Ser católico no mola. La esencia tradicional de la Fe-MR

Ser católico no «mola». La esencia tradicional de la Fe

Decía John Senior que «nadie en su sano juicio querría ser original o innovador en estos tiempos». En realidad, la forma mentis del católico nunca lo ha sido, pero desde luego no hay duda de que hoy es el peor momento posible para serlo.

Sabemos que la actitud del católico debe ser de escepticismo, de sospecha, y de rechazo instintivo ante cualquier novedad que procede de un mundo herido por el pecado, y que ha rechazado en masa la redención de Cristo. No negamos, como los protestantes, que el hombre sea capaz del bien. Pero negamos que lo sea habiendo previamente escupido sobre su Creador y rechazado de plano la Gracia que se necesita para ese bien.

El mundo está maldito por el pecado, y se ha vuelto doblemente maldito con la Modernidad, porque ha apartado la Fuente de su Redención. Por tanto, si no puede el católico esperar congraciarse con el mundo, menos aún puede esperar hacerlo con este mundo, con el mundo de la apostasía nacido de la Ilustración.

Las cosas del alma no evolucionan. Y su proceso estudio y aprehensión por la inteligencia humana tienen un recorrido paralelo al grado en que el hombre se somete a Dios. Veinte siglos de Iglesia nos han dado santos teólogos, juristas, filósofos, pedagogos, apologetas, misioneros, y no pueden compararse con los supuestos avances acaecidos en la época de mayor apostasía colectiva dentro de ese periodo.

A pesar de los sonoros fracasos de la «innovación» en la Iglesia, seguimos observando experimentos de todo tipo alrededor de la fe, sobre todo en lo que incumbe a la pastoral juvenil, apoyados en cifras de seguimiento que son más aparentes que reales. Existe una suerte de humus neoprogresista que considera que cualquier novedad introducida en liturgia, espiritualidad o doctrina mejora necesariamente lo anterior, y que esa mejoría se prueba en proporción a las masas que arrastra.

Hemos olvidado, por el contrario, que parte de la «cultura cristiana» (parafraseando el sintagma popularizado por Senior) es el ser tradicional. El católico es hombre de fe, miembro de la Iglesia, y por tanto, un hombre esencialmente tradicional, pues la Tradición es parte de la Revelación. Y, si observamos la religión natural que subyace en el corazón del hombre, podemos inferir que, ya en términos generales, el hombre religioso es, en esencia, hombre de tradiciones. Lo cual equivale a inferir que Dios ha impreso en el corazón del hombre ese ser tradicional. Y que, por tanto, es desde la Tradición como Dios quiere que se le dé culto.

Por el contrario, hoy se pretende que se vea al católico como hombre moderno, acomodado al mundo, que tenga un pie en él y otro en Dios. Posiblemente haya calado el bombardeo machacón de los enemigos de Dios, que desde hace siglos acusan a los católicos de retrógrados, atrasados y enemigos de lo moderno. Nos ha invadido una especie de Síndrome de Estocolmo por el que el católico cree estar en deuda con sus enemigos, y que el mundo moderno es el escenario perfecto para la perfecta y final reconciliación.

La más reciente tendencia parece ser la que pretende transmitir al mundo, y también a los demás católicos, que ser católico «mola»; que la fe es una fiesta continua; que la liturgia y la Adoración es como «irse de copas». Si nos fijamos, el término de comparación siempre es el mundo o algún aspecto de él. Estamos, pues, haciendo la religión a la medida del mundo.

En cambio, nada más lejos de la realidad si leemos vidas de cualquiera de los Santos reconocidos por la Iglesia. Para empezar, la mortificación del cuerpo es una constante en ellos: someter las pasiones que vienen de la carne es un elemento esencial de la vida cristiana. Hoy apenas se habla de eso. Ni siquiera de la templanza, incluso la privación temporal, en el uso de lo que es de por sí lícito. La mayoría de los confesores, cuando se habla de sacrificios, recomiendan abstenerse del móvil o de las malas caras, pero nunca el ayuno o la mortificación de los sentidos, en general. Parece haberse olvidado que la carne es ocasión de pecado y que, por tanto, el alma debe someterlo. En cambio, la fe «experimental» es fe de los sentidos, mera sensualidad sentimentalista que acaba valorando la religión por lo que aporta al hombre, y no en cuanto es culto debido a Dios.

Otro aspecto fundamental es la cruz. Para santos y no santos, la cruz es el lugar común de los católicos. Si Cristo la pasó, cuánto más nosotros, que además recibimos castigos en esta misma vida terrenal, estos sí, merecidos por nuestros pecados. Además, para la nueva fe «light», Dios no castiga: todo se corresponde con la libertad del hombre y sus consecuencias. Se ignora, además, que Dios puede castigar a los buenos sin caer en injusticia. Se ha perdido la idea de expiación y desagravio a Dios, común a todos los cultos religiosos. El protestantismo rompió con la consideración de la Misa como sacrificio supremo y perfecto, y esa contaminación sobrevuela a menudo los ambientes católicos.

Desde luego, quien pretenda que transmitir la idea de que una fe hedonista ayuda a la evangelización, se está engañando a sí mismo y está engañando a los demás. Ser católico «no mola», y la conversión es un fenómeno que depende de Dios exclusivamente, siendo que nosotros nos hemos de limitar a presentar el mensaje de Cristo tal como es, sin innovaciones, sin novedades, porque «mis palabras no pasarán».

Creo firmemente que, en esta época de confusión, la fe solamente podrá transmitirse íntegra a las generaciones venideras, desde la Tradición. Los intentos de amoldar la fe al mundo están periclitados, a pesar de los esfuerzos de algunos por renovarlos, especialmente en la pastoral juvenil. Tenemos dos posibilidades: seguir sembrando pan para hoy y hambre para mañana, o volver la cara hacia la Tradición y vivir y comportarnos de una vez por todas como lo que somos: católicos que «no molan» al mundo.

Gonzalo Cabrera

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Author: Gonzalo J. Cabrera
Economista, jurista y experto en Doctrina Social de la Iglesia