¿Conocen la vida de San Román? ¿Por qué quedarnos sólo en la vida de aquellos santos más celebrados cuando el Santoral, con su riqueza, nos ofrece grandes tesoros por descubrir?
«VIDAS EJEMPLARES: San Román», Rev. D. Vicente Ramón Escandell Abad
VIDA
En Roma, san Román soldado y mártir, el cual, compungido por la constante confesión de san Lorenzo, le pidió el bautismo; después, declarándose cristiano, fue apaleado y degollado.[1]
EVANGELIO (Mt 10, 26-32)
Dijo Jesús a sus discípulos: Nada está encubierto que no se haya de descubrir; ni oculto, que no se haya de saber. Lo que os digo de noche, decidlo a la luz del día; y lo que os digo al oído, predicadlo desde los terrados. Nada temáis a los que matan al cuerpo y no pueden matar al alma; temed ante al que puede arrojar alma y cuerpo en el infierno.
¿No se venden dos pájaros por un cuarto, y, no obstante, ni uno de ellos caerá en tierra sin que lo disponga vuestro Padre? Hasta los cabellos de vuestra cabeza están contados. No tenéis, pues, que temer; valéis más que muchos pájaros. En suma: a todo aquel que me reconociere y confesare delante de los hombres, yo también le reconoceré delante de mi Padre que está en los cielos.[2]
SAN ROMAN, PRISIONERO DE CRISTO
El mes de agosto está repleto de grandes celebraciones en el Calendario católico dedicadas a la Virgen y a los santos. La Asunción de la Virgen, San Juan María Vianney, San Lorenzo, san Juan Eudes, santa Clara, san Bernardo, san Agustín, Santa Mónica, san Juan Bautista, Santa Roma de Lima…, tienen plaza segura durante este caluroso mes, siguiendo de cerca al Señor a quien le está reservado el Domingo, hacia el que ellos parecen guiarnos.
Decía Pius Parsch, gran liturgista, que los santos nos acompañan cada semana a través de sus celebraciones, como compañero de viaje y maestros en la fe. La celebración de los santos, al margen de la devoción que se les pueda o no tener, es una gran catequesis dentro de la celebración de la Eucaristía y del rezo del Oficio Divino. Y es que el Calendario o Santoral no es una lista de hombres y mujeres celebres que están ahí y toca celebrar o no según sea obligatorio o libre. No, la celebración de los santos es una acción de gracias a Dios por la obra que ha realizado su gracia en nuestra pobre naturaleza y un recordatorio de lo que puede hacer con nosotros si le dejamos obrar en nuestra alma. Al fin y al cabo, los santos son obra de la gracia divina, en los que la Iglesia ha reconocido esa acción divina y cuyo ejemplo propone al Pueblo de Dios para su imitación.
Pero, el Santoral es más que los grandes santos que resalta el calendario con grandes letras y que tienen una popularidad más o menos arraigada entre los fieles. Si a algún celebrante o fiel se le preguntara, por ejemplo, quien fue santa Juana Francisca Freimot de Chantal, la mayoría no sabría qué decir, más allá de lo que le pone el calendario; no digamos ya si preguntamos quien era, por ejemplo, san Onofre, un venerable eremita, cuya memoria se ha perdido entre la maraña de nombres del santoral. Por ello, no estaría de más que en las parroquias, en vez de interminables avisos, manifiestos, saludos, agradecimientos…, que desesperan a algunos, pero llenan de orgullo a otros, se leyera al final de la misa vespertina el Martirologio romano, para recordar a todos los santos del día siguiente, fueran o no conocidos.
En fin, dejémonos de recomendaciones pastoral – litúrgicas, que para ellos la Iglesia tiene expertos, o eso se creen ellos, y centrémonos en nuestro santo olvidado. En esta ocasión, nos trasladamos a la Roma del siglo III, a la época del emperador Valeriano (253-260), uno de esos advenedizos militares que se sentaron en aquel turbulento siglo en el trono de los Césares. Es la época del Papa Sixto II y de san Lorenzo, ambos mártires bajo aquel tirano pagano, que prefería hacer apostatar que ir regalando el cielo a los cristianos. Y es que, como su nefasto predecesor Decio (249-251), había descubierto que era mejor una Iglesia de apostatas que una Iglesia de mártires, y de paso unificar el Imperio bajo una sola religión, pero no la cristiana evidentemente, sino la del Sol. De esta forma, proliferaron los apostatas en la Iglesia fruto, no sólo de las torturas e intimidaciones, sino también del relajamiento interno de la Iglesia después de un siglo II bastante tranquilo y pacífico.
En este contexto, aparece san Román, de cuya vida y obras poco sabemos, más de lo que nos dice el Martirologio que, siendo generoso, nos da alguna pincelada. Se nos dice que fue centurión, es decir, que era militar, y que estuvo en contacto directo con san Lorenzo, de cuyos labios escucho la Buena Nueva de la Salvación. Como respuesta a su predicación, san Román solicito el bautismo y ello le valió el martirio. Su caso no era el primero que se daba en la breve historia de la Iglesia: ya san Pablo había convertido a su carcelero y a toda su familia, durante su estancia en Grecia; e incluso repitió el portento, junto a san Pedro, en la Cárcel Mamertina, donde convirtió a sus carceleros al cristianismo. Y algo tendría que tener san Lorenzo que también convirtió a su carcelero, san Hipólito, que le sigue en el calendario, como san Román le precede. Parece ser que la táctica de Valeriano no era tan efectiva como pensaba: mientras que muchos cristianos, entre ellos dirigentes, apostaban, las cárceles imperiales iban convirtiéndose en semilleros de nuevos cristianos, que vendrían a suplir a los renegados.
San Lorenzo, pues, supo aprovechar la ocasión para anunciar al Cristo a todo aquel que tenía a su alrededor y, como vemos, con notable éxito. Y es que, como dice el Apóstol, hay que predicar a tiempo y a destiempo, al que está dispuesto a escuchar y al que no, porque el predicador es el sembrador que va sembrando en diversas tierras y, como dice la parábola, en unas crece y en otras no. Y ello sin importar las consecuencias: a san Ramón Nonato, insigne redentor de cautivos en tierras del Islam, sus carceleros le tuvieron que poner un candado en la boca para que dejara de predicar a Cristo; pero, como cuenta la tradición, ni por esas lo consiguieron, siguiendo su labor a pesar del cerrojo en la boca. Y, como nos dice el apóstol Pablo, la Palabra de Dios no puede ser encadenada, y cuanto más se empeñan los poderes de este mundo en acallarla o manipularla, con más fuerza surge y más profundamente penetra en las almas de los hombres.
No debía ser un trabajo agradable para san Román el tener que trabajar en las cárceles, lugares, en aquella época, insalubres, donde los alaridos de los torturados resonaban por todas partes y los malos tratos eran el pan nuestro de cada día. Seguramente, debió ocurrirle como al Cirineo, que no le hizo gracia tener que cargar con la cruz de Cristo, pero que al final la llevo y termino abrazado a la fe de Aquel a quien ayudo; no sería, pues, un servicio agradable, noble y heroico, y que probablemente fuera castigo por alguna infracción, lo que alentaba aún más el trato áspero hacia los prisioneros. Pero ahí estaba, como muchos de nosotros que tenemos que hacer tareas que no nos gustas y que no están a la altura de nuestras capacidades; pero es ahí, donde Dios quería en ese momento de su vida al centurión Román, y donde nos quiere a nosotros: no en aquello que nos gusta y causa placer, en lo que podemos desarrollar todo nuestro potencial humano o intelectual, sino en las tareas y lugares donde más nos necesita Él, y donde más bien podemos hacer. Y san Román se encontró con Cristo en aquel lugar sucio e infecto, y donde hallo una gloria mayor que la que hubiera podido alcanzar en el campo de batalla o en el palacio del César.
San Román, centurión y mártir de Cristo, tiene su lugar en el Santoral en la víspera de san Lorenzo, en un lugar discreto, porque, en “su” día, brilla la figura de santaTeresa Benedicta de la Cruz, mártir y testigo de Cristo, en un lugar tan infecto y deshumanizado como lo fue el campo de concentración de Auschwitz. Seguramente, al centurión eso le da lo mismo, como la irrisoria referencia que de él hace el actual Martirologio, más “critico”, científicamente hablando, que el anterior, pero menos piadoso; pero a él todas esas cosas ya le dan lo mismo, porque está en la gloria de Cristo, junto con su “padre en la fe” san Lorenzo y con la innumerable legión de mártires que dieron testimonio de Cristo bajo Valeriano y tantos tiranos que han pretendido acallar la voz de sus heraldos, pero que no lo han conseguido ni lo conseguirán. San Román goza para siempre de la luz que no tiene fin y que san Lorenzo le prometió en aquel lóbrego calabozo en el que nació a la luz de Cristo.
ORACION
Concédenos, os rogamos, Dios, omnipotente, que por la intercesión del bienaventurado Román, vuestro mártir, nos veamos libres de toda adversidad en el cuerpo y purificados de malos pensamientos. Por Jesucristo Nuestro Señor. Amen
Rev. D. Vicente Ramón Escandell Abad
[1] Martirologio Romano (1956)
[2] Común de Mártir no pontífice (fuera del Tiempo Pascual) {Misal Romano 1962}
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