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El mentiroso no ama

La mentira puede convertirse en un peligroso hábito, porque, ¿saben que sucede con ella? Que el mentiroso no ama, porque la mentira es algo malo

El mentiroso no ama, Gilmar Siqueira

Se dice que el diablo es el padre de la mentira. Desde hace mucho que conozco a este refrán y sin embargo me sonó más profundo en los últimos días cuando me acordé de una frase dicha por un profesor: el diablo desea no ser, porque el ser es bueno. ¡Menuda teología para alguien, como yo, que lee poco más que novelas! Pero fue precisamente a causa de una novela que me enredé en tales reflexiones. La mentira – la idea es obvia, pero la diré de todos modos – consiste en la negación de lo que es, en la negación de lo que existe; dicho de otra manera, la mentira niega el mismo ser.

Como parece que me he despertado hoy con el espíritu de Sancho Panza, ensartaré otro refrán: la mejor mentira es la que más se acerca a la realidad. Y la palabra “mejor” aquí no quiere decir que la mentira sea una cosa buena, sino más bien que el embuste inventado es mejor creído si no se aleja demasiado de la realidad. Y ahí está su gran peligro.

La mentira también puede convertirse en un hábito y, con el tiempo, el hombre que miente llegará a creer en sus propias mentiras; vivirá entonces en una falsa realidad o, si se quiere, verá la realidad distorsionada por los embustes que se inventa a cada día. Pondré un ejemplo: los tímidos – que pueden volverse tan egoístas como los presuntuosos, aunque en otro extremo – viven bajo el riesgo de convertirse en cínicos si la única manera que encuentran de acercarse a la gente es haciéndose los payasos; y eso porque se inventarán un personaje – pondrán una máscara –, que no tiene nada que ver con su personalidad, sencillamente para hacerse queridos. Pero entonces se realizará su más grande miedo: las personas a quienes se acercan percibirán que mienten, que no hacen aquellas cosas verdaderamente.

El remedio tanto para la timidez como para la presuntuosidad es la humildad, o sea, aceptar la realidad.

El stárets Zosima, personaje de Los Hermanos Karamazov, advierte sobre el riesgo de mentir y creer en las propias mentiras:

Quien se engaña a sí mismo y escucha sus propios embustes acaba por no discernir la verdad, ni en su fuero interno ni a su alrededor, y deja en consecuencia de respetarse a sí mismo y de respetar a los demás. Y, al no respetar a nadie, ya no puede amar, y al carecer de amor, con tal de estar ocupado y entretenido, se entrega a las pasiones y a los burdos placeres y llega a la bestialidad en sus vicios, y todo ello por culpa de la mentira incesante, a los demás y a sí mismo. Quien se engaña a sí mismo puede también sentirse ofendido antes que nadie. Porque sentirse ofendido, en ocasiones, resulta muy agradable, ¿no es así? Y uno puede saber que nadie lo ha ofendido, sino que él mismo ha urdido la ofensa y ha dicho falsedades por mero afán de presunción, que ha exagerado para completar el cuadro, que se ha atado a una palabra, que ha hecho una montaña de un grano de arena… Uno puede saber todo eso y, sin embargo, es el primero en sentirse ofendido, hasta un extremo que le resulta placentero y le proporciona una profunda satisfacción, y, por esta vía, llega a experimentar auténtico rencor…

Las palabras del personaje de Dostoyevski no necesitan ser comentadas, sino que meditadas. Llegan aún más hondo al alma humana de lo que pueden parecer a primera vista. Por lo tanto, me limitaré a comentar aquí lo que me llamó la atención desde la primera vez en que las leí: el mentiroso no puede amar.

¿Qué tiene que ver la mentira con el amor? Todo.

Josef Pieper escribió, en más de una ocasión, que un elemento del amor es la aprobación: quien ama reconoce el bien del objeto o persona amada y reafirma su existencia diciendo: “es bueno que existas”. Pero, para amar, el hombre tiene antes que conocer y admitir la realidad, es decir, tiene que aceptarla. El amor reafirma – aprueba – lo que ya es, lo que ya existe. Y la mentira, como dicho antes, es la total negación de lo que es.

Así, el hombre que se inventa una máscara – sea por creerse demasiado bueno o muy poca cosa – pierde el eje de su propia personalidad y, consecuentemente, intuirá que todas las otras personas son embusteras como él. Pero la cosa no es tan sencilla como suena: las mentiras que nos inventamos y en las que creemos son tan discretas hasta el punto de que el desafío de reconocerlas es muy grande. Cuando Baudelaire pidió a Dios ayuda para contemplar su propio corazón sin asco, sabía lo que pedía. La tarea de mirar hacia uno mismo y desenmascararse a cada día es sumamente difícil. Podemos mentir hasta cuando somos sinceros, como dijo Luis Rosales: “porque nada me ha engañado tanto como mi sinceridad”. La incapacidad de mirar hacia dentro puede llegar hasta la perversidad, como dijo el Padre Castellani en su Psicología Humana:

El Evangelio habla de hombres que tienen un demonio mudo. El demoníaco no puede abrir su interior a los demás, y lo que es más curioso, ni siquiera a sí mismo: no puede examinarse, no puede juzgarse, no puede mirarse siquiera, corre una cortina de humo entre su mente y su corazón. En vez de pedir con el pobre Baudelaire: “Dios mío, dame la fuerza y el coraje de mirar mi corazón sin asco”, él pide todo lo contrario. Y lo más notable es que a veces habla muchísimo, esa cortina de humo es una cortina de charla intranscendente y falsa. Pero revelarse a sí mismo no puede, su interior es tiniebla.

El mentiroso contumaz es incapaz de reconocer la realidad; y, siéndolo, mucho menos puede aprobarla. En su falsa realidad de embustes, jamás podrá decir a una persona: “es bueno que existas”, porque, antes que nada, desconoce a sí mismo: si no puede amar ni siquiera la propia realidad, es decir, aprobar con la voluntad la propia existencia, tampoco podrá reconocer que la existencia de otra persona, que aquél otro ser que está delante de él, sea bueno por sí mismo. No podrá amar.

Gilmar Siqueira

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Author: Gilmar Siqueira
Feo, católico y sentimental