«Los santos han conocido estos desfallecimientos… Pero no ésta sorda rebelión, este áspero silencio del alma, casi odio…». Georges Bernanos. Diario de un Cura Rural.
En la primera frase de su diario el cura rural nos dice que su parroquia es como las demás. Pocas líneas después – tal vez para que sepamos también cómo eran las demás – escribe que la parroquia estaba consumida por el tedio: «El tedio lo devora todo ante nuestra vista y nos sentimos incapaces de hacer nada. Acaso algún día nos alcance el contagio y descubramos en nosotros mismos ese cáncer. Es posible vivir mucho tiempo teniéndolo latente en el interior»1. La idea no se le había ocurrido hasta el día anterior al de la entrada en el diario, cuando fue cogido en el camino de regreso a casa por una lluvia fina y fría que calaba hasta los huesos.
Me repito a menudo que el mundo se halla consumido por el tedio. Claro que hay que reflexionar un poco para darse cuenta de ello, pues no se comprende de buenas a primeras. El aburrimiento es algo semejante al polvo. Vamos y venimos sin verlo, respirándolo, comiéndolo y bebiéndolo. Es tan fino, tan tenue, que ni siquiera cruje al ser masticado. Sin embargo, basta detenerse unos instantes para que recubra el rostro, el cuerpo, las manos. Hay que moverse sin cesar para sacudir esa lluvia de ceniza y acaso sea ésta la causa de que el mundo se halle tan agitado.
Si hay que reflexionar para darse cuenta de la presencia del tedio, el joven cura de Bernanos había reflexionado un buen rato hasta que la imagen de la lluvia cansina le reveló del golpe el mal de su parroquia. No parece casualidad que haya empezado a escribir un diario al conocer el nombre del mal que buscaba.
El cura piensa que a lo mejor la semilla haya sido lanzada desde hace tiempo, floreciendo (si es que cabe esta palabra) donde encontraba terreno fértil. Pero a su alrededor la veía como una lepra: «Los hombres conocen bien ese contagio del tedio, esa lepra. Es ésta una desesperación abortada, una forma vil de la desesperación, algo así como el fermento de un cristianismo descompuesto». ¿Cómo puede ser la forma vil o baja de una cosa que en sí ya es mala? Porque, para volver a las comparaciones del padre, es como la lluvia fina y el polvo, que poco a poco van cubriendo una superficie sin ser notados.
Es ésa la forma vil de la desesperación que engendra un cristianismo descompuesto o podrido, un cristianismo reverso – o satánico. Reverso porque toma las apariencias de la esperanza – la paciencia, el silencio y la constancia, por ejemplo – y las dirige cansinamente hacia la desesperación mientras uno apenas se da cuenta de lo qué le pasa. «Es posible vivir mucho tiempo teniéndolo latente en el interior».
El cura se dio cuenta del tedio en que estaba sumergida su parroquia porque también lo compartía; también él estaba tentado a esa falsa paciencia, al aburrimiento que acoge indiferentemente cada vicio; también él no encontraba más que el vacío después de sus oraciones. El cura rural de Bernanos compartía el sufrimiento de sus parroquianos.
Pero lo compartía con alguna diferencia. Mientras que algunos de ellos se entregaban a la lujuria – que el cura rural llamó demonio mudo – y a la angustia – que él llamó demonio sucio –, el padre todavía conservaba repugnancia por eses pecados y lástima por quienes los cometían. Entonces ¿cómo podía compartir el sufrimiento de sus parroquianos? Si consideramos la angustia, la lujuria y otros pecados como intentos equivocados para aliviar el tedio, para evitar la visión del abismo, el cura no los tenía; no tenía alivios falsos ni verdaderos. Él solo llegó al fondo del abismo de que sus parroquianos se querían esquivar; él solo tomó sobre los hombros el dolor del que todos huían, y lo tomó sin paliativos.
Decir que lo ha hecho solo es muy poco católico, ya lo sé. El cura rural también lo sabía. Pero no era lo que él experimentaba: para completar la tentación del tedio, para llegar hasta el fondo, fue menester hacerlo aparentemente solo. No nos dice que haya recibido alguna consolación ni sensible ni espiritual; era como si Dios no estuviese con él. Así tenía que ser para apurar el cáliz de que huían sus parroquianos.
Una noche en que no podía dormir ni tampoco irse a la iglesia a causa de una fuerte lluvia, el cura rural intentó rezar. Se acusaba muy a menudo de rezar poco y mal, y decidió aprovechar el insomnio para intentarlo. Primero lo intentó con calma; después, cuando ya no podía más, lo hizo hasta con violencia, «con una voluntad casi desesperada (esta última palabra me causa horror), con un arrebato de voluntad que ha hecho temblar de angustia a todo mi corazón». Y nada. «Sólo rogaba a Dios por mí mismo. No ha acudido». Había una sorda rebelión en su alma (lo dice en la frase que puse de epígrafe) que lo abochornaba; después todo se hizo indiferente: la muerte como la vida le daban igual.
¿Se entregó por fin al tedio? No lo diré para que leáis la novela. Pero como signo del sufrimiento compartido a que me refiero, se puede leer en el diario del cura, justo después de esa noche horrible, que el doctor Delbende, un médico ateo y desesperado, había sido encontrado muerto (tal vez en la mañana siguiente a la escena que he comentado) en el bosque. Él era cazador y la escopeta disparó contra su cabeza cuando intentaba quitarla de unas ramas. “Accidente de caza”.
Al parecer el doctor Delbende trabó una batalla al mismo momento que el cura. Por lo que sabemos de él – ya que consultó al personaje principal – podría ser una batalla semejante, aunque enfrentada con menos conciencia. ¿Y las demás gentes del pueblo? Nos cuenta el cura que aquella noche había una gran tempestad, una tempestad en todo el pueblo.
En este artículo no hice más que reflexionar sobre las primeras páginas del Diario de un Cura Rural. El tedio y sus reverberaciones están por toda la novela, y en todos los personajes. Están también en el narrador que, como sacerdote, lo toma, lo hace suyo, lo comparte, y lo aguanta hasta las últimas consecuencias. No pude dejar de pensar en aquel misterioso versículo de San Pablo que está en la epístola a los Colosenses: «Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo en beneficio de su cuerpo, que es la Iglesia».
Gilmar Siqueira
1 Georges Bernanos. Diario de un Cura Rural. Traducción de Jesús Ruiz y Ruiz. Barcelona: Luis de Caralt Editor, 1976.
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