Catequesis política sobre la familia (IV)
Por más que se empeñen liberales, personalistas, y demás modernos, el hombre, tal como nos recuerda Santo Tomás, forma parte de la multitud.
Dios, patria y familia. La educación de la prole al servicio del bien común. Un artículo de Gonzalo J. Cabrera
En otras palabras, que quizá suenen menos agresivas al delicado oído del hombre moderno: el hombre es naturalmente sociable, y no puede alcanzar su fin al margen de la sociedad. Sociedad, con mayúsculas, es decir, la comunidad política que reúne, engloba y perfecciona a las sociedades inferiores (familia, asociación, etc.).
La familia, siendo un bien imprescindible para la sociedad, no agota en ella la naturaleza social del hombre, como pretenden los comunitaristas. Del mismo modo, la educación de la prole no se realiza en aras al bien exclusivo del educando, sino al bien común de la ciudad. Dios, Patria y familia. Por este orden. Eso explica que, en tiempos pre-modernos, las familias consagraran hijos, desde pequeños, a la Patria o a Dios, es decir, para la guerra o para la Iglesia. Y eso explica que quienes así obraban por cuestión de su linaje (pienso especialmente en la nobleza), tenían a cambio ciertos privilegios, por la función social que cumplían.
Esto nos llevaría a cuestionar la tan ampliamente difundida idea de derecho subjetivo moderno, conforme al cual la comunidad debe algo al sujeto por el mero hecho de serlo, al margen de su rol social, dando paso al igualitarismo ilustrado, que suprime violentamente las particularidades y desigualdades naturales, para hacer pasar por la apisonadora del racionalismo administrativo a todo el organismo social.
No desarrollaremos ahora este tema, pero valga esta reflexión preliminar para introducir el componente social que tiene ese fin primario del matrimonio, que es la educación de la prole. De la misma manera que el matrimonio se orienta, en última instancia, al bien de la ciudad, sus fines no pueden ser indiferentes a ésta. Al contrario, deben contribuir al bien común de la comunidad política. No obstante, ocurre que el bien particular no debería divergir del bien común, y por tanto, lo que es bueno para el hombre es bueno para la ciudad, de manera que esta distinción de bienes, en el plano ontológico, pierde relevancia.
Por esta razón, antes se decía, coloquialmente, que “la sociedad educa”. Dicho más llanamente, el vecino podía regañar en la calle al niño que estaba perpetrando alguna travesura. A esta premisa responde la idea de educación como bien para la comunidad, pero, evidentemente, esto es imposible si no se comparte una misma, y recta, idea de bien. De hecho, la propia idea de bien común se desvanece desde el momento en que conviven, en una sociedad, en igualdad de condiciones, concepciones diversas, incluso contrapuestas, de bien. Es entonces cuando, ante la imposibilidad de lograr esa cohesión entorno al bien, se reduce el ámbito de lo bueno a lo subjetivo, de manera que cada uno busca exclusivamente su bien particular. El indiferentismo y el pluralismo, son, pues, la ruina de la sociedad, pero también del individuo, por cuanto se le priva de ese catalizador de la perfección que es la vida social virtuosa.
Y es que, por mucho que se practique la virtud personal, toda virtud tiene un componente social. De ahí que convenga a la sociedad que se eduquen hombres virtuosos. Por este motivo, no puede ser indiferente a la sociedad el modo como las familias eduquen a sus hijos.
Así, podemos decir que la recta educación forma, pues, parte de la justicia llamada legal. No porque la imponga por ley positiva la autoridad política, sino porque forma parte de lo que las familias deben al bien común de la ciudad. La mentalidad moderna ha exacerbado la idea de justicia conmutativa, muchas veces anclada incluso en el mero consentimiento subjetivo como fuente de la misma, y se puede decir que se ha abandonado en cierto grado, la concepción clásica de justicia legal, que no viene sino a poner de manifiesto una realidad: que las conductas individuales, incluso las que no generan perjuicio directo y evidente a la comunidad, tienen incidencia en la vida social. Así, el que estafa, daña no solamente al estafado, sino que contribuye, con su acción, al escándalo de otros miembros de la sociedad, cuestión que puede contribuir a que esa conducta inmoral se contagie a otras personas. Es así como, poco a poco, se van construyendo las llamadas “estructuras de pecado”, muchas veces promovidas desde el poder político, pero en otros casos gestadas por la moral decadente de las capas que componen la sociedad. Evidentemente, la ley tiene un componente pedagógico, pero también es cierto que de la rectitud con que los padres eduquen a sus hijos (y hay que recordar que ellos son los últimos responsables de la educación de la prole), determinará en buena medida la moralidad pública del futuro.
Lo anterior nos lleva a concluir que la comunidad política tiene legitimidad de reprochar a sus responsables (respetando siempre la jerarquía de autoridades naturales y el principio de subsidiariedad), la mala educación de quienes han de continuar en el futuro la vida de la ciudad. La educación implica la obligación de la traditio de aquello que es bueno y justo a las generaciones posteriores. Ya no es sólo, como hemos dicho, educar para el bien del educando. Es educar para el bien del educando que la contribución de éste al bien común.
No hay, pues, educación al margen de la ciudad. Santo Tomás nos recuerda que no es perfecto aquél hombre que no contribuye al bien común como le correspondería. Hemos dicho que la virtud contribuye al bien común. Pero la vida virtuosa que voluntariamente se encapsula en la vida privada o comunitarista tiene una carencia que afecta también a la perfección individual. Esto tiene que ver a menudo, por ejemplo, con las llamadas “virtudes burguesas”, de las que en otra ocasión hablamos. Baste ahora decir que, en la medida en que no pueden separarse hombre y sociedad, tampoco puede separarse virtud individual de bien común. Y ese es un principio que debe presidir la ardua tarea educadora de las familias.
Gonzalo J. Cabrera
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