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Burguesía, conservadurismo y tradición

Damos la bienvenida en nuestra página a una nueva firma muy conocida en distintos medios como Verbo, Tradición Viva y Ahora Información, entre otros. Se une a nuestro equipo de Marchantes, Javier de Miguel para hablarnos, entre otras materias, del orden social cristiano. Hoy el tema está relacionado con el conservadurismo y tradición. ¡Bienvenido y gracias Javier!

Burguesía, conservadurismo y tradición. Un artículo de Gonzalo J. Cabrera

Con mucha frecuencia, en ambientes tradicionales resuena el discurso conforme al cual hemos de lograr diseñar cauces prácticos que nos permitan volver a un orden social tradicional y pre-moderno. Pero con demasiada frecuencia, se alude a determinados principios y concepciones que, bajo el disfraz de tradicionalismo y con el objetivo antes citado, esconden una concepción pervertida de la libertad, el bien común y de la finalidad última de la vida social.

Trataré de explicarme con mayor precisión. A menudo pensamos que la defensa de las llamadas “libertades clásicas”, como son la vida y la seguridad personal, la familia y la propiedad privada, son los pilares esenciales sobre los que debe asentarse la restauración de la sociedad en clave cristiana. Las continuas aberraciones legislativas perpetradas por el Leviathan moderno pueden llegar a incitarnos a replegar nuestras energías en torno a lo que es privativamente nuestro, como mecanismo cuasi-instintivo de auto-defensa frente a las mismas. Este impulso de la voluntad, que es humanamente comprensible, debe ser rectificado por la razón en base a una comprensión correcta de lo que constituye el fin del hombre y la sociedad, así como de lo que ha representado el espíritu de la Modernidad en todo su itinerario filosófico.

El primer aviso debe ir dirigido a la exaltación de la virtud privada, especialmente la que tiene que ver con la actividad económica. El “Evangelio del éxito” fue el asiento religioso que se proporcionó, en una sociedad aún profundamente creyente, al utilitarismo racionalista del burgués. Para colmo, la ética calvinista asoció la riqueza material con la predestinación, calmando así cualquier atisbo de mala conciencia entre la naciente burguesía. Así, las tesis de autores como Weber, Sombart o Fanfani sobre la influencia del protestantismo en el desarrollo capitalista son incontestables, y sólo pueden ser descalificadas sin argumentos de peso.

El segundo aviso o señal de alarma emerge cuando se aprecia un vaciamiento nominalista de esas mismas virtudes privadas, que tiende a mostrar como virtud lo que no es más que una conducta desviada. Esta diferencia, a menudo es sutil y tentadora. Cuestiones como el trabajo o el ahorro, desde la perspectiva burguesa, fácilmente enamoran al liberal-conservador hastiado por el expolio fiscal del Estado moderno. Sin embargo, la gran disrupción viene en el orden de los fines. Por poner dos ejemplos: cabe diferenciar el trabajo como actividad moral orientada al bien común, donde ejercer las virtudes cristianas y contribuir a salvar el alma, del trabajo incentivado por el único motor de la ganancia, de manera que, desde esta última perspectiva, la dignidad del trabajo se mide, no por su correspondencia con el fin último del hombre, sino por el nivel de bienestar material que proporciona. Como nos recuerda Calderón Bouchet en su obra “La Ciudad cristiana”, el objetivo del trabajo no es la riqueza, sino el sostenimiento en su condición de esperar el paso de la vida mortal a la eterna.

La diferencia entre esta concepción y la falsa ascética burguesa es abismal. De hecho, la mentalidad capitalista y burguesa de la vida y, en particular, del trabajo, fue uno de los principales agentes de secularización de la vida social, actuando de catalizador de los desvíos producidos por la escolástica ockhamista y la herejía luterano-calvinista. Además, se prueba fácilmente cómo de esta aparente virtud se han derivado vicios para el conjunto de la sociedad: partiendo de que hay una relativa correlación entre cantidad de ingresos y cantidad de trabajo, es más digno quien más trabaja. No obstante, como la acumulación es el fin último, en última instancia acaba primando el enriquecimiento sobre el trabajo, y por tanto, en la sociedad plenamente secularizada y donde la economía financiera ha devorado a la economía productiva, lo más importante ya es enriquecerse, aunque sea trabajando poco. Se aprecia, así, cómo de una aparente virtud se siguen males gravísimos para el hombre y la sociedad. Por su parte, es muy diferente el espíritu de ahorro como manifestación de la virtud de la templanza y de la frugalidad, y de la legítima previsión para el futuro, del que es movido por el afán de acumulación. Desde el momento el que el fin es la acumulación, deja de importar el fin al que se destine el ahorro, que queda supeditado a los medios eficaces para incrementar la riqueza de su propietario.

En otras palabras, se desarrolla alrededor de esta mentalidad una suerte de ascética burguesa sobre la base de supuestas virtudes que, por estar desconectadas del fin último del hombre (la vida virtuosa en orden a la bienaventuranza), además de dañar la moralidad pública, quedan caricaturizadas hasta el nivel de la auto-coerción pelagiana, de la que a continuación hablaremos.

Para adquirir una mayor perspectiva más allá de lo puramente económico, y con la presunción de haber captado la atención del lector sobre los fundamentos de esta ética conservadora, empaquetada como neo-tradicionalismo, esbozamos las principales características que se derivan de lo hasta ahora comentado:

  • Idea de libertad puramente negativa (ausencia de coacción externa). Se pone un énfasis absoluto en las libertades del liberalismo clásico (vida, seguridad y propiedad), como base última para el desarrollo de la libertad. Por tanto, las cuestiones morales se plantean, únicamente, en términos de ausencia de coerción externa. Así, por ejemplo, la ideología de género es, ante todo, una imposición del Estado. La democracia tampoco es un bien sino en la medida en que sirva para restringir el poder del Estado. En definitiva, no se juzga la justicia o moralidad de lo que se impone, sino la imposición misma.
  • El llamado “libre mercado” como realidad naturalmente eficaz y auto-suficiente, es una de las facetas imprescindibles para el desenvolvimiento de esa libertad negativa. La libertad de los intercambios es la que genera una mayor utilidad, no solamente para los individuos, sino para la sociedad en conjunto. Ergo, cualquier intromisión de la autoridad política en el mercado (como puedan ser los impuestos), al no ser consentida, es intrínsecamente injusta, por contraria a la espontaneidad del mercado, que se considera una manifestación de la providencia divina. La voluntad libre en ese marco de espontaneidad, es la única medida de la legitimidad de las transacciones. El socialismo/comunismo es la fuente de todos los males sociales y económicos; en cambio, se obvia la herejía liberal que, como ha reconocido el Magisterio, es la antesala de aquéllos.
  • En el ámbito jurídico, y como consecuencia lógica de lo anterior, primacía del principio de “no agresión”. El ámbito de lo individual/comunitario es una burbuja que debe ser respetada absolutamente. El lema “Don’t tread on me”, y su simbología, son la expresión más descriptiva de esta mentalidad. Déjame hacer, no me coartes. Solamente el individuo está legitimado para auto-coaccionarse, al modo pelagiano, porque solamente él conoce sus fines, y los persigue en base a la ascética individualista/comunitarista.
  • Se considera el bien común en función del bien individual, y no al revés. Basta satisfacer aquellas libertades primeras de cada individuo para que se dé por conseguido automáticamente ese bien común, al que por otro lado no se le reconoce entidad propia. Los fines de la sociedad son los fines de cada uno de los individuos o comunidades independientemente considerados. Se defiende la familia y los cuerpos intermedios, solamente al servicio de la virtud burguesa, pero no se reconoce un fin último para el conjunto de la comunidad política. El fin del individuo/comunidad en sociedad, es no ser importunado por terceros individuos/comunidades ni, por supuesto, por el Estado.
  • El rol social de la religión es puramente el de conformar un marco jurídico-moral de equilibrio que inspire la garantía de las libertades privadas y comunitarias. Una clara reminiscencia de lo que Maquiavelo consideraba que era la religión y la moral para las sociedades: un mero elemento de cohesión, solo que en este caso, en vez de ser un instrumento para los fines del Estado, lo es para los fines individuales del burgués (vida, ausencia de coacción y propiedad).
  • La libertad antes mencionada engloba la garantía de ejercer la libertad religiosa (que no la libertad de la religión), y el Estado tiene la única misión de no entorpecer ni coaccionar la práctica libre de las ideas religiosas, que en el caso de la fe católica, se considera naturalmente comunicable por su bondad intrínseca, al margen de la naturaleza caída del hombre. No es de extrañar, pues, que estas corrientes rechacen la enseñanza tradicional de la Iglesia acerca de la unidad religiosa y la represión pública del error religioso y moral, y acojan con todo optimismo las neotesis conciliares de la libertad de conciencia.

En definitiva, quienes así piensan y actúan, son liberales porque defienden la libertad al modo moderno; y son conservadores porque consideran que su idea de libertad no implica emancipación de la moral, sino simplemente de las coerciones externas de las instituciones formales. El gran problema es que esa idea de “emancipación” no puede modularse al antojo de una simple moral burguesa, sino que, al ser un presupuesto antropológico y metafísico, es más bien una cuesta abajo sin frenos que nos conduce a donde hoy estamos.

Como dijimos al inicio, esta mentalidad liberal-conservadora-burguesa llama la atención hoy por su incorrección política en un mundo de creciente estatismo e ingeniería social. No obstante, forma parte de lo que Juan Fernando Segovia denomina “Modernidad fuerte”, de la cual se ha seguido la “Modernidad débil”, que es la consecuencia de la anterior, y que ha generado infinitas generaciones de pretensiones abstractas que (ahora sí) el Estado tiene el papel activo de satisfacer. Es decir, existe una continuidad real (y además demostrable en el plano especulativo e histórico-práctico) entre lo que hoy vivimos y lo que este neo-tradicionalismo (que no es más que un comunitarismo conservador) pretende. Y esa continuidad se fundamenta en el olvido del fin último del hombre y de la sociedad, es decir, en la secularización que abrió la caja de pandora de la modernidad. Solo que esta modernidad se retrotrae algunos siglos atrás, pero no por ello deja de ser una actualización de los errores que nos han llevado hasta hoy. Las llamadas “libertades clásicas” son, en realidad los “errores clásicos” del pensamiento moderno. La Cristiandad, realidad histórica en la que han vivido decenas de generaciones, es el único modelo católico de entender la vida social, al margen de las soluciones prudenciales de cada momento histórico. Si para defendernos del socialismo hemos de abrazar al liberalismo que lo engendró, no podemos esperar mejor resultado que tropezar en la misma piedra.

Gonzalo J. Cabrera

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Author: Gonzalo J. Cabrera
Economista, jurista y experto en Doctrina Social de la Iglesia