Nació duque, gobernó con piedad ayudando a los necesitados, San Wenceslao murió mártir, un ejemplo de regente frente a los gobiernos que hoy en día están al frente de los países
«Vidas ejemplares: San Wenceslao mártir», Rev. D. Vicente Ramón Escandell Abad
Vida
Wenceslao, duque de Bohemia, nació del cristiano Vratislao y de la pagana Dorahomira. Fue criado por su abuela Ludmilla, una mujer de gran santidad. Destaco en todo tipo de virtud y mantuvo su virginidad intacta con el mayor cuidado, a lo largo de su vida. La madre, que vivía en la impiedad con su hermano menor, Boleslao, fue regente del reino después de haber asesinado a Ludmilla, atrayendo la indignación de los nobles que, cansados de un régimen impío, sacudieron el yugo de ambos, y eligieron el Praga, a Wenceslao como rey. Gobernó más con piedad que con autoridad, ayudó a los pobres y alivio a los afligidos. Como tenía una gran veneración por los sacerdotes, sembró trigo con sus propias manos y exprimio el vino para el sacrificio de la Misa. El emperador le vistió con insignias reales, pero fue asesinado por su hermano, instigado por su madre, mientras rezaba en la iglesia. Su sangre se ve aún en las paredes.[1]
Evangelio
No penséis que he venido a la tierra a sembrar paz: no he venido a sembrar paz, sino espada. He venido a enemistar al hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra; los enemigos de cada uno serán los de su propia casa. El que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí; y el que no carga con su cruz y me sigue, no es digno de mí. El que encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí, la encontrará. El que os recibe a vosotros, me recibe a mí, y el que me recibe, recibe al que me ha enviado; el que recibe a un profeta porque es profeta, tendrá recompensa de profeta; y el que recibe a un justo porque es justo, tendrá recompensa de justo.El que dé a beber, aunque no sea más que un vaso de agua fresca, a uno de estos pequeños, solo porque es mi discípulo, en verdad os digo que no perderá su recompensa»[2].
San Wenceslao: Santo, seglar, mártir y rey
San Wenceslao es uno de esos santos que se sitúan, en la Europa oriental, en los orígenes de los reinos cristianos de aquella parte de Europa. Junto con san Esteban de Hungría, constituye uno de los padres fundadores del Cristianismo oriental, en el que, no sin dificultades penetro la Catolicidad romana en pugna siempre con la Ortodoxia oriental.
Para nosotros, católicos occidentales, los orígenes de nuestra fe son más o menos claros: en el Mediterráneo el cristianismo penetro por medio de los puertos y las ciudades casi desde el inicio de la misión apostólica. San Pedro, san Pablo, Santiago, san Dionisio o los siete varones apostólicos jalonan, entre el mito y la historia, los orígenes de las cristiandades de España, Italia o Francia. Más tarde, a través de san Bonifacio, el cristianismo penetró en las tierras germánicas, dando origen a la cristiandad del Norte de Europa, sentando las bases del Sacro Imperio Romano Germánico, fusión del genio latino y germánico, bajo el signo de la cruz de Cristo.
Más compleja fue la cristianización de los territorios orientales de Europa, cuyo “dominio” espiritual se disputaban Roma y Constantinopla. La labor de san Cirilo y san Método abrió las puertas de la fe cristiana a los pueblos eslavos, bajo la bendición inicial de Roma, para terminar, situándose bajo la órbita de Bizancio. Sin embargo, algunos pueblos orientales se vincularon religiosa e históricamente a Roma y a la Catolicidad; este fue el caso de los magiares, pueblo bárbaro y belicoso, suyo rey Esteban fue el primero en recibir el bautismo, o de los habitantes de Bohemia, sobre los cuales Wenceslao ejerció su dominio. Más tarde, se unirían, por medio de la conquista militar, los polacos, cuyos territorios fueron conquistados por los Caballeros Teutónicos; y los rusos, evangelizados por Bizancio y que, tras 1453, asumirían la herencia histórica y espiritual de este, constituyendo la “Tercera Roma”.
Teniendo todo esto presente, comprendemos mejor lo difícil que tuvo que ser para Wenceslao vivir su fe cristiana, en un hogar dividido por la religión: un padre cristiano y una madre pagana, una abuela cristiana y un hermano pagano no eran la mejor combinación para crecer y confesar la fe de Cristo. Resulta curiosa esta situación en tanto y cuanto era costumbre que, una vez bautizado el monarca, todos los súbditos, desde el noble hasta el plebeyo, profesasen la fe de su soberano; así había ocurrido entre los francos tras la conversión de Clodoveo o entre los magiares tras la de Esteban, e incluso en la Hispania visigoda la conversión de Recaredo al catolicismo obligo, por necesidad o convencimiento, a sus nobles a aceptar la nueva fe de su señor. Es probable que no en todos los sitios se siguiese esa costumbre, pero no era raro que uno de los cónyuges profesa el cristianismo y el otro el paganismo o la herejía.
Nuestro santo, pues, conoció la división en su hogar, como hoy día se da en muchos hogares donde se profesa, por una u otra parte, el más profundo agnosticismo o el más laxo cristianismo, frente a la fe convencida de la otra parte. Vemos, pues, que en todo tiempo y lugar existe una constante en lo que concierne a la religión y la familia, cumpliéndose la palabra de Cristo: “no he venido a traer la paz, sino la espada”, como también la división interna entre sus seguidores y sus opositores o negadores, que de todo hay en la viña del Señor. Y no digamos ya en el caso de que, por gracia de Dios, surja una vocación al sacerdocio o la vida consagrada, entonces sí que se produce una verdadera lucha intestina, porque unos intentaran convencer al vocacionado para que desista de su llamada y otros para que responda; y así, lo que tendría que ser motivo de alegría y unidad, se convierte en causa de división y tristeza, que deja al llamado en manos de Dios para dar una respuesta en uno u otro sentido.
Pero Dios, siguiendo una lógica que se nos escapa, se vale de estas contradicciones para forjar el alma del elegido, y lo prepara para la misión que le va a encomendar. Como a muchos santos que han tenido que ejercer la autoridad en este mundo, Wenceslaodebió pensar que Dios le llamaba a la santidad en el claustro o el sacerdocio, y no en el trono, donde uno tiene más posibilidades de perderse entre intrigas, traiciones y vanidades. A esta llamada a la vida religiosa debió responder la guarda de la virginidad, aunque, como en el caso de san Enrique de Alemania, que fue virgen durante su vida matrimonial, debió de responder a su alto concepto de la misma. Y es que, en aquella sociedad bárbara, propia de un pueblo bárbaro, la virginidad no era precisamente una virtud que brillase mucho entre los nobles, acostumbrados estos, como guerreros, a tomar por la fuerza lo que no podían obtener por las buenas. Que san Wenceslao decidiese vivirla en medio del mundo, sin tomar para ello el camino religioso o sacerdotal, nos dice mucho de su alma y de deseo de agradar a Dios, fuera de toda desviación o rechazo de lo carnal. Hoy pocos, embrutecida como está el alma de muchos de nuestros contemporáneos, comprenderían este gesto y pensarían en algún problema emocional o psíquico en él o tacharían el hecho como legendario y sin fundamento histórico.
Es deber de los que ostentan el mando dar buen ejemplo a sus súbditos, y esto, en unos tiempos como aquellos era casi tan difícil como los nuestros. Los reyes medievales o eran unos barbaros o unos inútiles, o se dedicaban todo el tiempo a la guerra o a disfrutar de los placeres de la vida mientras otros gobernaban su reino, amparando el crimen, la injusticia y el robo. De este panorama se salvan muy pocos, casi todos santos, como san Enrique I de Alemania, San Esteban de Hungría, el propio san Wenceslao, san Luis IX de Francia o Carlomagno; todos ellos manifestaron un deseo de regir personalmente los destinos de su pueblo, impartir justicia, defender al inocente, proteger y promover la reforma de la Iglesia y extender el Reino de Cristo. Es evidente que todo ello lo lograron con mayor o menor acierto, al fin y al cabo, eran hombres, y como tales a veces cometían fallos y errores que, bajo apariencia de un bien inmediato, produjeron más de un dolor de cabeza a sus sucesores o a aquellos que pretendían beneficiar, como la Iglesia, muchas veces objeto de abusos por parte de los sucesores de aquellos que la protegieron y beneficiaron.
San Wenceslao, por lo que nos han transmitido las crónicas y la tradición, ejerció el poder con justicia y equidad, favoreciendo a los más débiles que, en aquellos tiempos eran muchos y variados: desde el mendigo hasta el esclavo, pasando por las mujeres y los niños, los más desprotegidos de aquella sociedad militar y rural. Para ello tomó como norma y guía el Evangelio que atemperaba la rudeza de las leyes bárbaras y las dotaba de una humanidad de la que carecían. Y es que, se quiera o no reconocer, la doctrina cristiana inspiró gran parte de la legislación medieval, constituyendo un gran beneficio para los pueblos, gobernados bajo los preceptos emanados del Evangelio y de la sabiduría de los legisladores eclesiásticos. No sería hasta más tarde, en el ocaso de la Edad Media, cuando el redescubrimiento del derecho romano y su aplicación al campo civil fueran poco a poco apartando la Ley y la Justicia de las sendas evangélicas, para dejarlas en manos de jurisconsultos más preocupados por fortalecer el poder de los monarcas que de servir a los intereses del pueblo.
Finalmente, como el mal no puede soportar la existencia del bien, y el inicuo la del justo, san Wenceslao imito en su vida aquello de lo que participaba en la mesa celestial. Gran devoto de la Eucaristía, hasta el punto de ser él mismo quien sembraba y recogía el trigo para el pan y prensaba la uva para el vino del sacrificio, ofreció su propia vida a Cristo como víctima de suave olor. Su madre y su hermano, paganos ambos, no podían soportar que Wenceslao gobernase a su pueblo cristianamente y ansiaban ocupar el trono que con tanta sabiduría y santidad regentaba. El escenario fue la iglesia, la Casa de Dios, lugar sagrado e inviolable, donde ni la espada ni el puñal podían entrar, ley no escrita pero observada por el hombre medieval; el momento, la oración, el dialogo intimo entre el alma y Dios, que ocupaba gran parte de la jornada de Wenceslao y cuando más indefenso se encontraba. En presencia del Señor, como Abel, Onías y Zacarías, muertos todos ante el rostro del Señor, Wenceslao entregaba su alma por mano fratricida, seguramente consciente de quien era su asesino y de porque lo mataba. No debió haber rencor en su corazón en ese momento, porque sentimiento tal no podía existir en un corazón tan puro y generoso como en el del santo duque de Bohemia. Sin pronunciar palabra Wenceslao perdonó de todo corazón a su asesino, dejando su castigo en manos de Dios, como había hecho con todo a lo largo de su vida.
Oración
Oh Dios, que por medio del martirio trasladaste del
ducado terreno a la gloria celestial al bienaventurado Wenceslao, por sus
suplicas defendednos de toda adversidad y concedednos gozar de su compañía. Por
Jesucristo Nuestro Señor. Amen.
Rev. D. Vicente Ramón Escandell Abad
[1] Breviario Romano, Lección III del Nocturno de la fiesta de san Wenceslao.
[2] Mt 10, 34-42
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