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Un amor sin causa

Cuando damos, queremos recibir algo, ¿Es posible un amor sin causa, sin esperar nada a cambio?

Un amor sin causa, un artículo de Gilmar Siqueira

«Je vous donne ce que j’ai : ma faiblesse, ma douleur.

Et cette tendresse qui me tourmente et que vous voyez bien…

Et ce désespoir… Et cette honte affolée…

Mon mal, rien que mon mal…

C’est tout!

Et mon espérance!». Marie Noël. Prière.

En el artículo anterior traté de la dificultad, de la casi imposibilidad, de darles forma a ciertas impresiones fuertes de la vida. La conciencia de la dificultad supone que por lo menos haya existido un atisbo de la experiencia y un anhelo por ella. En este artículo intentaré tomar la otra punta del hilo, es decir, la deliberada resistencia a la experiencia de apertura (que también supone el atisbo).

Y como no seré capaz de contradecirme acerca de mis propias dificultades de expresión – ya quisiera yo hacerlo –, ilustraré mi punto con dos párrafos de la novela Los Profetas, de Flannery O’Connor. Pongo de inmediato el primero.

El modo habitual que tenía de mirar a Bishop era una x que significaba el horror abstracto de la fatalidad. No creía que él mismo estuviera formado a imagen y semejanza de Dios, pero no le cabía duda de que Bishop lo estaba. El muchachito formaba parte de una sencilla ecuación que no requería ser solucionada, excepto en las ocasiones en las que, sin previo aviso, o casi, se sentía abrumado por el horrible amor. Cualquier cosa que contemplara por demasiado rato le arrastraba a ese amor. No era necesario que Bishop estuviera presente. Podía tratarse de un palo o de una piedra, del perfil de una sombra, de un estornino que cruzara la acera con sus absurdos pasitos de anciano. Cuando, sin darse cuenta, se prestaba a esta experiencia, sentía la enfermiza eclosión de un amor que le aterrorizaba, un amor tan poderoso que podía arrojarlo al suelo en un arranque de entusiasmo idiota. Era algo completamente irracional y anormal.1

Decidí reproducir el fragmento antes de contextualizarlo porque de por sí es capaz de decir mucho. Bishop era un muchacho de siete años con síndrome de Down; el hombre que le miraba era Rayber, su padre. Rayber fue bautizado a los siete años (no es coincidencia) por un hombre a quien después consideró como loco: su tío, quien le instruyó en la vida, pasión, muerte, resurrección y hasta en la esperanza de la nueva venida de Cristo. Durante algún tiempo Rayber lo creyó todo: en su propio renacimiento por el bautismo y en el amor de Nuestro Señor. Pero su vida pareció no cambiar y, además, Cristo no volvía. Con la misma vehemencia de antes empezó a detestar a su tío y a considerar que todo era mentira, resultado de la locura de un viejo enfermo y cruel que se había aprovechado de la credulidad de un muchacho.

El odio de Rayber se extendió desde su tío a todo. Sí, a todo: al Dios inexistente, a la fragilidad humana, a la esperanza y a la vida misma. En su incesante necesidad de “curarse”, Rayber buscó explicaciones para la realidad, explicaciones racionales desde las cuales intentó soportar su propia vida y hasta su tío. Redujo toda la vida a esquemas que le protegiesen de su antigua “locura”. Sin embargo, Rayber se casó y tuvo un único hijo: Bishop, el niño con síndrome de Down – un muchacho a quien no podría enseñar sus esquemas. Y Rayber, que decía no creer en Dios, vio en su hijo la imagen de Él: un misterio indescifrable de ternura e inocencia, una criatura que escapaba a la razón y que le demandaba un amor que le parecía totalmente absurdo y ridículo. Rayber creía que Bishop era un error, una fatalidad – y ahí veía la imagen y semejanza de Dios.

Si fuese totalmente fiel a sus esquemas – y ni él estaba corrompido a tal punto – su actitud ante Bishop sería la indiferencia, quizá el hastío. Pero la ternura lo dominaba. Quería aquél niño menos con la cabeza (hueca) que con las entrañas; la existencia de Bishop, aunque absurda, era deseada por Rayber – era confirmada por él. Si Bishop era amable, a pesar de toda su resistencia, Rayber también tenía la necesidad de amar todo lo que existía. Sabemos que cuando nos enamoramos todo lo demás se nos hace amable – esto es verdad, aunque cliché. Rayber imaginaba saber qué era el amor, a su manera.

Por regla general, no tenía miedo al amor. Conocía su valor y su utilidad. Había sido testigo de lo que el amor era capaz, en casos, como el de su pobre hermana, en los que cualquier otra cosa habría sido inútil. Pero nada de ello tenía la menor relación con su situación actual. El amor que le embargaba era de un orden por entero diferente. No era la clase de amor que tuviera por efecto su enriquecimiento o el del niño. Era un amor sin causa, un amor sin futuro, un amor que surgía, exigente, imperioso, con el solo propósito de existir por sí mismo, esa clase de amor capaz en un instante de hacerle hacer simplezas. Y esto había empezado a suceder sólo con Bishop. Había empezado con Bishop y luego se había extendido, como una avalancha, sobre todas las cosas que su razón odiaba. En tales ocasiones, siempre había sentido un vehemente anhelo por tener los ojos del viejo —enloquecidos, incoloros y violentos, con su visión imposible de un mundo transfigurado— fijos de nuevo en él. El anhelo era como una resaca en sus venas que le arrastrara hacia las profundidades de lo que él sabía no era más que locura.

Un amor que no era “terapéutico”, que no perfeccionaba, que no progresaba, le parecía a Rayber algo estéril; si no daba cualquier resultado visible y palpable, no tendría razón para existir. En su esquema mental, el amor tendría que ser útil. Y sin embargo, Rayber estaba atado a Bishop. La madre los había abandonado, pero la idea de dejar el niño viviendo en una institución cualquiera aterraba a Rayber. Él necesitaba a Bishop.

Lo que no podía comprender era ese amor sin causa, esa afirmación en la existencia de lo que su razón consideraba un error, una falta, un desvío de la naturaleza. Bishop impedía que su esquema fuese enteramente realizado; pero Rayber le amaba. Bishop tenía los ojos como los de aquél tío “loco” y parecía no pertenecer totalmente al mundo, era la encarnación de una promesa que Rayber creía imposible de ser cumplida – que no quería ver cumplida, porque le espantaba.

En el amor útil del esquema de Rayber había un intercambio de beneficios. Quien amaba pagaba un precio – hacía una inversión – y recibía lo correspondiente. No se imaginaba el amor sin condiciones. Con Bishop, en cambio, era distinto: su amor a él era gratuito; empezó sin exigencias y no podría esperar compensaciones. Al contrario del esquema, el amor despertado por Bishop también era radical. El niño era un ícono vivo de un amor que exigía la entrega total.

Todas las expresiones que Rayber se había forjado para huir a las demandas de la vida y refugiarse en su cabeza fueron contestadas por la existencia de Bishop. Sin decir palabra, el niño le hirió en lo más hondo. Un amor sin causa ni futuro era la prueba de que el viejo “loco” podría tener razón.

Gilmar Siqueira

1 Los dos párrafos están tomados de la traducción de José Luis Giménez-Frontin.

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Author: Gilmar Siqueira
Feo, católico y sentimental