omitiremos todo dato ulterior sobre la identidad y la nacionalidad del sujeto, porque de otro modo sería posible su filiación, para escarnio de su orden y de la familia tradicionalista. Esto no redunda en riesgo o peligrosidad alguna; cuantos se le acerquen en su confesionario, aun sin ser previamente advertidos de sus modos cenizos, quedarán rápidamente interpelados por su mirada de paisaje, su tartamudeo cansino en su labor pastoral y el probable estruendo de algún ladrillo que caiga por los aledaños, de tal forma que discretamente huirán de él en lo sucesivo, como hacen jóvenes y mayores, antes de caer en las redes de la desgracia.
La liturgia tradicional tiene un acelerador: el tesoro insondable de teología acumulado a lo largo de los siglos de la Iglesia; y posee un freno: el Canónigo Gafe. Por cada dos fieles ganados para la causa, uno desaparecerá si se presenta en su camino el susodicho. Con todo, el saldo es positivo y en algunos años la familia tradicionalista habrá crecido dentro de la iglesia.
Mas si no fuera por el influjo del Canónigo Gafe allí por donde pisa, en un breve período estaría rezando “Introibo ad altare dei” hasta el Padre Angel.
Mi primer encuentro con el Canónigo Gafe se produjo en Florencia. El clérigo era entonces un joven seminarista, pero ya apuntaba maneras más que sombrías. En una ocasión, nos tuvo a mi mujer, a mi hija y a quien os escribe hoy más de dos horas circulando sin sentido por las calles de la ciudad. Yo cometí el error de preguntarle por direcciones. Con su cavernosa voz de barítono-bajo me iba suministrando cada vez indicaciones a cuál más disparatada, llegando a encontrarnos literalmente frente a un muro -lo que se conoce técnicamente como cul de sac– después de haber hecho un involuntario recorrido turístico completísimo por los vericuetos menos interesantes de la patria chica de Dante. Con seguridad, de haber depositado amablemente al cicerone en la acera hubiésemos encontrado la salida en un santiamén, pero nuestro proverbial respeto a la casta sacerdotal nos llevó a la ruina. Esto no dejó de ser un episodio desafortunado, en el que lamentablemente no vimos el signo del mal fario que le acompaña por donde va.
Años después, nos volvimos a encontrar con el Canónigo Gafe, ya revestido del carácter indeleble conferido por su ordenación. Tampoco entonces detecté su asombrosa disposición a provocar el cataclismo. Y eso que los niños y jóvenes que se le confiaban para la catequesis le evitaban como si fuese salfumán, logrando el imbatible récord de atraer la cifra increíble de dos chicas a la Misa tridentina dominical. Se dice que la Misa tradicional interesa fundamentalmente a las generaciones más recientes; pues bien, déjenlo en manos del Canónigo Gafe y lograrán que la edad media de la grey se sitúe en los niveles del Inserso y que la clientela adepta engrose en masa las filas de Monseñor Lefebvre. Garantizado.
Cometí seguidamente el error más garrafal de toda mi vida: Acompañé a esquiar al Canónigo Gafe.
Lógicamente, regresé de los Dolomitas sin los ligamentos cruzados de la rodilla derecha. Todavía, cuando me levanto por las mañanas, noto un cierto punzamiento que va desapareciendo durante la ducha y es puro recuerdo del pasado a la altura de la última galleta del desayuno. Cuando me encamino a pie al trabajo cada día, me he convertido ya en el jovial andarín de siempre, aunque el doctor tirolés que me atendió in situ adelantó con claridad que el golf y el tenis, que yo antes había practicado con habilidad notoria, debería sustituirlos a partir de ahora por la natación.
Podemos decir así que el Canónigo Gafe es, sin quererlo, un adalid del “crawl”, al que envía múltiples clientes desde otros ámbitos olímpicos; en sus diferentes destinos sin duda habrá propiciado diversas cegueras procedentes del tiro con arco o del esgrima, amén de alguna prótesis de cadera derivada de los bolos o del curling.
Remitido por sus superiores a la capellanía de un colegio, con su sola presencia logró la expulsión, directa o indirecta, de varios de sus alumnos. Hay que decir que el sentimiento general de los noveles era el de alivio una vez liberados de la opresiva influencia del gafe, pero el empollón más aventajado era sucesivamente catapultado hacia el abismo con la sola cercanía del eclesiástico. Visitarlo en aquellos tiempos era contemplar el espectáculo de ver a todo el mundo mirando de reojo: De reojo mira el Canónigo Gafe urbi et orbi, pero de reojo también le miraban sus hijos espirituales, no fuera a ser que si se les acercaba demasiado fuera a desplomarse una lámpara o adquiriesen los infelices la enfermedad de Lyme o infortunios por el estilo. Hay que escapar de él con más velocidad que de un Agujero Negro, por lo que pueda pasar.
El año pasado, incauto donde los haya, volví a comportarme con él sin la mínima diligencia que, a esas alturas, debería ya haber desplegado más que de sobra. Con mi natural generosidad le hice entrega de una medalla de plata conmemorativa de la fidelidad a la Legitimidad de don Javier de Borbón-Parma y de su hijo, el Príncipe don Sixto-Enrique, que Dios guarde muchos años. Y muchos años de guarda divina va a necesitar la Dinastía, obrando la pieza metálica en poder del Canónigo Gafe. Lo que las Tres Guerras carlistas no lograron en el diecinueve, lo que la defección disparatada de Carlos-Hugo no consiguió en los setenta, lo que se evitó en el casi fatal accidente de automóvil del Abanderado de la Tradición en 2001, puede suceder si, permitiéndolo los renglones torcidos de la divina providencia, se presentase el Canónigo Gafe en su próxima parroquia de destino.
Pueden bastarle diez minutos para lograr que a la Causa incorruptible le pase lo mismo que al Conde de Chambord.
Sabemos que el Canónigo se encuentra en algún lugar de Francia; esperemos que sea lejos del castillo de Lignières. Espero recuperar la medalla algún día, con el fin de no sumir a la casa insobornable en una maldición que asiente para siempre la monarquía liberal. Es el tipo de grandes designios históricos que están a la altura sólo de antihéroes de la eficacia calamitosa del Canónigo Gafe.
Voy terminando: Las explosiones, las recaídas, los atentados terroristas, las plagas, toda la serie de catastróficas desdichas de Lemony Snicket que el Canónigo simpar va sembrando por donde pasa no podían saldarse sin pillar desprevenido a mi propio Ángel de la Guarda. En febrero de este curso, después de unos cuantos años y una hoja de servicios inmaculada, me vi obligado a cambiar de trabajo cuando él se cruzó definitivamente en mi camino y veo ahora, en el correr de los meses, que la causa principal de mis dolores de cabeza no fue otra que la presencia infausta del clérigo malasombra.
Ya sé que la superstición está reñida con el catolicismo. Pero esto no es superstición, sino ciencia. Hay relación matemática de causa-efecto en mis conclusiones sobre la influencia negra del sujeto. La muestra estadística de los percances que le rodean, según me enseñaron los padres jesuitas de Icade, es claramente superior a treinta. Está probada la deducción al modo cartesiano: Cercanía del Canónigo Gafe ergo destrucción y desolación.
Yo llego a colegir que la dimisión de Lopetegui y la Guerra de Siria las produjo él. Y que conste que la Misa tradicional no es gafe: Alguno pudiera, al escuchar los últimos momentos del “Ite Missa Est”, sentirse tentado a mirar hacia arriba, por si se desliza alguna teja, o hacia abajo, por si hay alguna alcantarilla abierta a la salida de la iglesia. Pero la culpa no la tiene la Misa, que es Santa. La culpa la tiene el Canónigo, que es gafe total.
Miguel Toledano Lanza
Domingo décimo-quinto después de Pentecostés, 2019
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