Es una simple verdad: Dios nos creó para la felicidad.
No celoso del bien que Él tiene (o más bien es), Dios creó seres intelectuales finitos, ángeles y hombres, capaces de compartir Su bien a través del conocimiento y del amor, y, de este modo, ser capaces de entrar en Su alegría eterna. Nosotros le honramos y amamos buscando y recibiendo este don de Sus manos. De hecho, sería un pecado despreciar este regalo de la bienaventuranza, considerarse “no apto” para esto si uno ha recibido la gracia de Cristo a través de los sacramentos y, con ayuda de esta gracia, esforzarse por llevar una vida cristiana. Sin embargo, tal como lo sabemos por la historia, algunos cristianos especialmente aquellos que son entre ellos más sofisticados teológicamente, han sido tentados a considerar la felicidad celestial como una meta a la cual no se puede aspirar sin dejar de ser culpable de egoísmo. Es una meta, de hecho, que no se debe tener en mente, mucho menos actuar por el bien de ella. Dicho en pocas palabras, ha habido teorías que, en nombre del logro del amor “puro”, en nombre del autosacrificio, o en nombre de la desvalorización moral, anularían incluso el deseo reiterado del mismo Dios de que seamos felices con Él para siempre, como si Él realmente no nos quisiera siendo que Él nos hizo; o como si el Hijo de Dios no hubiera venido a la tierra y muerto en la Cruz para abrir las puertas del cielo a aquellos que creen en Él.
Admitiendo que en el mundo moderno es más probable que nos encontremos con una permisividad e ingenuidad que considera que todos los que mueren son un candidato inmediato a la glorificación. Sin embargo, el tipo de negativismo que mencioné no está completamente ausente de nuestros pensamientos, y en una forma más sutil.
Primero, bajo la impregnante influencia de una cultura que tiene una fijación con la salud y la longevidad. Estamos (la mayoría de nosotros) muy temerosos ante el panorama de la muerte y gastamos mucho de nuestro tiempo y energía evadiendo su inevitable ocurrencia. Según Aristóteles, quien resume con precisión la perspectiva del género humano que carece del consuelo de la fe, “la muerte es la más terrible de todas las cosas” 1, y esta sigue siendo terrible, incluso para Jesucristo en su naturaleza humana, tal como el Jardín de Getsemaní nos permite ver.
El hombre naturalmente se adhiere a la vida y huye de la muerte, la que lo parte en dos, el alma del cuerpo. Con todo, la resurrección de Cristo clama a la humanidad que si nos adherimos a Él que es Vida, nuestra muerte separará el alma del cuerpo solo para unirla al alma del Salvador, ya sea inmediatamente o después de que se haya sufrido alguna bienvenida purificación.2 Los devotos cristianos debieran mirar hacia delante, al día en que ellos verán al Señor, y prepararse para eso cada día en su modo de vida, permaneciendo en estado de gracia y rogando al Señor por el don de la perseverancia en Su amor. Tal como el R.P. Michael Casey dice:
“Por el momento nosotros estamos anclados en el espacio y el tiempo, pero esta separación (de Dios) no será permanente. Como un ladrón en la noche llegará la hora en la que seremos convocados a nuestro destino eterno. Si hemos aprendido bien el mensaje del Evangelio, viviremos nuestras vidas con nuestros ojos fijos en la eternidad, no permitiéndonos ser agobiados por la preocupación por aquello que es pasajero y efímero. La “ética” promulgada por el Nuevo Testamento está concebida para este simple propósito. No es principalmente una carta para una sociedad perfecta en la tierra, sino un mapa que nos guiará hacia el cielo.” 3
La Cruz de Cristo ha hecho de la muerte una entrada a la vida, y si pasamos a través del castigo primordial marcados con el signo de la Cruz, pasamos al verdadero Paraíso de cuya prefiguración terrenal fueron echados Adán y Eva. Tal como señala Dom Sebastián Moore: “Para el creyente, para el hombre-perdonado esta muerte es alegre, en un mundo humano en el cual la muerte no puede ser completamente alegre. Y, finalmente, esta muerte es gloriosa con la gloria de otro mundo, el mundo real de Dios.” 4
Segundo, pensamos muy poco acerca del cielo y sus dichas. Se supone que debemos meditar sobre las cosas buenas que el Señor tiene guardadas para nosotros si cumplimos sus mandamientos; se supone que debemos anhelar Su tribunal para la Jerusalen celestial, para la gloria de contemplarlo cara a cara a Él que es Amor, al insondable misterio del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, Amor en Tres Personas. Es cierto, si nosotros no hacemos nada, sino que mirar al espacio infinito, Dios bien podría decirnos a través de Sus mensajeros: “Hombres de Galilea, ¿qué estáis mirando al cielo?” (Hechos, 1, 11) Sin embargo, el punto de los ángeles no era que los discípulos dejasen de pensar en el cielo, sino más bien que debían comenzar a predicar las Buenas Nuevas de la Resurrección de Cristo a todas las naciones, porque en las Buenas Nuevas es donde la Cabeza ha ido, ahí es donde seguirán los miembros del Cuerpo.
Tercero, tal como recién se sugirió, incluso aquellos que creen en el cielo y miran hacia adelante a la resurrección de los muertos no están, en general, muy ávidos por compartir esta esperanza suya ni son muy ingeniosos a la hora de encontrar formas de compartirla que la hagan creíble y atractiva a los demás. Y, con todo, profesamos que habitar por siempre en la casa del Señor es el deseo de nuestro corazón; que entrar en Su gozo es ¡la meta que da significado a nuestras vidas! A menudo pienso que la preparación para una confesión realmente buena debiera incluir, después de la lista de nuestras violaciones estándar de los Diez Mandamientos, un conjunto de preguntas finales y aleccionadoras: ¿Anhelo la amistad de Dios? ¿Tengo hambre y sed por la justicia? ¿Tengo puesto mi corazón en el Cielo? ¿Me muero por la vida eterna? Podemos hasta ir más lejos en este examen de conciencia: ¿Me doy cuenta de que la vida del Cielo es, por así decir, una vida perfectamente monástica? La vida que el monje o la monja contemplativa ahora lleva refleja y anticipa el don del yo a Dios en la vida eterna. ¿Deseo esta vida más que ninguna otra cosa? ¿Me deja insatisfecho algo que no sea el holocausto total de mi ser a Dios? Si en este momento Dios me llama a convertirme en un monje o monja contemplativa, en forma parecida a como Abraham fue llamado a sacrificar a Isaac, ¿correría a abrazar este llamado y arrojarme con gusto a la vida de reclusión, ocultamiento, oscuridad y oración?
Si fuéramos honestos con nosotros mismos, creo que encontraríamos que estamos demasiado fascinados con este mundo después de todo, y demasiado indiferentes sobre el destino eterno de nuestras almas una vez que haya pasado nuestra breve vida. Este darse cuenta es el punto de inicio para una profunda conversión, una que va más allá de un mero evitar el pecado o de observar los mandamientos a la única fuerza que mueve y que está detrás de todo lo que hacemos: la unión eterna con el divino Amado.
¿Qué es la Visión Beatífica?
La esencia de la felicidad (del latín, beatitudo) del cielo consiste en la visión directa o “cara a cara” de Dios (visio beatifica) gozada por los ángeles buenos y las almas de los justos. El Papa Benedicto XII en la Constitución Benedictus Deus de 1336 establece que los bienaventurados “ven la esencia divina con visión intuitiva y también cara a cara, sin mediación de ninguna creatura que no sea de algún modo el objeto de la visión. Antes bien, se les muestra la divina esencia de modo inmediato y desnudo, clara y abiertamente (…)” No hay nada más entre medio de Dios y de los bienaventurados; estos últimos contemplan a “Dios, uno y trino tal como Él es”, para usar las palabras del Concilio de Florencia (1438-1445), y en esta visión se consuman todos sus anhelos por una felicidad absoluta y eterna. Además, en esta visión de Dios, que conoce perfectamente todas las cosas, los bienaventurados ganan también el conocimiento de todo lo que pertenece a sus propias vidas y condición, incluyendo a otras personas, la historia del mundo y su destino, y las oraciones de aquellos que sufren en la tierra.
La promesa de la visión beatífica de Dios es muy clara en el Nuevo Testamento, a pesar de que comienza a ser prefigurada en el Antiguo: “El Dios eterno es refugio (tuyo), y tu sostén son los brazos eternos.” (Deut. 33, 27). “Ciertamente los justos celebrarán tu Nombre; los rectos habitarán en tu presencia.” (Salmo, 140, 14) “¿Quién hay para mí en el cielo sino Tú? Y si contigo estoy ¿qué podrá deleitarme en la tierra? La carne y el corazón mío desfallecen, la roca de mi corazón es Dios, herencia mía para siempre.” (Salmo 73, 25-26) “Dichoso aquel a quien Tú elijas y atraigas, para que habite en tus atrios. Nos hartaremos de los bienes de tu casa y de la santidad de tu Templo.” (Salmo 64,4).
Como C.S. Lewis observó en sus Reflexiones sobre los Salmos, el Antiguo Testamento (aparte de los libros deuterocanónicos, que el Lewis protestante no tiene en cuenta) en ninguna parte habla abierta y claramente de la vida eterna de un mundo por venir, porque a los hombres se les debe enseñar primero el respeto y la obediencia a Dios simplemente porque Él es Dios, no porque Él nos va a dar cosas buenas si le obedecemos. Aún así, hay indicios dispersos y esperanzas veladas a través de las páginas de las Escrituras Hebreas que dan sus frutos en las Buenas Nuevas de Jesucristo, que nos revelan lo que Dios tiene guardado a aquellos que lo aman. Cristo le recuerda a los Saduceos que Dios siempre estaba planeando la vida para sus escogidos, no la inexistencia o una sombría oscuridad: “En cuanto a que los muertos resucitan, también Moisés lo dio a entender junto a la zarza, al nombrar al «Señor Dios de Abrahán, Dios de Isaac y Dios de Jacob». Porque, no es Dios de muertos, sino de vivos, pues todos para Él viven.” (Lucas 20, 37-39)
Los escritores inspirados del Nuevo Testamento proclaman abiertamente el destino celestial de los santos: “Por eso están delante del trono de Dios, y le adoran día y noche en su templo; y el que está sentado en el trono fijará su morada con ellos” (Apocalipsis 7, 15); “y verán su rostro: y el Nombre de Él estará en sus frentes” (Apocalipsis 22,4) “Porque ahora miramos en un enigma, a través de un espejo; más entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte, entonces conoceré plenamente de la manera en que también fui conocido.” (1 Corintios 13, 12) “Seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal como es” (1 Juan 3, 2).
Es a este tipo de textos a los que los primeros Padres de la Iglesia recurrían regularmente. Los Padres de la Iglesia posteriores, preocupados por refutar a los herejes que afirmaban que el alma puede poseer un perfecto o compresivo conocimiento de Dios tanto aquí como en el más allá, enfatizaban que incluso nuestra perfecta unión con Dios en la otra vida nunca “comprende” completamente Su infinito eterno misterio. Nuestro conocimiento de Dios en el cielo es inmediato, pero no comprehensivo; nos llena completamente, pero nunca puede “agotar” la naturaleza divina.
Un hombre llega a ser inmortalmente bienaventurado por la unión con Dios que es la bienaventuranza eterna, así el hombre puede “ver”, esto es, conocer a Dios, pero no como Dios se conoce a sí mismo: “Rey de los reyes y Señor de los señores, el único que posee inmortalidad y habita en una luz inaccesible que ningún hombre ha visto ni puede ver” (1 Timoteo 6, 15-16). Solo Dios conoce a Dios simple, perfecta y comprensivamente. Esta verdad condujo a San Gregorio de Nisa a concebir a la vida eterna como un perfecto deseo de ver más, lo que siempre es respondido con una visión de más, una concepción con la podemos identificarnos, ya que hasta en nuestra experiencia terrenal de la belleza finita, una vida de conocimiento nunca puede agotar todo lo que hay que percibir en un rostro amado, en una vista de lo silvestre, en una elaborada sinfonía o en una obra maestra de la literatura.
Aunque es una recompensa por el uso correcto de la gracia divina, la bienaventuranza es el más excelso y gratuito de todos los dones de Dios. No puede ser merecida sin la gracia, ni obtenida por las facultades propias de la criatura. El Concilio de Viena (1311 – 1312) reafirmó el misterio puramente sobrenatural de la bienaventuranza por la condenación de la proposición de que “las almas no necesitan la luz de la gloria para elevarse a ver a Dios y gozar de Él felizmente.”
La visión beatífica es la coronación de la obra del Espíritu Santo en nosotros: “Y todos nosotros, si a cara descubierta contemplamos como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria, en la misma imagen como del Señor que es Espíritu” (2 Corintios 3, 18) Porque el intelecto puede conocer la verdad inteligible y la voluntad puede amar el bien en su universalidad y Dios es supremamente inteligible y supremamente bueno. Hombres y ángeles, como seres intelectuales, tienen la capacidad de estar unidos a la esencia divina en el conocimiento y en el amor. Pero Dios es quien, por un ejercicio de su omnipotencia, eleva a la criatura al fin sobrenatural más allá de sus inherentes facultades finitas. Debe subrayarse que Dios, para los bienaventurados, no es un objeto “ahí fuera”, como un objeto físico separado de los ojos por alguna distancia. (Como Dios es espíritu puro, el lenguaje de “visión” y “vista” no pueden referirse a una visión física de los ojos) Él habita con los bienaventurados mediante el más íntimo conocimiento y amor, porque en el acto de conocimiento, la mente se hace una con la cosa conocida y en el amor la voluntad se conforma al ser mismo del amado. 5
¿Es fácil o difícil alcanzar el Cielo?
De acuerdo con algunas versiones de liberalismo religioso moderno, todos serán felices en la otra vida, sin importad qué religión profese él o ella en la tierra. La felicidad celestial es simplemente una consecuencia natural del amor de Dios por todos. Sin embargo, tal como hemos visto, la visión beatífica debe ser un don dado por Dior a quién quiera que Él escoja y, en cualquier explicación ortodoxa de la predestinación, la elección será de aquellos que han vivido de hecho una vida agradable a Dios, ya que sería manifiestamente injusto que un criminal no arrepentido ganara la misma alegría eterna que uno que abrazó la divina voluntad, incluso uno que era un manifiesto criminal se arrepintió como el buen ladrón. Algunos teólogos se niegan a creer que Dios sea tan “duro” con nosotros como para hacer de la visión beatífica una meta tan difícil de alcanzar; que Dios sea tan “insensible” que creara un mundo en el cual la mayoría de las almas que parten sean condenadas a una miseria infinita porque ellas no quisieron soportar los sufrimientos terrenales exigidos a ellos para alcanzar esta meta. ¿Están ellos pensando que el cielo debiera ser la posición por defecto, por así decirlo, de la que uno tiene que arrancarse violentamente por un acto de odio explícito a Dios?
Mucho del problema viene de esto: nosotros los modernos ya no entendemos nuestra fe; hemos ido cada vez más perdiendo contacto con las verdades más básicas. No vemos que lo que Dios pide de nosotros es fácil –“mi yugo es liviano, y mi carga es ligera” – si nosotros usamos lo que Él nos ha dado en la Iglesia y si nosotros confiamos en Él incondicionalmente. No vemos que lo que Dios está prometiéndonos es la bienaventuranza inefable. Nuestras ideas de la felicidad y del cielo tienden a ser tan superficiales que es difícil para nosotros considerar que tal meta sea digna de la mortificación del deseo, es más, de la radical abnegación. Todo se remonta a la ignorancia de Dios, la pobreza de la fe. ¿Qué es Dios? ¿Quién es Dios? Si solo fuera entendida la simple afirmación: “Bienaventurados los puros de corazón, porque ellos verán a Dios”, la práctica completa de la fe, incluyendo su ascetismo, de pronto se volvería claro como el día, se la miraría con alegría, con el anhelo con el que un niño corre a encontrar sus regalos bajo el árbol de Navidad en la mañana.
La meta de la vida eterna es fácil, tan fácil como quedarse dormido, si nosotros estamos en unión con Cristo, que es el camino y la vida. Un dominico, el padre Geoffrey Preston, comenta sobre cómo el Oficio de Completas, el descanso, la gentil oración nocturna de la Iglesia que nos prepara para dejar nuestro día mientras nos dormidos, es un entrenamiento gradual para el último acto de dejar ir, de morir, de ir a dormir a la tierra. San Bernardo de Claraval, en uno de sus magníficos himnos, dice lo siguiente:
Ut te quaeram mente pura, Sit haec mea prima cura, Non est labor nec gravabor: Sed sanabor et mundabor, Cum te complexus fuero. | Que buscarte con un espíritu puro, sea mi principal preocupación, No es trabajoso ni arduo, Porque seré curado y limpiado Cuando Te abrace. |
La meta de la vida eterna es difícil, más difícil que nadar a través del Pacífico, si intentamos hacerlo por nosotros mismos. Aquí es donde el rol fundamental e irremplazable de los sacramentos se hace vivamente claro. El Bautismo es la puerta a la vida eterna; la Eucaristía es la consumación de nuestro amor con Cristo, y el viaticum, el alimento para nuestro viaje al otro mundo, la bendita medicina de la inmortalidad. La Penitencia y la unción de los enfermos nos purifican de los venenos curando nuestras heridas espirituales más profundas comienzan ya a restaurar nuestro yo roto a la integridad, a la imagen de Jesús.
¿Nihilismo o Eterna Alegría?
Encontré un texto de Nietzsche que hizo que me diera cuenta de los grandes males que pueden emanar por tener una concepción errónea de lo significa servir a Dios con auto renuncia, de amarlo con humildad y con total sumisión. Nietzsche, pobre hombre tuvo que crecer en un hogar de mujeres pietistas protestantes, claramente heredó su comprensión sesgada de lo que es la vida cristiana. Tratar de divorciar el deseo por la bienaventuranza personal del amor de Dios “por Él mismo”, o pensar que negando lo primero se intensificará lo segundo, no solo es una falacia filosófica, sino que está cercano a ser una especie de herejía fundacional, una bofetada cósmica al rostro de Dios, un vuelco de todo el orden natural y la gracia. Este es el texto de Nietzsche:
“El concepto cristiano de Dios –el Dios entendido como Dios de los enfermos, como araña, como espíritu– es uno de los conceptos más corrompidos de la divinidad que se han forjado sobre la tierra; quizá represente el nivel más bajo en la evolución descendente del tipo de los dioses. Dios, degenerado hasta ser la contradicción de la vida, en vez de ser su glorificación y su eterna afirmación. La hostilidad declarada a la vida, a la naturaleza, a la voluntad de vivir, en el concepto de Dios. Dios, convertido en fórmula de toda calumnia, de toda mentira del más allá. ¿La nada divinizada en Dios, la voluntad de la nada santificada!”6
Nietzsche afirma una y otra vez en sus escritos que el Dios cristiano es anti-vida y anti-alegría. ¿Cuántas veces fue su atronador veredicto se hizo eco en los nihilistas y hedonistas de todas las bandas del siglo veinte, prestos a construir un paraíso secular, como ellos lo imaginaban, sobre las ruinas de la Cristiandad represiva? Siempre he pensado que esta acusación, por ridícula que sea, merece una respuesta seria, al menos para beneficio de aquellos que podrían superar entonces uno de los obstáculos humanos más grandes para la fe en Cristo: el temor a que la conversión, con su doble exigencia de arrepentimiento y discipulado, destruirá nuestra felicidad y haga de nuestras vidas un desperdicio de ella más que su inesperado fruto.
La respuesta seria se encuentra en las vidas de los Santos, en las páginas de la Sagrada Escritura y en el testimonio de los Padres y los Doctores quienes nos han dicho cómo “la gloria de Dios es el hombre en plenitud,” (San Ireneo); o cómo “los pecados ofenden a Dios porque nos dañan” (Santo Tomás). Se nos muestra, no solo se nos dice, cómo Jesucristo se aflige por el dominio completo que la muerte tiene sobre la naturaleza humana y cómo Él viene a quebrantarla (véase la escena de la resurrección de Lázaro). Se nos muestra que Dios es vida y que prodiga vida a todos los que se aferran a él con amor. Nietzsche dice que Dios debe ser la transfiguración de la vida y el eterno Sí a la voluntad de vivir. ¿Qué vemos en el monte de la Transfiguración? Al Señor brillando con la fuerza de la inmortalidad anticipada, desvelándonos una vida sobreabundante e indestructible. Y, ¿qué escribe San Pablo? “Porque el Hijo de Dios, Jesucristo, el que entre vosotros fue predicado por nosotros (…), no fue si y no, sino que en Él se ha realizado el sí. Pues cuantas promesas hay de Dios, han hallado el sí en Él” (2 Corintios 1, 19-20)
¿Conocía después de todo su Biblia el pobre anti-cristiano (o deberíamos decir, anti-protestante) Nietzsche? ¿Conocía la verdadera Iglesia o solo un simulacro sombrío? Escuchamos un grito desesperado por “la vida, la naturaleza y la voluntad de vivir,” y tanto más patético por su incapacidad para reconocer que la única fuente de vida, el único creador de la naturaleza y el único poder lo suficientemente fuerte para dotar al hombre con voluntad de vida es el Dios de los cristianos. Todos los otros dioses, incluido el propio dios de Nietzsche, el ego prometeico, no tienen una vida duradera que dar, ni un poder creativo, ninguna fuerza duradera contra el peso aplastante del sufrimiento. La opción es metanoia o locura, conversión o perversión del corazón. Tal como el profeta Jeremías señala:
“Oh Yahvé, fuerza y fortaleza mías, y mi refugio en el día de la tribulación, a Ti vendrán las naciones desde los confines de la tierra, y dirán: “Ciertamente nuestros padres no tenían otra herencia que la mentira y vanidades que de nada sirven.” ¿Acaso el hombre puede fabricarse dioses, que en realidad no son dioses” (Jeremías 16, 19-20)
Un marxismo de la línea de ataque de Feuerbach también bastante común en nuestros días y que lo ha sido por algún tiempo, habla que la bienaventuranza es una forma de autoengaño mediante la cual nuestros inquietos deseos humanos se imaginan que tienen un objeto de plenitud infinita. De este modo, la religión funciona como el opio de las masas prometiéndoles otro mundo en el cual los males terrenales son reparados y la alegría perdura para siempre. El más básico problema que tiene este reduccionismo psicológico es que simplemente ignora el conocimiento de Dios alcanzable por la razón natural así como también, las contundentes evidencias que conducen a la fe en la autoridad sobrenatural de la Iglesia y sus Escrituras. Asume que se creería en la felicidad de otro mundo solo por una desidia intelectual o una angustia moral; un somnoliento deseo por una “dulce falsedad”, mientras que los motivos reales a menudo son bastante diferentes y siempre más convincentes que esta caricatura. En cuanto al credo de los hedonistas de que una persona, maximizando el beneficio del momento, pueda encontrar la felicidad en los placeres o comodidades de este mundo, un examen honesto de la experiencia humana lo descarta como una fantasía engañosa y autodestructiva.
La felicidad definitiva nunca podrá ser encontrada en ninguna creatura creada. Un sorprendente ejercicio: al buscar la palabra “cielo” o “celestial” en los documentos del Concilio Vaticano II, en casi todas las partes donde son mencionados los bienes terrenales existe una alusión, a veces con un fuerte énfasis, a su transitoriedad y al anhelo del corazón humano por más, por Dios mismo. El anhelo del cielo no es tratado como algo indecoroso o escapista, sino como la más profunda raíz de la acción humana, como la firma creada del Creador que es siempre bendecida. El deseo de la suprema felicidad es la “ley” fundamental del deseo humano. Es la misma razón por la que somos libres de elegir o no diversos bienes finitos, ya que ninguno de ellos encarna la plenitud del bien. Eso es el cielo. El deseo más íntimo del corazón por la paz duradera y la alegría perdurable que clama irrefutablemente que el hombre fue hecho para un destino más grande y glorioso que todos los placeres efímeros que este mundo puede ofrecer. Hay algunos hechos que son más básicos que cualquier teoría diseñada para explicarlos. La necesidad que tiene una persona de amar y ser amado, de encontrar la verdad última, la bondad, la belleza, el significado de la vida son hechos básicos que cualquier relato adecuado de la vida humana debe tener en cuenta y hacer justicia. Tales hechos podrían ser suprimidos o explicados por un tiempo, pero ellos nunca desaparecen.
Y este es el porqué, en el más profundo nivel, los seres humanos están listos (algunos más que otros en cuanto a las disposiciones naturales se refieren, pero todos con la gracia de Dios) a escuchar las Buenas Nuevas de Jesucristo: “Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna” (Juan 3, 16) Esto es para lo cual hemos sido hechos: para la vida eterna, la bienaventurada visión de Dios. Esta es la razón de porqué el Hijo de Dios vino a la tierra: para rescatarnos del infierno y “apresar a los cautivos” para el cielo.
Debemos trabajar y orar: trabajar para que estas Buenas Nuevas lleguen a más oídos; y orar para que también alcancen los corazones de aquellos que las oyen. Pero primero, nosotros mismos tenemos que asegurarnos de que escuchamos la verdad de nuestro asombroso destino; de que nosotros llevamos esta promesa con seriedad en nuestros corazones y que la convertimos en el manantial de nuestros pensamientos y deseos. Tal como Jesús dijo a la mujer Samaritana, que representa a cada uno de nosotros: “Quien bebe de esta agua volverá a tener sed [la de los bienes terrenales]; pero el que beba del agua que yo le diere no tendrá jamás sed, que el agua que yo le dé se hará en él una fuente que salta hasta la vida eterna” (Juan 4, 13-14). Solo entonces, con esta esperanza de vida sin fin brotando desde nuestros corazones, podremos ser luces de esperanza en el mundo de tinieblas, señalando la Luz verdadera y el Día sin fin.
Peter Kwasniewski
Artículo original: https://onepeterfive.com/god-made-us-for-heaven/
Fotografía del artículo (Procedente del artículo original. MR declina toda responsabilidad): Alma llevada al cielo – William-Adolphe Bouguereau, c.1878
Nuestra recomendación: https://www.peterkwasniewski.com/other-works
1 Aristóteles, Ética Nicomáquea, Libro III, c. 6
2 Digo “bienvenida” porque de acuerdo con la mística Santa Catalina de Génova, las lamas en el purgatorio, sabiendo que su celestial recompensa existe, pero está retrasada se arrojan ellos mismos prontamente al fuego purificador con el fin de ser dignos de la vista de Dios al que anhelan.
3 Michael Casey, O.C.S.O., Plenamente humano, plenamente Divino: Una cristología interactiva (Fully Human, Fully Divine: An Interactive Christology, Liguori, Missouri: Liguori/Triumph, 2004), 307.
4 Sebastian Moore, O.S.B., “Jesús crucificado NO es extraño” (The Crucified Jesus is No Stranger (New York: The Seabury Press, 1981), 60. El citar este interesante libro, no demuestra, desde luego, que apruebe ninguna de las poco ortodoxas opiniones del P. Moore.
5 Porque el objeto gozado es el único y mismo bien común, pero los grados de participación de este bien varían de acuerdo con los méritos personales de los bienaventurados. Los teólogos distinguen entre la beatitud formal, la actividad personal de conocimiento y amor por el cual los bienaventurados están gozando de Dios y en la cual ellos experimentan subjetivamente su felicidad; y la beatitud objetiva, o el objeto mismo, es decir, Dios, el cual hace bienaventurados a los que lo conocen y aman.
6 El Anticristo, 18 (nota de traducción: hemos citado este texto desde este sitio: https://www.pensament.cat/filoxarxa/filoxarxa/pdf/Nietzsche,%20Friedrich%20-%20El%20anticristo.pdf)
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