En nuestra sección de Historia de la Iglesia un artículo imperdible sobre Constantino el grande, una figura que ha marcado la historia universal
Constantino el grande. Un artículo del Rev. D. Vicente Ramón Escandell
El primer emperador cristiano
Pocas figuras de la historia universal y del cristianismo han ejercido tanta influencia en el devenir histórico de la civilización occidental como Constantino el Grande que, con su decidido apoyo al Cristianismo, dio un giro revolucionario a la historia.
Figura esencial para comprender la supervivencia del Imperio Romano casi dos siglos tras la grave crisis del siglo II, Constantino ha sido siempre objeto de los más encendidos elogios y los más apasionados ataques. Su apoyo al Cristianismo, en el que vio un elemento que podía aglutinar el Imperio, le llevó a intervenir con interés en los asuntos internos de la Iglesia, hasta el punto, de inaugurar una forma de relacion Iglesia – Estado en la que predominaba la tutela de este sobre aquella, más que la sincera colaboración y respeto de su independencia. El Cesaropapismo de Constantino marcó el tono de las relaciones entre la Iglesia y el Imperio Romano, con mayor incidencia en Oriente que en Occidente, donde la desaparición del mismo en el 476 libro al Papado de una tutela de la que no pudo librarse el Patriarcado de Constantinopla hasta 1453.
Con todo, como iremos viendo, la condición de Constantino de “emperador cristiano” es relativa: el vencedor del Puente Milvio sólo llegó a vincularse a la Iglesia al final de sus días, al recibir el bautismo antes de morir, y no dentro de la Iglesia católica, sino en el seno de la Iglesia arriana. Si bien, su labor política tendió a consolidar el Cristianismo dentro de la sociedad romana y convertirlo en el elemento cohesionador que debía garantizar la supervivencia del Imperio.
1. De Cristo a Constantino: el largo camino hacia el puente Milvio.
El año 312 marca un punto de inflexión en la historia del Imperio Romano y del Cristianismo, que hasta entonces, cuyos caminos se había cruzado en el año 33 cuando, en una oscura provincia del Imperio, la autoridad romana se había visto en la situación de dictar sentencia contra un oscuro predicador de Galilea, a quien sus compatriotas denunciaban como agitador y pretendiente al trono de Israel.
Cuando Poncio Pilato dictó sentencia contra Jesús de Nazaret, poco podía imaginarse que en pocos años la doctrina de aquel hombre habría de llegar a las puertas mismas de Roma, para establecerse en ella y desde allí ser irradiadas por todo el mundo conocido y por conocer. La ejecución de Jesús de Nazaret parecía, a ojos de la autoridad romana y judía, haber puesto punto y final a una cuestión que, a los ojos de Roma, no pasaba de ser una mera disputa teológica entre grupos religiosos más o menos fanáticos. Sin embargo, por un motivo u otro, las ideas del nazareno parecían seguir vivas, con más fuerza siquiera, tras su muerte, alentando su avance las noticias que circulaban sobre su resurrección que, salvo a las autoridades judías, para nada inquietaban al poder romano. Primero a través de sus seguidores más directos, llamados “Apóstoles”, y después a través de la predicación de Saulo de Tarso, llamado Pablo, tras su conversión, la figura de Jesús iba creciendo en igual medida que su mensaje iba traspasando las fronteras de Jerusalén, Judea y Samaría.
A ello contribuyo la labor incansable de Pablo de Tarso, ciudadano romano, que, tras su pasado como perseguidor de la secta de los nazarenos, ahora llamados <<cristianos>>, iba extendiendo el mensaje de Jesús no sólo entre los judíos, sino entre los mismos gentiles. Fue a través de Pablo como las autoridades romanas fueron conociendo esta doctrina, pues, en no pocas ocasiones, el predicador tuvo que ponerse en frente de las mismas, acusado unas veces por los gentiles, y otras por los judíos. Fue a través de Pablo, como hombres como Porcio Festo y Félix, procuradores de Judea en tiempos de Claudio y Nerón, conocieron el mensaje cristiano, y, paradójicamente, fueron ellos el instrumento del que se valió la providencia para enviar a Pablo a Roma, a cuyo emperador apeló en su último juico, como ciudadano romano de pleno derecho.
Para cuando Pablo llega a Roma, es posible que el Cristianismo ya fuese conocido por los habitantes de la Ciudad Eterna, pues, como nos narran las fuentes romanas y cristianas, ya en tiempos de Claudio hubo altercados entre los judíos y los llamado seguidores de <<Cresto>>, que obligaron al emperador a expulsar a la comunidad judía de la capital imperial. En Roma, por tanto, Pablo encuentra ya un núcleo de creyentes y una fuerte oposición tanto entre los judíos como en los gentiles, los cuales, ignorantes de las doctrinas cristianas, se hacían eco de las más absurdas noticias sobre los ritos y prácticas de ese grupo oscuro y misterioso. Ello sirvió de caldo de cultivo para que, en el año 64, tras el incendio de Roma por Nerón, se acogiera con cierta credibilidad la noticia de que habían sido ellos los artífices del incendio y justificase la persecución contra ellos, en la habrían de ser martirizados Pedro y Pablo.
La llegada del siglo II supuso un periodo de relativa paz para el Cristianismo, y de pacifica tolerancia hacia él por parte de las autoridades imperiales. Dejando de lado alguna que otra persecución local, no se da una persecución sistemática contra los cristianos, que viven un periodo de florecimiento, no exento de sobresaltos internos, a causa de las primeras herejías que surgen en la Iglesia. Es el periodo en el que lo mejor de la naciente intelectualidad cristiana dirige sus esfuerzos a informar a las autoridades imperiales de quienes son y en que creen los cristianos, y de presentarlos como leales súbditos del Imperio. Es la época de los apologetas que, como san Justino, elevan sus escritos a los emperadores intelectuales, como Marco Aurelio, para hacerles ver que no son una secta oscura e inculta, sino que su fe es razonable y no opuesta a nada de bueno que hay en los hombres.
Sin embargo, la paz termina de forma abrupta durante el siglo III, coincidiendo con la crisis del Imperio, en la cual, perdida la legitimidad dinástica y cayendo el poder imperial en manos de militares, se intenta buscar un culpable a los ojos de los dioses de tal situación. Así, surgen las grandes persecuciones sistemáticas de Decio y Valeriano, encaminadas a exterminar la religión cristiana, como un obstáculo para el renacimiento espiritual y temporal del Imperio. Bajo el pretexto de recuperar los valores tradicionales de Roma, Decio, por ejemplo, desencadena una breve, pero intensa persecución, sobre la base de la obligatoriedad del culto al Emperador y al Estado; consciente de la estructura jerárquica de la Iglesia, Decio, y posteriormente Valeriano y Diocleciano, ponen en el punto de mira a los pastores de la Iglesia, pensando que, descabezándola el Cristianismo se extinguirá lenta pero seguramente. A pesar de la brevedad de las persecuciones del siglo III, la Iglesia quedo fuertemente tocada, pero no herida mortalmente como pretendían sus enemigos, y, paradójicamente salió más reforzada de cara al futuro de lo que sus perseguidores pensaban.
La crisis del siglo III se salda con la evidencia de que era necesario un elemento aglutinador del Imperio, algo que insuflara nueva vida a las estructuras políticas, sociales y económicas, lo cual solo podría venir mediante la unidad religiosa. Así, Decio, que practicaba el culto al Sol, contempla este como ese elemento aglutinador que el Imperio necesita, al que habría que unir el retorno a los valores morales que hicieron grande a Roma, y que se habían perdido tras siglos de emperadores fascinados por los cultos orientales y la degradación moral que estos habían traído. La idea de una unidad religiosa sería de nuevo retomada por Constantino, pero haciendo del Cristianismo ese elemento unificador que debía alumbrar un nuevo Imperio, capaz de afrontar el desafío que ya planteaban seriamente los barbaros en Occidente y los persas en el Oriente, para la propia supervivencia del Imperio.
Quien primero intenta llevar a cabo de modo serio el proyecto regenerador del Imperio, es Diocleciano, que, a finales del siglo III y principios IV, plantea la necesidad de una nueva estructura administrativa para el Imperio que facilite su defensa y gobierno. De ahí, surge la Tetrarquía, la división del Imperio en dos áreas de control, gobernadas por dos Augustos y dos Césares, quienes actuarían como representantes suyos en los territorios limítrofe del Imperio, y que, serian de modo automático sus sucesores. Occidente y Oriente son divididos en dos zonas, gobernadas por Maximiano y Diocleciano, que contaban con la ayuda de Constancio Cloro y Galerio. Para los cristianos esta nueva situación supuso un nuevo momento de peligro, pues, tanto Maximiano como Diocleciano, eran decididos enemigos de la Iglesia que, para entonces había alcanzado una importante presencia social, que era preciso neutralizar.
Así, tanto en Occidente como en Oriente se desencadeno una fuerte persecución, si bien, tuvo una mayor incidencia en esta última zona gobernada por Diocleciano y Galerio, este último verdadera “eminencia gris” de la persecución contra los cristianos; en Occidente, los efecto de la persecución fueron menos virulentos, en parte, por la tolerancia que mostro Constancio Cloro hacia el Cristianismo, ya fuera por motivos practico, ya por el influjo de su primera esposa, Elena, con quien tuvo a Constantino. Con todo, la persecución de Diocleciano fue la más virulenta que sufrió la Iglesia en el periodo anterior a la paz constantiniana, y en la que, como en la de Decio y Valeriano, el objetivo no era hacer mártires sino apostatas, mediante los sacrificios a los dioses y los subsiguientes certificados para los sacrificadores. El número de mártires y confesores fue ingente, sin embargo, lo que manifestó la madurez y vitalidad de la Iglesia en todos los ámbitos del Imperio, pero especialmente en Oriente, donde la presencia de Diocleciano hizo más feroz la persecución.
Sin embargo, de modo providencial, los acontecimientos dieron un giro inesperado, al mostrarse inoperante el sistema sucesorio ideado por Diocleciano: pasados veinte años Diocleciano y Maximiano renunciaron al trono imperial, como estaba estipulado, y debían sucederles Galerio y Constancio Cloro, padre de Constantino; sin embargo, mientras la sucesión en Oriente se produjo de forma pacífica, en Occidente la muerte repentina de Constancio abrió la puerta a una crisis sucesoria que desemboco en una guerra civil entre tres pretendientes: Severo II, césar de Constancio; Majencio, proclamado emperador por el pueblo de Roma; y Constantino, hijo de Constancio, que fue proclamado augusto por las tropas leales a su padre acantonadas en Britania.
El asesinato de Severo II por sus propias tropas, dejó el campo libre a Constantino y Majencio para disputarse el trono imperial. El enfrentamiento entre ambos pretendientes, que debía resultar decisivo para el futuro del Imperio e indirectamente para el Cristianismo, tuvo lugar a las puertas de Roma, en el Puente Milvio (28-X-310). Fue precisamente en la víspera de la batalla donde, según Eusebio de Césarea y otros historiadores eclesiásticos, tuvo lugar la visión de Constantino, una visión que marcó el futuro de la humanidad, como lo había hecho la crucifixión de Jesús de Nazaret o la conversión de Pablo de Tarso.
¿Qué vio Constantino en aquella vigilia? Según Lactancio, el emperador tuvo la visión de una cruz latina cuyo extremo superior estaba redondeado con una P, al tiempo que una voz le decía: Con este signo vencerás; por su parte, Eusebio de Césarea, en su Historia Eclesiástica la hablar de la batalla, simplemente menciona el hecho de que Constantino recibió el auxilio divino para vencer a Majencio. Pero en su Vida de Constantino ofrece, al contrario, un relato detallado de la visión, según él narrado por el propio emperador, en el que, siempre según este, al marchar con sus soldados alzo los ojos al cielo y al contemplar el sol, vio que por encima de este se alzaba una cruz luminosa, con la leyenda In hoc signo vinces. Y es este el relato que nos ha llegado a nosotros, y que ha sido pues, no pocas veces, en tela de juicio por los historiadores más críticos, que afirmar que, o bien fue una invención posterior, o bien, a lo que realmente se refería Constantino era al Sol Invicto, deidad que, junto a Mitra, se hallaba muy extendida entre los militares romanos, como Decio, y a la que el emperador seria devoto.
Sea como sea, la victoria de Constantino en el Puente Milvio le aseguró el dominio de Roma, y el control de la parte Occidental del Imperio, que habría de completarse posteriormente con la Oriental, tras la victoria sobre Licinio, con quien había compartido el poder desde el 314 hasta el 326.
2. El Edicto de Milán: ¿tolerancia religiosa o religión de Estado?
Una de las primeras medidas que tomo Constantino al llegar al poder tras derrotar a Majencio, fue la de poner fin a la persecución de los cristianos. Para ello, en acuerdo con Licinio, que gobernaba la parte oriental del Imperio, promulgo un edicto de tolerancia religiosa que establecía la libertad de culto para todos los ciudadanos del Imperio, profesasen la religión que profesasen.
Realmente, los romanos, en el campo religioso, habían sido uno de los pueblos más tolerantes de la antigüedad, algo que compartían con los griegos, quienes, como nos narra san Lucas, habían llegado al extremo de edificar, en Atenas, un templo al <<Dios desconocido>>. En Roma, especialmente a partir de su auge como potencia mediterránea, se daban cita los más variados y exóticos cultos, traídos por las diversas comunidades que buscaban en la ciudad imperial fortuna y prosperidad. Es sabido, por ejemplo, de los contactos ya en tiempos de los Macabeos entre judíos y romanos, y de la presencia de una importante comunidad judía en Roma en tiempos del Imperio. La expansión por Grecia, Asia Menor, Egipto y Mesopotamia había dado lugar a la introducción en Roma de toda clase de cultos y doctrinas a cuál más exótica, que, poco a poco, iban ganando terreno a la religión tradicional romana, más formal y ritualista, y que podía ser seguida sin dejar por ello de practicar otros cultos. Las extravagancias de emperadores como Calígula, Nerón, Domiciano, Heliogábalo…, habían puesto de manifiesto el éxito de estas religiones exóticas, para frustración de los representantes de los valores tradicionales de Roma que, como el emperador Claudio, aspiraban a mantener la religión y moral de sus mayores, frente a las modas extranjerizantes.
Sin embargo, como hemos dicho arriba, la crisis del siglo III hizo ver la necesidad de buscar un elemento unificador y pacificador, que devolviera la paz interior al Imperio, acosado externamente por los barbaros y los persas. Este elemento debía ser una religión, un culto, que aunara al pueblo, y le devolviera la fe y la confianza en sí mismo. Decio lo vio en el culto al Sol Invicto, muy popular entre los militares romanos, como también lo fue el Mitraismo que, durante un tiempo, compitió con el Cristianismo, pues presentaba elementos similares y también tenía muchos seguidores entre los militares. Sin embargo, el fracaso de la política religiosa de Decio, Valeriano y Diocleciano puso de manifiesto que la persecución contra los cristianos y la imposición de un culto minoritario a la fuerza no era el camino, y así, lo debió comprender Constantino, que vio la necesidad de alcanzar la paz religiosa para poder llegar así a la social.
El Edicto de Milán, pues, responde a este deseo de Constantino de poner fin a las persecuciones religiosas y establecer la tan ansiada paz interior, que permitiera reconstruir el Imperio y afrontar los desafíos exteriores a los que se enfrentaba. Sin embargo, lejos de la interpretación que algunos hacen del Edicto, este, lejos de establecer el Cristianismo como la religió oficial del Imperio, fue siempre un documento en el que se garantizaba la libertad religiosa a todos los ciudadanos del Imperio. Con todo, no se puede negar, que mediante el Edicto el Cristianismo adquirió una serie de ventajas, como la recuperación de los bienes expropiados, que vislumbraban un apoyo implícito de Constantino a la fe de Cristo. A partir del Edicto de Milán la Iglesia fue creciendo en privilegios y prestigio social que, si bien fue perjudicial en algunos aspectos, en otros fue ventajoso, al permitir a esta realizar su tarea sin el peligro de una persecución y amparada en la libertad religiosa que establecía el emperador.
El proceso de cristianización de la sociedad romana se fue acentuando bajo los sucesivos sucesores de Constantino, con la salvedad del reinado de Juliano <<el Apostata>>, que, en su breve reinado (361-363), se propuso revertir el proceso cristianizador, sin éxito alguno. Hay que esperar al 380, bajo el reinado de Teodosio I (379-395) para que, mediante el Edicto de Tesalónica, se pusiera fin al paganismo como religión oficial del Imperio, para dar paso como tal al Cristianismo. Con esto, queda corregido el error de quienes consideran que el Edicto de Milán impuso la religión cristiana como la oficial del Imperio, aunque de facto, mediante la legislación constantiana fuera poco a poco convirtiéndose en tal.
3. Constantino: ¿primer emperador cristiano?
<<{Constantino} fue el único, entre todos los que tuvieron en su mano el poder romano, que era amigo de Dios, Soberano del universo; apareció ante toda la humanidad como un ejemplo egregio de vida divina […] {Dios le distinguió} a la vez, como un luminar potente y un heraldo de voz clara de genuina piedad […] como un nuevo Moisés {libró de los tiranos y de la esclavitud de los enemigos a la nueva raza del pueblo escogido}>>
Con estas palabras altisonantes, describe el autor eclesiástico Eusebio de Cesarea la figura del emperador Constantino, a quien eleva a la categoría de un <<nuevo Moisés>>, libertador de la Iglesia y elegido por Dios para su custodia. Ciertamente, esta visión no está muy alejada de la que el propio Constantino tenia de sí mismo en relacion con su papel en la vida de la Iglesia, en la cual, jugó un papel importante en las primeras crisis después del periodo de las persecuciones.
Que Constantino simpatizara con el Cristianismo no cabe duda, ya fuera por convicción o por interés, o por una mezcla de ambos. Seguramente, bajo el influjo de su madre, santa Elena, y aleccionado por los errores en esta materia de sus predecesores, contemplo en la religión cristiana un camino nuevo y renovador para el Imperio, que necesitaba un revulsivo sino quería perecer. Pero, otra cosa distinta es que él mismo se considerase un <<emperador cristiano>>, cuando conservó el título de Pontifex Maximus, el más alto grado de la dirección religiosa del Imperio, que, desde tiempos de Augusto había ostentado el Emperador; este título lo vinculaba a la tradición pagana de Roma y, en cierto sentido, le autorizaba a inmiscuirse en los asuntos de la Iglesia, cuando esta se vio acosada por los problemas derivados del cisma donatista y la crisis arriana. Por otra parte, como ya hemos señalado, Constantino no pasó de la condición de catecúmeno durante toda su vida, reservando, como muchos cristianos de su tiempo, el bautismo para su postrera hora.
Si bien, pues, no se le puede considerar un <<emperador cristiano>> en el sentido estricto, como lo serán Teodosio o Justiniano, sí que actuó como tal en materia de legislación y apoyo a la cristianización de la sociedad. Una breve reseña de sus leyes a favor de la cristianización de la sociedad, nos dan una idea de este sentir político – religioso del emperador:
- Por primera vez, las niñas no podían ser secuestradas.
- Los juegos de gladiadores fueron eliminados en 325, aunque esta prohibición tuvo poco efecto.
- El propietario de un esclavo tenía sus derechos limitados, aunque aún podía golpearlo o matarlo.
- La crucifixión fue abolida por razones de piedad cristiana, aunque el castigo fue sustituido por la horca para mostrar que existía la ley romana y la justicia.
- La pascua podía celebrarse públicamente. El Concilio de Nicea estableció, en el año 325, la regla según la cual la Pascua se celebraría el primer domingo tras la luna llena que sigue al equinoccio de primavera del hemisferio norte.
- El domingo fue declarado día de reposo el 7 de marzo del 321, por primera vez en la historia, en el cual los mercados permanecerían cerrados, así como las oficinas públicas y talleres, excepto para el propósito de la liberación de esclavos. Se permitía, si era necesario, en las granjas.
Sin embargo, Constantino no sólo contribuyo a facilitar a la Iglesia su labor, sino que tomo parte activa en las luchas internas que se iniciaron tras la paz por él inaugurada y que ponían en peligro esa unidad a la que aspiraba él y su Imperio. Y es que, tras el periodo de las persecuciones, la Iglesia se vio convulsionada por dos movimientos surgidos en Oriente y en Occidente que perturbaron la tan anhelada paz. En Occidente se alzó la herejía donatista, combatida tenazmente por san Agustín, y que sentó sus reales en el norte de África; mientras que, en Oriente, fue el arrianismo el que perturbo la paz de la Iglesia. En ambas situaciones tomo parte activa el emperador, saliendo en auxilio de las autoridades religiosas, que parecían impotentes para afrontarlas.
Con respecto al Donatismo, que dividía la Iglesia en puro e impuros, haciendo depender la eficacia de los sacramentos de la santidad del ministro, y que llego a establecer una jerarquía paralela a la Iglesia católica, Constantino actuó con mando dura y determinada. Mando celebrar un sínodo en Roma, en el que se condenó el movimiento herético que, en un acto de desafío, apelaron al mismo emperador para que defendiera su causa contra el sínodo que él había convocado; disgustado por este atrevimiento, pero actuando en justicia, Constantino atendió la solicitud y, tras escuchar sus razones y las de los defensores de la ortodoxia, dictamino a favor de estos. Ello no puso fin al cisma donatistas que, iniciado a principios del siglo IV, siguió presente y dividiendo la Iglesia en el norte de África, hasta que la invasión de los vándalos puso fin a la misma en el marco de su persecución contra los católicos.
Sin embargo, el mayor desafío al que tuvo que enfrentarse Constantino, fue el provocado por el presbiterio Arrio y su doctrina que negaba la divinidad del Verbo, al que reducía a una mera criatura. El Arrianismo fue el principal peligro para la unidad de la Iglesia en el siglo IV y el punto de partida de toda una serie de luchas doctrinales que terminaron por debilitar a la Iglesia, especialmente en Oriente. Hacer frente a este desafío fue la intención con la que Constantino convocó en el año 325 el primer concilio ecuménico de la Iglesia, celebrado en la ciudad de Nicea, y que marca el punto álgido de la figura del emperador como protector de la Iglesia y defensor de la fe. Allí, en unión con los principales representantes de la Iglesia, Constantino plantó cara al Arrianismo, interviniendo personalmente en las discusiones teológicas, tal y como nos lo narra Eusebio de Cesárea:
<<El emperador componía sus discursos en lengua latina; los traducían al griego unos interpretes nombrados para ello. Investido de la imagen de la soberanía celeste, y dirigiendo su mirada hacia arriba, organiza su gobierno con el modelo del original divino, encontrando fuerza en esta conformidad con la soberanía de Dios.
De todas las criaturas de la tierra, sólo a la naturaleza del hombre concede esto el Soberano del universo; porque ésta es la ley del poder soberano: que todos se sometan a la autoridad de uno solo.
Ciertamente la monarquía supera a las demás constituciones o formas de gobierno, pues el gobierno de muchos con igual poder, que se le opone, es más bien anarquía y desorden.>>
Con estas palabras grandilocuentes, Eusebio de Césarea exaltaba la figura del Emperador que, en el marco del sínodo, aparecía como un padre conciliar más, investido por Dios, con la autoridad para sancionar a los enemigos de la fe. Ciertamente, Constantino se tomó un especial interés en los debates conciliares, siendo consciente de lo que se jugaba en aquel momento, que no era ni más ni menos que la unidad religiosa que se veía amenazada por la herejía arriana. Esto explica, que el arrianismo dejara de ser una mera cuestión religiosa para convertirse en una cuestión de Estado: los arrianos eran vistos como perturbadores de la paz, y como tales habían de ser tratados; si bien, cuando la ocasión lo exigió, Constantino buscó el entendimiento con ellos, a fin de salvaguardar la paz del Imperio, sacrificando la verdad doctrinal que él mismo había promovió en aras de la unidad política. Este vaivén de la política religiosa del emperador, explica la sucesión de rehabilitaciones de obispos arrianos condenados previamente, incluida la de Arrio; y la persecución de obispos ortodoxos que, como san Atanasio, se vieron privados de sus sedes en favor de obispos arrianos, por defender la ortodoxia nicena.
Esta política religiosa en torno al arrianismo, no nos puede hacer olvidar otros aspectos positivos del reinado de Constantino, como la edificación de las grandes basílicas en torno a las tumbas de san Pedro y San Pablo en Roma, o la edificación de la Basílica del Santo Sepulcro o de la Natividad en Tierra Santa. En estos últimos lugares, contó con la ayuda excepcional de su madre, santa Elena, a quien él mismo encargo el descubriendo de los lugares del nacimiento, muerte y resurrección de Cristo. Es de nuevo, Eusebio de Césarea, quien nos presenta al emperador Constantino en la inauguración de la Basílica del Santo Sepulcro de Jerusalén:
<<No todos conocen la causa que te ha movido {Constantino} a levantar alrededor de la tumba del Salvador, de eterna memoria, estos nobles, magníficos y bellísimos edificios, monumentos imperiales de un espíritu imperial.
Los que ignoran las cosas de Dios, por ceguera espiritual, hacen mofa y se ríen de estas obras, considerando impropio e indigno de un príncipe poderoso que se ocupe de tumbas y monumentos de muertos.
Plenamente convencido de contar con tu aprobación y agrado, poderosísimo emperador, quiero proclamar ante todos en este discurso las razones y motivos de tus piadosas obras.>>
En un ejercicio de áulica adoración, Eusebio de Césarea presenta así su impresión de los deseos y anhelos que han motivaron a Constantino a tan augusta obra:
<<Quiero constituirme en interprete de tus proyectos y en mensajero de tu alma religiosa.
Me propongo enseñar a todos lo que deberían conocer todos los que se preocupan de comprender los principios que guían a Nuestro Dios y Salvador en el empleo de su poder, las razones que tuvo el que existía desde un principio y gobernaba el universo para descender, al fin, del cielo hasta nosotros para asumir nuestra naturaleza, para someterse a la muerte, y las razones de la vida inmortal que vino luego y de su resurrección de entre los muertos.
Además de eso, aduciré pruebas y argumentos convincentes en beneficio de quienes todavía necesitan de esta clase de testimonios.
Pero es hora ya de que dé comienzo a mi tarea.>>
Así contemplaba, pues, el autor eclesiástico la figura del emperador que había edificado, sobre el lugar de la muerte y resurrección, del Hijo de Dios, el templo más importante de toda la Cristianada, y que ponía de manifiesto que Constantino, si bien no era cristiano en su ser, si al menos lo era en su obrar.
Desgraciadamente, los últimos años de vida de Constantino estuvieron marcados por actos de inusitada crueldad, que, en cierta manera, ensombrecen los grandes logros de este emperador, pero que evidencian que, lejos de los áulicos elogios de Eusebio de Césarea, Constantino era un hombre mortal.
Una serie de ejecuciones, relacionadas con su familia, ensombrecieron sus ultimo años. En el 326, según los historiadores Zósimo (s. V) y Juan Zonaras (S. XII), procedió a la ejecución de su hijo Crispo y de su segunda esposa Fausta, por sospechar que mantenían una relacion adultera; sin embargo, otros autores, hablan de un versión totalmente contraria: habrían sido las intrigas de Fausta las que habrían dado lugar a la ejecución de Crispo, motivada por la envidia que sentía por el hijo del primer matrimonio, y que se vislumbraba como sucesor de su padre; descubierta la intriga, Constantino ejecuto a Fausta, y la condeno a la damnatio memoriae, es decir, a que su nombre desapareciera de los monumentos, monedas y documentos del Imperio. La injusticia cometida contra su hijo Crispo, le habría perseguido durante el resto de su vida, siendo uno de los motivos que le llevaría a recibir el bautismo, en la víspera de su muerte para alcanzar el perdón por sus pecados.
Conclusión
Mucho se nos ha quedado por decir y profundizar de la figura y obra del emperador Constantino, pero creo sinceramente, que lo apuntado, nos permite tener una idea aproximada de la labor y los motivos de la <<revolución constantiniana>> que permitió al Imperio sobrevivir dos siglos más y a la Iglesia alcanzar, después de tres siglos de penalidades, una paz que le permitiera hacer llegar la Buena Nueva de Cristo a todos los rincones del Imperio Romano.
Ciertamente, como toda obra humana, las luces y las sombras de la de Constantino están ahí, para bien o para mal, recordándonos que los gobernantes, por muy buenos que sean o se identifiquen con la fe cristiana, no dejan de ser hombres, con sus flaquezas y grandezas. El deseo de Constantino de dar nueva vida al Imperio, de resucitarlo del marasmo de casi un siglo de decadencia, le llevo a abrazar la idea de unirlo bajo el signo de la Cruz, un signo que alentara la esperanza en un mundo cansado de la tiranía y la mediocridad. En parte lo consiguió, como demuestra parte de su legislación, mucho más humana en algunos aspectos que la de sus predecesores, e inspirada en los ideales cristianos; y en parte no, porque era inevitable que el mundo que él quería salvar terminara por hundirse bajo el peso de sus propios pecados y el avance imparable de un nuevo mundo, el representado por la Iglesia y los pueblos barbaros.
D. Vicente Ramón Escandell Abad, Pbro.
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