Durate algunas semanas el Rev. D. Vicente nos estuvo hablando del Sacramento de la Confesión y hoy nos trae al Patrón de los Confesores, San Juan Nepomuceno
San Juan Nepomuceno, Mártir del secreto de confesión. Un artículo de D. Vicente Ramón Escandell
1. Vida
En Praga de Bohemia, san Juan Nepomuceno, canónigo de aquella Iglesia Metropolitana, el cual solicitado en vano revelar el sigilo sacramental, arrojado en el río Moldava, mereció la palma del martirio.
Martirologio Romano (1956)
Canónigo de la Catedral de Praga, en Bohemia, y confesor de la reina Juana, el rey Wenceslao IV le exigió revelase la confesión de la reina. Negóse absolutamente el confesor; y no pudiendo ser vencido con halago ni amenazas, fue arrojado al río Moldava y murió protomártir del sigilo sacramental (1383). Es celestial abogado de los que sufren calumnias.
Misal Romano Diario. Devocionario del Padre Rafale Rambla O. F. M. (1957)
2. San Juan Nepomuceno, patrón de los confesores.
2.1. El sacerdote, ministro y sujeto del sacramento
La administración del sacramento de la confesión es una de las tareas más delicadas a las que el sacerdote debe enfrentarse en el ejercicio de su ministerio. En ningún otro sacramento se abre tanto el alma y la conciencia de una persona como en el de la Confesión, y en ningún otro se necesita, por parte de quien lo administra una delicadeza tal que lo asemeje al Buen Pastor, como este sacramento del Perdón. No es que en los demás no sea necesario al sacerdote ser delicado y prudente, en todos ha de serlo evidentemente, pero aquí se trata de una delicadeza y prudencia especial, que muy pocos logran alcanzar, aunque todos lo intentamos.
El Sacramento de la Penitencia es un “sacramento de sanación”, en el sentido, de que quien se dirige a él necesita ser sanado de las heridas del pecado, y lo es de “muertos”, pues, especialmente por los pecados mortales, quien los ha cometido ha muerto para la vida de la gracia. Por ello, buena parte del “éxito” de un pastor se fragua en este sacramento. Evidentemente, no es cuestión de calcular el éxito de una parroquia por el número de gente que se confiesa, sino porque es en ese ministerio donde se evidencia la realidad de la parroquia como un “hospital de campaña”, en medio de ese “combate” entre la gracia y el pecado, y en donde todos los “combatientes” necesitan acercarse para ser curados de las heridas que produce la refriega. Es en ese contexto, donde el sacerdote ejerce su función de “medico de las almas”, sanándolas con el perdón de Cristo y de la Iglesia, y orientándolas para seguir el combate de la mejor manera posible.
No es tarea fácil ejercer esa función de “medico de las almas”, cuando el mismo medico necesita, en no pocas ocasiones, recibir la misma medicina que sus pacientes. También los “médicos de campaña”, expuestos a los mismos peligros que los combatientes, pueden ser heridos en el refriega, y necesitar de los auxilios que ellos mismos dispensan a los demás. El sacerdote no es ajeno al sacramento de la confesión como sujeto del mismo y no sólo como fiel administrador, pues, como dice san Pablo, es elegido de entre los hombres y sabe compadecerse de ellos, porque está sujeto a las mismas debilidades. Un sacerdote que no acude con asiduidad al sacramento de la confesión, puede perder la visión sobrenatural de su ministerio por la ceguera del pecado, y terminar perdiéndose a sí mismo.
Al sacerdote que predica sobre la necesidad de la confesión a sus fieles, pero él mismo la rehúye o se muestra perezoso para someterse al mismo tribunal al que encauza a los demás, se le puede aplicar aquel adagio que dijo el Señor: “medico cúrate a ti mismo”. Este sacerdote no tendría autoridad moral para exigir a los demás algo que él mismo, como no la tendría un esposo que, cometiendo el pecado de adulterio, hablara a los demás matrimonios de la necesidad e importancia de la fidelidad conyugal. Y es que, en nuestros tiempos, como bien indicara el Papa Pablo VI, el mundo necesita de testigos y no sólo de maestros, y la contemplación de un sacerdote acudiendo al sacramento de la confesión, vale más que miles de sermones sobre la necesidad del mismo. Lo cual no quita que, desde los pulpitos o a través de la palabra escrita, los ministros del sacramento de la confesión deban suscitar a los fieles a recibirla, pero evidentemente es necesaria la vivencia del arrepentimiento y del perdón para poder transmitir a los demás el deseo de experimentarlas como el predicador o el autor la ha experimentado.
De esta importancia de la recepción del sacerdote del sacramento de la confesión, no habla el Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, que recoge la doctrina y enseñanzas de los últimos papas, en especial de san Juan Pablo II sobre este sacramento. Dice así el número 72 de dicho documento:
Como todo buen fiel, el sacerdote también tiene necesidad de confesar sus propios pecados y debilidades. Él es el primero en saber que la práctica de este sacramento lo fortalece en la fe y en la caridad hacia Dios y los hermanos.
Para hallarse en las mejores condiciones de mostrar con eficacia la belleza de la Penitencia es esencial que el ministro del sacramento ofrezca un testimonio personal precediendo a los demás fieles en esta experiencia de perdón. Además, esto constituye la primera condición para la revalorización pastoral del sacramento de la Reconciliación: en la confesión frecuente, el presbítero aprende a comprender a los demás y, siguiendo el ejemplo de los santos, se ve impulsado a <<ponerlo en el centro de sus preocupaciones pastorales>>[1]. En este sentido, es una cosa buena que los fieles sepan y vean que también sus sacerdotes se confiesan con regularidad[2]. <<Toda la existencia sacerdotal sufre un inexorable decaimiento si le falta por negligencia o cualquier otro motivo el recurso periódico, inspirado por autentica fe y devoción, al sacramento de la Penitencia. En un sacerdote que no se confesase o se confesase mal, su ser como sacerdote y su ministerio se resentirían muy pronto, y se daría cuenta de ello también la comunidad de la que es pastor. >>[3]
2.2. Morir por defender un secreto
Está claro que uno da la vida por aquello que ama. A veces este amor es algo desordenado, porque hay causas o personas por las que dar la vida es un sinsentido, y si no, ahí tenemos los ejemplos del siglo pasado de miles de personas capaces de llevar hasta sus últimas consecuencias su fidelidad a tal o cual dirigente, a tal o cual causa o al propio Estado. El amor fanático por alguien o por algo es algo que sigue estando al orden del día, sin que, desde una visión objetiva, tenga sentido llegar hasta el extremo de matar o morir por causas más que cuestionables.
Para san Juan Nepomuceno estaba claro que el secreto de confesión era una causa por la cual valía la pena morir, y que evidencia el aprecio de este sacerdote por el sacramento que exigía tal prudencia. Pero, ¿quién era san Juan Nepomuceno? Estamos ante el caso de un santo que, hoy por hoy, es bastante desconocido, pero que tuvo una gran devoción durante mucho tiempo, hasta el punto de, en no pocas catedrales, su imagen o pintura estaba presente, recordando tal vez su condición de canónigo, pero, y esta también es una razón válida, su sacrificio por no revelar el secreto de confesión. Su nombre también aparece vinculado a la historia naval de España, concretamente a la batalla de Trafalgar, en la cual participo su navío más insigne, llamado “San Juan Nepomuceno”, hundido durante la batalla y que por este u otro motivo, le valió el patronato sobre la Infantería de Marina.
Algunos historiadores llegan incluso a negar su existencia, aduciendo que fue una leyenda inventada a finales del siglo XIV o principios del siglo XV, por la Iglesia Católica para combatir la herejía de los husitas, surgida en Bohemia, y que, en muchos aspectos, fue precursora del Luteranismo. La Bohemia del siglo XV fue el escenario de una fuerte división religiosa entre católicos y husitas que, solventada con un acuerdo entre los primeros y los más moderados de la secta, constituyo la primera experiencia de división religiosa en la Europa cristiana previa a la rebelión luterana.
Sea como fuere, los sacerdotes y confesores tuvieron un referente en san Juan Nepomuceno de hasta donde debían estar dispuestos a llegar en defensa del sigilo sacramental. Y es que, como en toda época y lugar, la información es poder, y, como ocurre en el sacramento de la confesión, lo que se dice en él es información sensible que, en determinados ambientes, podría decidir el destino de una nación o de un gobernante. Y en este punto es importante tener en cuenta el papel de los confesores de los reyes, reinas y papas, que en no pocas ocasiones ejercían un papel de consejeros, no sólo espirituales, sino también políticos y personales. No pocas veces cayeron ministros o subieron dinastías por el consejo de un confesor que, extralimitándose de sus funciones, tenía tanto o más poder que los validos de turno o los ministros regios. Un ejemplo podría ilustrar esto que digo: durante las intrigas para la supresión de los jesuitas, bajo el pontificado de Clemente XIV, los representantes de las potencias católicas interesadas en dicha supresión, no dudaron en influir en el Pontífice para tal decisión, a través de su confesor; ciertamente, no puede decirse que fuese decisivo su consejo, pero quienes lo intentaban por este canal, sabían de la ascendencia del confesor – consejero sobre el Pontífice.
Pero no todos los confesores regios o no, se dedicaban al control de las conciencias, para fines personales o políticos, como no dejo de propagar la literatura anticlerical del siglo XIX. No toda la realidad sobre este asunto se asemeja a La araña negra de Vicente Blasco Ibáñez, novela anticlerical y antijesuitica, donde describe la Sacramental de San Isidro, por entonces dirigida por los jesuitas, como una enorme tela de araña donde los conspicuos jesuitas dominaban las conciencias de sus acaudalados penitentes, y a través de ellos, controlaban la política de la Nación. Por desgracia, las “teorías de la conspiración” no son cosa nueva, sino que existen desde antiguo, pero, no sin cierta base real: no todos los confesores eran lo que se esperaba de ellos, y utilizaban el confesionario para turbios y poco edificantes menesteres.
Pero, dejemos estas excepciones, y centrémonos en la figura de san Juan Nepomuceno, canónigo bohemio y mártir del sigilo sacramental. Realmente, no podemos decir que es el único confesor que murió, ha muerto o morirá por defender este sigilo: antes que él y después de él ha habido sacerdotes abnegados que han preferido morir antes que revelar lo que se les había dicho en el confidencialidad del confesionario. Y en no pocas ocasiones, sin llegar a la muerte, el confesor al que se le ha confesado un delito grave no ha podido revelarlo por este mismo sigilo. Esta situación la planteo magistralmente Alfred Hitchcook en su película Yo confieso, en un momento en que Hollywood manifestó un enorme interés y, porque no decirlo, respeto hacia la figura del sacerdote católico que, por desgracia, contrasta con el tratamiento que esta figura recibió décadas después del film. La angustia del personaje, un joven sacerdote, por la lucha entre su fidelidad al sigilo sacramental y el deber cívico de denunciar al criminal, que le llevan hasta plantearse su vocación, es un buen retrato de ese sacrificio diario de los confesores de cargar sobre sus hombros los pecados de los demás, imitando a Cristo que en su cruz llevo los pecados de todos los hombres.
Por lo que hace a san Juan Nepomuceno desconocemos la materia del pecado que deseaba el rey Wenceslao le manifestase de la confesión de la reina. Probablemente se tratase de una infidelidad o una conspiración contra él, ambos bastante comunes en aquella época, y, sobre todo, en un ambiente donde los matrimonios no eran por amor y las lealtades políticas oscilaban constantemente. Sea cual fuere el pecado, estaba claro que la fidelidad de San Juan Nepomuceno a su compromiso con la penitente y con el sigilo sacramental estaban por encima de su lealtad al rey o el miedo a la muerte. Y es que, a veces, cuando el Estado se convierte o aspira a ser un todo omnipotente y omnímodo, le resulta difícil comprender que existan personas capaces de oponerse a su pretensión de saberlo todo o de invadir el espacio más sagrado del ser humano que es su conciencia. Y empezando por promesas de un futuro prometedor y acabando con amenazas de muerte, pretende doblegar la voluntad firme de aquel que antepone a Dios a todo interés humano.
Wenceslao IV no pudo doblegar el espíritu del canónigo Juan, y por ello, como en otros tantos casos, no tuvo más salida que matarlo, como último acto de desesperación ante la firmeza del ministro de Cristo. No sería ni el primero ni el ultimo prelado al que, desesperado el tirano, se le terminara dando muerte. Antes que a san Juan Nepomuceno le había cabido la misma suerte a san Estanislao (s. XI), obispo de Cracovia, a quien el rey Boleslao II de Polonia asesino al pie del altar, después de intentar difamarlo públicamente. Caso similar es el de Santo Tomás Becket, arzobispo de Canterbury, asesinado igualmente ante el altar por orden del rey Enrique II Plantagenet (s. XII). En ambos casos, la firme posición de los dos obispos ante las violaciones de las libertades de la Iglesia, por parte del poder civil, terminaron en sendos crimines sacrílegos, que manifestaron hasta que punto estaban dispuestos a llegar los Pastores de la Iglesia por defender sus derechos y libertades. Para san Juan Nepomuceno no se trataba de defender los bienes o la independencia de la Iglesia frente al poder temporal, sino algo, tal vez más importante, la sacralidad de la conciencia y la dignidad del sacramento de la confesión.
Con su negativa, san Juan Nepomuceno salvó la vida de su penitente, defendió su derecho a la intimidad y libertad de conciencia, y puso de manifiesto la alta consideración que él mismo, como ministro de la Iglesia y cristiano, tenia de su misión de médico y juez de las almas. Solo se da la vida de verdad por aquello que uno ama, y san Juan Nepomuceno entregando su vida por Dios y su penitente, manifestó su amor sincero hacia el sacramento que Cristo instituyo para derramar su gracia en nuestras almas, heridas por el pecado y necesitadas de sanación.
2.3. El sigilo sacramental en el Derecho de la Iglesia
En el Código de Derecho Canónico, que recoge los derechos y deberes de todos los bautizados, y que es el fruto de una larga tradición legislativa, dice lo siguiente sobre el sigilo sacramental:
El sigilo sacramental es inviolable; por lo cual está terminantemente prohibido al confesor descubrir al penitente, de palabra o de cualquier otro modo, y por ningún motivo.
También están obligados a guardar secreto el interprete, si lo hay, y todos aquellos que, de cualquier manera hubieran tenido conocimiento de los pecados por la confesión[4].
El CIC dice lo siguiente en el canon 984, que ilustra la actuación que tuvo san Juan Nepomuceno respecto a las presiones recibidas por el rey Wenceslao:
Está terminantemente prohibido al confesor hacer uso, con perjuicio del penitente, de los conocimientos adquiridos en la confesión, aunque no haya peligro alguno de revelación.
Quien está constituido en autoridad, no puede en modo alguno hacer uso, para el gobierno exterior, del conocimiento de los pecados que haya adquirido por confesión en cualquier momento.
Finalmente, el CIC nos expone la pena canónica a aquel ministro que viola, directa o indirectamente, el sigilo sacramental:
El confesor que viola directamente le sigilo sacramental, incurre en excomunión latae sententiae reservada a la Sede Apostólica; quien lo viola solo indirectamente, ha de ser castigado en proporción con la gravedad del delito.
El intérprete y aquellos otros, de los que se trata en el canon 983.2, si violan el secreto, deben ser castigados con una pena justa, sin excluir la excomunión.
3. Oration
¡Oh Dios!, que por el invicto silencio sacramental de san Juan, hermoseaste a tu Iglesia con una nueva corona de martirio; danos que por su intercesión y a su ejemplo, poniendo guardia a nuestra boca, seamos contados entre los santos que no resbalaron con la lengua. Por Jesucristo Nuestro Señor. Amén.
LAUS DEO VIRGINIQUE MATRI
Vicente Ramón Escandell Abad, Pbro.
[1] Benedicto XVI, Carta para la convocación del Año sacerdotal con ocasión del 150º aniversario del “Dies natalis” de san Juan María Vianney (16-VI-2009)
[2] CIC 276.2,5; PO 18
[3] San Juan Pablo II, Reconciliatio et paenitentia 31; Pastores dabo bobis 26
[4] CIC 983
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